Las fronteras y lo de enmedio
Julieta Treviño – Edición 503
Cuando cumplí los 18 años había cruzado la frontera entre México y Estados Unidos más de cinco mil veces. A mi esposo le pareció que debía cuantificarlo. Nunca se me habría ocurrido: es como contar cuántas veces he comido
Mi hermano me dijo que no tenía que decir el Pledge of Allegiance1 porque yo era mexicana. Para entonces, en 1995, ya tenía unos cuatro o cinco años llevando mi mano derecha al corazón, proclamando mi alianza a la bandera de Estados Unidos and to the Republic for which it stands2 frente a Dios, como una nación indivisible con libertad y justicia para todos. Amén. A primera hora, de lunes a viernes, se recitaba esta promesa y un Padrenuestro. Los alumnos estadounidenses, mexicanos y brasileños; cristianos, judíos, musulmanes e hindúes, todos por igual. Un día lo intenté: no llevé mi mano al corazón, no me alié. La maestra, perpleja, me dijo que debía hacerlo. En la región del Rio Grande Valley, en el sur de Texas, los méxico-estadounidenses abundan, pero los únicamente mexicanos, como yo, éramos dos en una generación de 90 estudiantes de segundo de secundaria. Mi maestra no podía entenderlo. Desde entonces yo hacía como que rezaba. A la vez rezaba porque quería pertenecer.
A Yásnaya Aguilar, la lingüista, no le gusta que denominen como grupo a los mixe de Oaxaca. “Grupo, Los Bukis”, dice en uno de los capítulos de la serie Pan y Circo, producida por Amazon Prime. Un grupo es voluntario y temporal. Los mixe son un pueblo, al que ella pertenece. Saberse parte de uno es saberse parte de algo por nacimiento, anclarse en una geografía con sus frutos y climas, entenderse en un idioma. Cuando escucho a Yásnaya pienso: qué envidia. Qué envidia saberse parte de un pueblo. Qué envidia tener al menos un rasgo claro en lo borroso que es la identidad. Ser mexicana es ser parte de una nación, no propiamente de un pueblo. Entre los mexicanos no necesariamente todos tenemos antepasados, tradiciones, topografía o lengua comunes. Ser mexicana se parece más a ser parte de un proyecto perpetuo, en el cual los integrantes del equipo se juntaron por proximidad.
Ser mexicana en el Rio Grande Valley significa ser turista que va al shopping, que pasa la Semana Santa en South Padre Island y que desprecia y descarta a los méxico-estadounidenses por hablar pocho o inglés aun teniendo “el nopal en la frente”. Ser esta mexicana en la frontera no era posible porque el pocho y el spanglish eran esenciales en el lenguaje de mis amigas, de mi hermano y el mío. En el cine podíamos decir: Dude, pásame el pacón, don’t hoard it, para pedir las palomitas. Me pensé tejana, si no es que chicana, mezclando idiomas, escuchando la música tex-mex de La Mafia, llorando la muerte de Selena; God bless her soul. Una visitante con nueve años de estancia y un apellido habitual en la zona puede pasar inadvertida.
Cuando cumplí los 18 años había cruzado la frontera entre México y Estados Unidos más de cinco mil veces. A mi esposo, oriundo del centro del país, le pareció que debía cuantificarlo. Nunca se me habría ocurrido porque es como contar cuántas veces he comido. Cruzar era lo de diario. A la escuela, al tenis, al súper, a las ofertas, al cine, a la comida china y a Wendy’s, allá. A la fiesta de quinceañera, al otro súper, al teatro, a Blanca White’s, a los tacos, acá. Durante nueve años pasé casi todas las mañanas y los mediodías en un país, y las tardes y noches en otro. Tenía una tarjeta de border crosser3 para los fines de semana y una visa de estudiante para los días de clase.
Algunos agentes de migración, a los que rotaban por distintos estados cada tanto, no entendían cómo funciona esta forma de vida. Por “razones sanitarias”, un día decidían tirar mi lunch a la basura —era un sándwich con jamón y una manzana comprados en el heb de Central Boulevard, en su propio país—. Otro día revocaban mi visa de estudiante que estaba, a simple vista, expirada. Los que conocían cómo era la cosa, buscaban el endoso emitido por la escuela cada año, un trámite que evitaba la necesidad de renovarla. En el consulado de Estados Unidos en México lo sabían bien y actuaban de inmediato. No querían ser los responsables de que los estudiantes perdiéramos clases. A mis amigas méxico-estadounidenses les bastaba con decir: american citizen, para que las dejaran ir y venir.
