Las Patronas: acciones, más que palabras
Verónica Calderón – Edición 445
El colectivo de 15 mujeres en Amatlán de las Cruces, Veracruz, desafía a la inmovilidad de las autoridades frente a los derechos de los centroamericanos que cruzan el territorio mexicano
El tren hace como que se detiene, pero en realidad nunca se para. Le llaman La Bestia y uno de sus múltiples puntos entre los tres recorridos que traza por México es el barrio Guadalupe (La Patrona), en el municipio de Amatlán de las Cruces, Veracruz. No es cualquier tren. Se supone que es de carga, pero en realidad es el transporte de miles de centroamericanos que todos los años atraviesan México para conseguir llegar a Estados Unidos. El gobierno mexicano anunció a finales de 2014 que intentaría sellar la frontera sur para mitigar el paso por la “seguridad” de los migrantes. Pero el hecho es que no han dejado de pasar y no dejarán de hacerlo. “La única diferencia de lo que ocurre ahora con lo que pasaba hace 20 años es que los viajeros ahora saben los peligros que les esperan en el camino”, explica la periodista Sonia Nazario, autora de La travesía de Enrique, un libro documentado sobre el viaje solitario de un niño, uno de los primeros trabajos periodísticos sobre el tema, antes de que se convirtiera en noticia habitual. El libro fue editado por primera vez en 2006 y se ha reeditado de nuevo en 2015 con un epílogo actualizado. La violencia que ha convertido a Guatemala, Honduras y El Salvador en la región más sangrienta del mundo es el principal motor para que, año con año, los migrantes inicien un camino sin importarles si volverán o no. No hay otra opción.
Pero en el paso del tren, en medio del contexto desolador, hay sonrisas y esperanza. Hay brazos que acercan botellas de agua a los viajeros, que curan las piernas heridas de los que han caído de sus vagones, que alimentan las hambrientas bocas de los más pequeños, que incluso bromean con los que van de paso.
Foto: Reuters
Norma Romero Vázquez, la coordinadora del grupo Las Patronas —nombre que se ganaron más por costumbre que por una sofisticada organización—, es una mujer radiante que dirige la repartición de alimentos y víveres con la disciplina de un general. ¿A qué se dedica? “A la producción de caña”, responde. Su labor, la de la entrega de víveres y ayuda a los migrantes que cruzan por su pueblo, le parece tan natural como respirar. En sus palabras no hay grandes discursos sobre los Derechos Humanos que, a todas luces, ella y otras catorce mujeres defienden. No hay arengas ni grandilocuencia. En la casa de Las Patronas lo que hay es trabajo, y mucho. Y comprensión: “Son nuestros hermanos, están luchando por darle una mejor calidad de vida a sus familias. Por eso se suben a La Bestia y eso no es nada fácil”.
Su historia comienza en 1995. Las hermanas Romero Vázquez esperaban cruzar la vía del tren con las bolsas del mercado. Y los vieron pasar, con los brazos extendidos. Les entregaron lo que acababan de comprar. Después comenzaron a cocinar para darles más. Y poco a poco se fueron organizando. En un inicio no sabían quiénes eran los extraños a quienes ayudaban de forma desinteresada. “Pensábamos que eran mexicanos que recorrían el país sólo por la aventura”, recuerda una de ellas. Más tarde averiguaron que en realidad se trataba de centroamericanos que subían de polizontes a La Bestia y que tenían el objetivo de alcanzar la frontera norte de México para hacerse un futuro, uno que sus países de origen les había negado en redondo.
20 años después, en un pizarrón hay un registro de turnos de quién debe de encargarse del pan, quién de las ollas de frijoles y de arroz —que cocinan a la leña—, quién se encargará de los más necesitados. El trabajo comienza desde temprano y terminará tarde. La encargada de recoger el pan debe levantarse a las cinco de la mañana. Deja la comida preparada para su familia y recibe el pan del día anterior del supermercado en Córdoba, que se encuentra a unos 15 minutos en auto. Sin embargo, su viaje —caminando o de ride, cargando todo lo que tienen que llevar— puede tomar hasta dos horas. Las demás se encargan de supervisar la cocina: “Arrocito, frijolitos, agua de sabores…”. La Bestia pasa de día y de noche. La entrega a los vagones dura unos 15 minutos.
