Así se trate de escoger el color de la corbata, el libro para esta noche, la carrera profesional —suele creerse que para toda la vida—, el postre para la sobremesa o el candidato a presidente de la República, el drama del indeciso radica en darse cuenta de que toda elección supone descartar algo más. Lo que sea que prefiera, siempre habrá optado simultáneamente por la incertidumbre: ¿y si su elección resulta no ser la mejor? ¿Tendría que haberla meditado más tiempo y más profundamente, se dejó llevar por un impulso? ¿De qué se ha perdido? ¿Podrá corregir? Y, en tal caso, ¿no se verá orillado a elegir de nuevo?
Acaso podamos ayudarnos haciendo acopio del aplomo o la confianza que le faltan al indeciso; o bien, desentendernos y figurarnos que la Providencia, la fatalidad o alguien más resolverá por nosotros. No hay escapatoria: operamos a fuerza de elecciones, por insignificantes o capitales que nos parezcan— ¿y quién nos asegura dónde está la diferencia, si al elegir estamos increíblemente lejos de descubrir las consecuencias? m