Lo que aprendí de mis alumnos

Lo que aprendí de mis alumnos

– Edición 414

Como un homenaje a Raúl H. Mora, S.J., ex rector del ITESO y profesor emérito de esta universidad, fallecido el 13 de enero de 2010, publicamos un fragmento de este texto aparecido en la revista Sinéctica (www.sinectica.iteso.mx) en la edición de enero-junio de 2002, en el que escribe sobre sus aprendizajes como maestro

La mayor parte de los años en que he tenido la alegría de trabajar como maestro la he pasado entre estudiantes jesuitas, otros religiosos o religiosas y candidatos al sacerdocio. Tal situación me hizo suponer que todos a quienes acompaño comparten en todo mi propia visión, mi propia fe, mis creencias. En una sociedad maravillosamente pluralista como la nuestra, tuve que aprender de no pocos alumnos y alumnas, aun en instituciones de inspiración cristiana como ésta, que tal suposición no es válida. Entre el estudiantado he tenido compañeros que con toda honestidad se saben y se presentan como increyentes. Su postura y su entrega me han ayudado a revisar y desmentir lo que un antiguo profesor de otro plantel dirigido también por los jesuitas nos repitió múltiples veces: “Los ateos son ateos por tontos o por inmorales. Sólo un tonto no ve la fuerza con que Santo Tomás prueba la existencia de Dios. Sólo un inmoral afirma que Dios no existe, porque eso le resulta más cómodo”. Pues no he conocido un ateo que sea tonto, ni Tomás prueba, lo que se llama probar, la existencia de Dios; este gran filósofo y mayor teólogo muestra que creer, lo que se llama creer, confiar, no es irracional ni estúpido, sino un acto libre y personal. Ni, por otra parte, he encontrado que los increyentes sean más inmorales que algunos cristianos. Esto me ha enseñado que el respeto a las convicciones más personales es condición para toda relación de apoyo y enriquecimiento mutuos, porque quienes se aceptan como increyentes —al estilo del gran maestro Jean-Paul Sartre—, cuánto nos impulsan a combatir falsas imágenes de Dios, verdaderos ídolos y fetiches. Por ese camino he venido aprendiendo a confiar en un solo Dios, el Padre de Jesús y Padre nuestro.

Desde hace años empiezo mis cursos de literatura, análisis del discurso, historia de la cultura, introducción a los medios de comunicación, escuelas y técnicas de interpretación simbólica, periodismo, problemas filosóficos… con un mismo cuento: “¿No oyes ladrar los perros?”, de nuestro genial Juan Rulfo. Lo hago siempre como muestra de gratitud —y expresamente lo confieso así en esa clase inicial— al grupo de alumnos de quienes más he aprendido: muchachos y muchachas de la colonia Estado de México, en Ciudad Netzahualcóyotl, ésta que algunos llaman “barrio”, de más de tres millones de habitantes y que, “como un cáncer”, afirman otros, nació a orillas del Distrito Federal, sobre el lodazal del desaparecido lago de Texcoco. Ese grupo, al que también se le unían más de una madre soltera o casada y más de un padre de familia, cursaba el segundo año de secundaria abierta. Una tarde me pidieron que les ayudara a preparar el examen que tendrían dos días después, precisamente de literatura, en concreto, sobre dicho cuento de El llano en llamas. Tras la lectura, comenzamos a comentar desde lo que cada uno había sentido al oír lo que Ignacio y su padre se van diciendo en el cuento, camino a Tonaya, a la luz de la luna llena, con una carga sobre sus hombros el viejo, y sobre su corazón el hijo.

De pronto —y pongo punto y aparte porque a lo mejor ni Rulfo se esperaba tanto—, Lupe empezó a llorar y Rosa le hizo eco, y Elena protestó y Andrés y el Yory y ocho y doce más siguieron. “Qué bruta fui”, se explicó la primera, entre sollozos, “al quedarme triste y enojada y con el propósito de nunca estudiar más porque mi papá, en lugar de alabarme por mis buenas calificaciones de sexto de primaria, echó el certificado sobre la cama como con desprecio y me dijo que viera, que cuando yo me propongo saco las cosas y las saco bien, pero que ahi ando de floja. Hasta hoy, con este cuento, caigo en la cuenta de que muy pocos meses después murió mi papá porque se agotó por llevarnos a cuestas por años enteros a mi hermana, a mi hermano, a mi mamá, a mí, como este viejo lleva a su hijo herido para que se lo curen”.

Y Rosa completó: “¿Pero qué tenemos los pobres, que no sabemos decirnos que nos queremos si no es regañándonos”. “Mejor cállense”, protestó Elena, “porque así les hablo yo a mis hijas y porque ninguna de ellas me ha dado siquiera las gracias por haberlas cargado tantos años”.

Todos pasaron su examen. Desde ese día me hicieron su amigo, me contaron los secretos de su corazón, me contagiaron su esperanza, me hicieron leer de otra manera. No, simplemente me enseñaron a leer: desde la propia vida y el propio dolor, y desde su amor agradecido. De ellos aprendí a ver el mundo y mi trabajo con la mirada y la lucha del despreciado en los lodazales de Netza, símbolo para siempre de pobreza y de apuesta por la vida.

Esto lo comparto hoy como ya lo he compartido en múltiples ocasiones en diversas formas, esto que nunca había escrito y siempre quise publicar: lo que más he aprendido de mis alumnos y alumnas —centenares— es a ser amigo. m.

El artículo original, del que publicamos aquí un fragmento, apareció en la revista Sinéctica en la edición enero-junio de 2002.

MAGIS, año LX, No. 502, noviembre-diciembre 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de noviembre de 2024.

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