Foto: Reuters
“Hay gente que cree que somos parte del problema”, afirma Norma. Por “el problema” entendemos el flujo de migrantes. Los comentarios racistas en contra de los centroamericanos que cruzan el territorio mexicano han crecido en los últimos años, al igual que la violencia en su contra. Más de 20 mil fueron secuestrados el año pasado por grupos delincuenciales que operan en las principales rutas que utilizan los extranjeros, según cifras de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Los migrantes en territorio mexicano son uno de los grupos más vulnerables en medio de la violencia que asuela al país. Múltiples organizaciones han denunciado que son víctimas de extorsiones, robos, abusos policiales y asesinatos. En el sur de Veracruz, un periodista que prefiere no ser identificado denuncia que los cárteles que operan en la zona —el del Golfo y el de los Zetas— reclutan a jóvenes centroamericanos para engrosar sus filas.
Amatlán se sitúa en una de las regiones más peligrosas de Veracruz, a pocos kilómetros del Pico de Orizaba y las Cumbres de Acultzingo. Fue en este último lugar donde las autoridades mexicanas hallaron un supuesto campamento de entrenamiento Zeta en agosto pasado. En el pueblo se rumoraba que muchos de los jovencitos ahí encontrados eran, precisamente, migrantes.
Norma era muy joven cuando comenzó a ayudar a los migrantes. Comenta también que hace 20 años la mayoría de los viajeros eran hombres: “Ahora hay muchas mujeres, niños, ancianos”. La causa, asegura, son los inusitados índices de violencia que se registran en sus países de origen. San Pedro Sula, Honduras, es la ciudad más violenta del mundo, con una tasa de asesinatos de 171 sobre cien mil habitantes. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera una epidemia cualquier mal que cause la muerte de diez personas sobre cien mil. Los testimonios de los migrantes son historias de terror: niños que son reclutados por las mafias locales desde los cinco o seis años; niñas que no pueden salir de su casa porque son violadas o secuestradas; extorsiones generalizadas, impunidad sin límites.
“No es que éste sea un futuro mejor, es que no hay otro”, explica Pedro, un jovencito de 17 años originario de San Pedro Sula. Lleva, dice, dos meses en el camino. Norma todavía recuerda a una jovencita hondureña que le pidió de rodillas que ayudara a su compañero, que había sido acuchillado en el tren por defenderla de una violación. “Lo bajaron lentamente del vagón”, recuerda Norma. El hombre se quedó con ellas hasta que se recuperó. Cuando llegó a Estados Unidos se puso en contacto con ellas para agradecerles.
Foto: EFE
Las Patronas se mantienen gracias a donaciones. Reciben algunas de fuera y también se desplazan hasta los mercados cercanos para conseguir el alimento que ya no será vendido. Pero a eso se suma que su trabajo les ha causado problemas domésticos, de los cotidianos. Sus esposos e hijos no entienden por qué se han entregado con tal tesón a ayudar a miles de desconocidos. Sus vecinos les han llegado a reclamar por la basura que dejan los migrantes.
Su relación con otras asociaciones que tienen el mismo propósito recuerda a la de una gran familia. El obispo Raúl Vera ofició una misa para celebrar su vigésimo aniversario, a la que asistieron el padre Alejandro Solalinde, del albergue Hermanos en el Camino, y fray Tomás González, encargado de un refugio para migrantes en Tenosique, Tabasco. “Se quitan la comida de la boca para dársela a los demás”, señaló entonces el obispo Vera. “No importa cuánto los molesten, ellos seguirán el paso”, completó Solalinde. Veracruz es uno de los estados más peligrosos en el de por sí peligroso trayecto de un migrante centroamericano. Entre 2013 y 2014 se registraron doce agresiones sobre La Bestia, más que en ningún otro estado.
