Lento, que llevo prisa
Juan Nepote – Edición 441
Aunque en el lenguaje cotidiano parezcan sinónimos, para los científicos —principalmente para quienes se ocupan de estudiar la física— rapidez no es lo mismo que velocidad.
Ante todo, un distingo a favor de la precisión: aunque en el lenguaje cotidiano parezcan sinónimos, para los científicos —principalmente para quienes se ocupan de estudiar la física— rapidez no es lo mismo que velocidad. Mientras que la rapidez representa una simple magnitud, una cantidad, la velocidad es un vector, una magnitud que se acompaña de una dirección; casi cualquier persona es capaz de caminar a una velocidad promedio de tres kilómetros por hora hacia la glorieta de La Minerva (magnitud y dirección), pero pocos logran incrementar su rapidez aumentando veinte pasos (sólo magnitud) en cada minuto, hasta alcanzar una velocidad de cinco kilómetros por hora en su trayecto hacia la escultura hecha por el artista mexiquense Joaquín Arias.
Esa sutil, imperceptible rapidez
Así, nuestra existencia está enmarcada dentro de un conjunto de cambios constantes, entre ciertas rapideces, ritmos, velocidades. Desde los movimientos imperceptibles por muy lentos —el crecimiento de las uñas: apenas un centímetro cada tres meses—, a los imperceptibles por muy rápidos —cada una de los cientos de miles de conexiones neuronales que realizamos para llevar a cabo cualquier actividad, por insignificante que sea, a razón de unos cuantos milisegundos—, nuestra vida pasa como una sucesión de imágenes que se mueven.
Pero si en la naturaleza existe un límite inferior (cero) y un límite superior (casi 300 mil kilómetros por hora en línea recta, la velocidad con la que viaja la luz en el vacío) para la rapidez con la que ocurre cualquier cambio, algo muy distinto acontece en el mundo del ingenio humano, donde se verifica cierta percepción engañosa del ritmo in crescendo con que las nuevas tecnologías se incorporan a nuestras acciones diarias, a nuestros hábitos: si trancurrieron muchos años para que pasáramos de fregar el piso de rodillas hasta emplear trapeadores desde una posición erguida que resulta algo menos fatigosa, en las últimas décadas los fabricantes de aparatos electrónicos encontraron una forma tramposa de obligar a sus consumidores a cambiar constantemente de dispositivos, construyéndolos conforme un criterio denominado “obsolescencia programada”, de forma tal que no rebasen un cortísimo lapso vida útil y dejen de funcionar lo más pronto posible: “debemos provocar el deseo del consumidor de poseer algo un poco más nuevo, un poco antes de lo necesario”, dicen.
El futuro de las sociedades, una cuestión de rapidez
Pero tal vez la pregunta más importante para la humanidad, en relación con la velocidad, tiene que ver con el ritmo de la ocupación de nuestro planeta: hacia 1600, la población mundial la conformaban unos 550 millones de personas, 630 millones para 1700, un siglo después aproximadamente 935 millones y al inicio del siglo xx la humanidad rondaba los mil 630 millones de individuos. Pero en 2011 ya éramos 7 mil millones de personas y las proyecciones actuales consideran que llegaremos a los 9 mil millones a mediados del presente siglo.
Las bocas humanas por alimentar aumentarán con una rapidez de 2 mil millones en cincuenta años. “¿Cómo puede el mundo duplicar su disponibilidad de alimentos mientras reducimos al mismo tiempo el daño ambiental causado por la agricultura?”, se pregunta Jonathan Foley en la revista National Geographic.
En el escenario de esos cambios de velocidad se habrá de debatir hacia dónde nos movemos como sociedad. m
Para continuar la conversación.
:: Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino (Siruela, Madrid, 1989).
:: Sueños de Einstein, de Alan Lightman (Tusquets, Barcelona, 1993).
:: Física para poetas, de Robert H. March (Siglo xxi, México, 2003).
:: “El futuro de la comida”, una investigación de National Geographic.