Las hijas
Héctor Eduardo Robledo – Edición 437
“¿Cómo dar a las hijas la posibilidad de un espíritu y un alma?”, se pregunta Luce Irigaray, y responde: generando relaciones subjetivas entre madres e hijas.
Uno de los factores psicosociales que determinan la subjetividad individual es quién, cómo y cuándo uno ha sido hijo. Pero, sobre todo, hija, que no es lo mismo. Así lo advertía Virginia Woolf en Una habitación propia, donde se preguntaba si Judith, hipotética hermana de Shakespeare, de intelecto y creatividad semejantes, habría sido capaz de escribir obras tan influyentes como las del monstruo de la literatura inglesa. En la segunda mitad del siglo XVI, en la que Shakespeare fue criado, fue impulsado naturalmente por sus padres a practicar la cacería, a buscar aventura y a ser actor en Londres, para establecer vínculos con cuanto personaje conociera. Mientras tanto, Judith, también impetuosa e imaginativa, habría tenido que permanecer en casa, desalentada por sus padres para leer libros, exigida para coser calcetines y preparar la comida. Aun si se las hubiera ingeniado para hacerse de ratos de rebeldía creativa, de haber escrito poemas a escondidas, éstos jamás habrían visto la luz. Eso sí, como hija de familia acomodada habrá sido la consentida de papá.
En pleno siglo XXI, muchas familias latinoamericanas continúan celebrando el rito iniciático de la fiesta de quince años de sus hijas, el cual, además de fungir como noble pretexto para la pachanga, cumple la función de reforzar la masculinidad proveedora del padre mediante la “feminización” pública de su hija. El clímax de este fenómeno llega cuando el papá pide el micrófono para hacer explícito el discurso patriarcal —cito textualmente lo que escuché en una de esas fiestas—: “Agradezco a Dios por mi niña, que como toda chica de su edad quiere crecer antes de tiempo, por el anhelo y las ansias que tiene de comerse el mundo. Pero las chicas no se dan cuenta de que los padres rezamos bajito para que ese día tarde en llegar: es que les quisiéramos evitar dolor y sufrimiento”. Después de cuatro siglos y medio, las hijas continúan siendo infantilizadas, esperando que mantengan su cuerpo natural para la preservación de la cultura de la que posteriormente serán excluidas, so pretexto de estar incapacitadas para hacerse cargo de sí mismas.
¿Cómo salir de este engranaje del orden patriarcal falocrático? “¿Cómo dar a las hijas la posibilidad de un espíritu y un alma?”, se pregunta Luce Irigaray, y responde: generando relaciones subjetivas entre madres e hijas. Irigaray, representante del feminismo de la diferencia, apuesta por construir una identidad entre mujeres que no requiera la referencia del hombre, lograda entre madres e hijas que generen códigos propios. Madres —dice Irigaray— que hablen de ellas mismas e inviten a sus hijas a hacerlo, que evoquen su genealogía, que hablen a sus hijas de las mujeres que tienen una dimensión pública y de aquellas que la tuvieron en la Historia o en la mitología, que fomentan la otredad —esa que el patriarcado excluye— a través de transmitir la experiencia encarnada de ser mujer. m
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