La matriarca de Las Patronas, Leonila Vázquez, tiene 82 años y la energía de cuatro veinteañeras. Es madre de 12 hijos (Norma es la octava) y asegura que su esposo, Faustino, ya fallecido, siempre la apoyó en la causa. Explica el menú con soltura y tiene la certeza de que su labor ha sido marcada por una señal. Ella fue la organizadora de toda la faena del colectivo. La que puso orden en la entrega de alimentos. 20 kilos de arroz, 20 kilos de frijol, unos cuantos panes, unas tortillas y cómo repartirlo. Más que una cocina, creó una línea de producción. La mayoría de las mujeres del grupo son sus hijas, nueras o sobrinas. Ella misma no duda en acercarse al tren cuando suena a lo lejos el pitido que anuncia su llegada. El grupo fue acusado en julio de 2013 de utilizar su labor en beneficio propio. “Nuestro trabajo ha sido y será totalmente transparente, así como el manejo de los recursos que gentilmente escuelas, universidades, organizaciones, colectivos sociales y familias particulares nos hacen llegar”, respondieron entonces a través de un comunicado. “La mejor retribución que recibimos a cambio es un ‘Gracias’”, repiten ahora.
Alrededor del fuego que calienta la olla, agitado por las brasas de la leña, las mujeres reflexionan acerca de cómo creció tanto algo que nació de una idea tan simple: arrojar alimentos a brazos que se extendían desde un tren que paseaba a toda velocidad. “No nos dimos cuenta”, afirma Guadalupe González, una de las nueras de Leonila.
La Bestia suele pasar dos o tres veces por día. Pero hay que estar atentos. Los pasajeros son menos porque el patrullaje fronterizo en los puntos de abordaje habituales ha aumentado después de que el gobierno mexicano anunciara el plan Frontera Sur en 2014 , pero eso no quiere decir que La Bestia haya perdido popularidad entre los migrantes ni que los centroamericanos hayan dejado de cruzar. “Lo único que se consigue es que ellos busquen otras vías más peligrosas”, comenta Sonia Nazario.
Foto: EFE
Norma Romero también asegura que los centroamericanos seguirán llegando. “Será más trabajo para nosotras, porque ellos no van a dejar de pasar, buscarán otras alternativas. Están expuestos a que les saquen todo por cumplir su sueño”.
Las Patronas los están esperando, no importa la hora que sea. Su ayuda, explica Norma, es “más necesaria que nunca”. Repite que los viajes ahora los realizan familias enteras. La reducción del númeo de pasajeros de La Bestia, no obstante, ha sido notoria, de los 800 almuerzos que Las Patronas llegaron a preparar en un momento dado, ahora preparan si acaso 200. También la peligrosidad de la ruta del Golfo ha ocasionado que los migrantes opten por otras alternas: cada vez un mayor número de centroamericanos elige seguir la del Pacífico, que tiene a Guadalajara como punto de descanso y a Tijuana, en el noreste del país, como meta final, por considerarla menos peligrosa que la que recorre Veracruz y Tamaulipas.
Pero los migrantes que pasan por Amatlán saben que ellas están ahí. Quizá no pasen tantos a bordo del tren, pero ahora llegan caminando, exhaustos por el cansancio y horas de caminata. No les importa que llueva, que haga un calor inclemente, un frío serrano terrible, que tengan que cruzar un terreno pedregoso, que se levanten a las cinco de la mañana, que hayan pasado horas cocinando con paciencia y disciplina las centenas de raciones de arroz, frijol y pan que repartirán. Que salgan todos los días de esa casa a la que decora una pared rosa y un mural con la imagen de la Virgen de Guadalupe. El tren pasa a toda velocidad y la repartición dura unos frenéticos 15 minutos. Después, el silencio. Ni tiempo ha dado para intercambiar un par de palabras. Ni un “toma” ni un “gracias”. Sin pago, sin gratificación. Acciones, antes que palabras. m.