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“La frontera entre Estados Unidos y México es una herida abierta donde el Tercer Mundo se araña contra el primero y sangra”, escribe Gloria Anzaldúa, activista de Harlingen, Texas, en su libro Borderlands / La Frontera: The New Mestiza. Recuerda, por un lado, la regla que la golpeaba en el recreo por hablar español y las clases especiales de la universidad para borrar su acento y, por el otro, a su mamá diciendo “no seas Malinche”. Los méxico-estadounidenses del centro y el sur de Texas han hablado spanglish en su versión tex-mex durante 180 años. Desde que Texas es Texas, casi desde que México es México.
Para los tejanos de ascendencia mexicana, el “otro lado” es México y este lado es un Estados Unidos que los americaniza y, a la vez, los rechaza.
En mi escuela había una jerarquía de popularidad que mantenía la herida abierta de la que habla Andalzúa. Los reyes y las reinas del homecoming y el football (como en los high schools de las
películas) eran principalmente anglo-estadounidenses. Los presidentes y jefes del cuadro de honor eran algunos anglos y los méxico-estadounidenses más americanizados y sin acento que sabían, o no, hablar español. La clase media académica, el conjunto más grande, estaba compuesta por méxico-estadounidenses acomodados, con familias y relaciones en los dos lados, que se burlaban por igual de los gringos y de los más pochos. En la base, al final, yacían los méxico-estadounidenses que combinaban los anglicismos —hablar pa‘tras— con el español arcaico del ¡Hálale! y se comían las letras de las tortías; los dueños de la washateria. Los texans, los de arriba, los anglos, eran pocos. A veces abiertamente, otras veces en secreto, el resto aspirábamos a ese sentimiento estadounidense profundo y melancólico de la música country, de la vida simple y digna con pick-ups de trabajo y botas Rambler.
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Cuando llegué a una escuela extranjera de la frontera, a los nueve años de edad, les dijeron a mis papás que me faltaba 40 por ciento de inglés y que llegaría al 100 en algunos meses. Pasé de sacar dieces en los exámenes mexicanos, a obtener 50/100 en mis quizzes porque no entendía nada. Un año después, mi mamá me regañaba por decir que de tarea tenía que hacer sentenciones en lugar de oraciones.
En su poema “Brazilian is not a race”, Wendy Treviño, escritora del sur de Texas, dice que la frontera es una ficción cruel. Pero la frontera es una realidad cruel. Y más bien es varias realidades. Nunca hay una sola frontera. Hay una línea, hay un puente, pero fronteras hay al menos dos y la herida es un lugar intermedio, casi invisible, que no se justifica ni en pueblo ni en raza. Para delinear una identidad hace falta el contraste nítido con el otro y el reconocimiento de esa diferencia de ambas partes. Pero el espacio fronterizo es como un vacío que se alimenta de lo que hay a los lados y se digiere en algo que nadie sabe definir; no contrasta lo suficiente y es más fácil ver las identidades generalizadas y oficiales.
En la radio, a una estación de distancia de Garth Brooks, estaba Caifanes. Tal vez no es coincidencia que el himno de la mexicanidad para mí y para mis amigas con más lazos en México fuera la canción “Afuera”: “Afuera tú no existes, sólo adentro”. Intuíamos la no existencia más allá de la zona fronteriza; pero en nuestra adolescencia también buscábamos una identidad al sur de los Tigres del Norte.
Veinticinco años después, desde un afuera que está en el centro de México, donde vivo hoy, pienso, sin traza alguna de pochez, que la identidad del Valle del Sur de Texas ya no es una herida abierta para mí. Es una cicatriz que sigue dando comezón. Y sí que existe.
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Notas al pie
1. Juramento de Lealtad.
2. A la República que representa.
3. Este documento es el equivalente a la visa B1/B2. Lo ofrecen consulados de Estados Unidos en los estados de la frontera norte para mexicanos que cruzan frecuentemente. Hasta mediados de los años noventa no tenía plazo de expiración.