La vida después del basurero
José Toral – Edición 504

Lejos de desaparecer, los deshechos que producen las ciudades se acumulan diariamente, provocando afectaciones ambientales que perduran con el paso de los años. Pero lo que ocurre en los basureros va mucho más allá: también son fuente de recursos para miles de personas y, en algunos casos, ejemplos de resistencia
La basura que generamos y luego arrojamos revuelta no desaparece cuando pasa el camión recolector: la mayor parte termina en basureros, montañas de desechos que contaminan por décadas el medioambiente y enferman a las poblaciones cercanas.
Pero los basureros no sólo provocan muerte: las gemelas Holguín pueden contar la historia de resistencia de Moravia, un barrio colombiano que se construyó sobre un basurero y que se ha convertido en símbolo de diversidad cultural y de acogida; José Casillas y Alejandro Mercado representan a los Pueblos de la Barranca del Río Santiago, comunidades rurales y originarias de Zapopan que luchan por la rehabilitación de basureros abandonados que contaminan sus tierras desde hace décadas; los pepenadores-arqueólogos de Tonalá viven de recuperar materiales para reciclar, al tiempo que han aprendido a rescatar piezas prehispánicas de entre los residuos arrojados en Matatlán, basurero instalado encima del sitio arqueológico de Coyula.
Así es la vida después del basurero.
El Chicharrón
“Murió por tomar lixiviados”, asegura José Casillas. Maestro y comunero de San Francisco Ixcatán, un pueblo originario ubicado al norte de Zapopan; muestra la fotografía de un burro tirado en un camino de tierra, con un orificio en el cuello del que emana un líquido oscuro y espeso parecido al petróleo. Son los temidos lixiviados, los jugos de la basura, residuos líquidos que escurren del revoltijo de desechos de todo tipo que se acumulan en cualquier basurero.
Un sombrero gastado cubre a Casillas del sol que encandila. Nos enseña la fotografía en el mismo sitio donde encontró al burro hace tres décadas: el basurero de Copalita. Esa misma imagen fue mostrada a medios de comunicación y autoridades cuando poblaciones de los alrededores del basurero se organizaron para exigir al Ayuntamiento de Zapopan una solución: el vertedero contaminaba sus sembradíos, sus cauces de agua, envenenaba a sus animales y enfermaba a la población. Consiguieron su cierre definitivo en el verano de 1995.
Hoy, el sitio luce irreconocible. Durante un recorrido organizado por el Centro de Estudios e Investigación de la Barranca entramos por un camino empedrado a la altura del kilómetro 15 de la carretera a Colotlán y llegamos a las faldas del ala sur de El Chicharrón, un gran cerro de origen volcánico con una imponente pared de riscos tallados por el agua, enmarcado por abundantes pinos y encinos. En el horizonte se miran densas zonas de bosque y, detrás de unas colinas, hacia el sureste, se intuye la ciudad de Guadalajara con sus cinco millones de habitantes.
Bajamos por un camino empedrado que rodea la colina donde alguna vez se arrojaron los desperdicios de Zapopan. Al momento de cerrar el basurero, la acumulación de desechos abarcaba unas 10 hectáreas y tenía una profundidad de 20 metros, según investigaciones de la época.1
Esa colina, ahora verde, es infranqueable en muchas zonas. Está repleta de matorrales y árboles espinosos, sobre todo mezquites y huizaches, que crecieron sobre los ahora invisibles montones de basura. Pero José Casillas, junto con otros habitantes organizados de las comunidades cercanas, asegura que las afectaciones del basurero están lejos de haber quedado atrás: al llegar a la parte más baja del terreno, un cuerpo de agua oscuro y ovalado, de 60 metros de largo, que abarca un área de casi 2 mil metros cuadrados, se muestra ante nuestros ojos.
Es una laguna de oxidación, una especie de alberca que se instala en la parte baja de los basureros para captar los lixiviados que escurren de la basura, con la idea de evitar que escapen del sitio y contaminen arroyos cercanos. También sirven para evitar que las sustancias tóxicas —como el cromo o microrganismos biológico-infecciosos— se infiltren en el subsuelo y lleguen a los mantos acuíferos. Pero la que vemos no impide nada de eso: por todo el borde y en el fondo de la laguna hay grietas en la gastada malla plástica, por lo que no se contienen los lixiviados, que aun después de 30 años siguen manando de las entrañas del basurero. El olor hace que pique la nariz.

“El lixiviado puede seguir generándose por décadas”, confirma Gerardo Bernache, especialista en gestión de residuos del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), y explica que un basurero debería ser monitoreado por años después del cierre para medir sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), como el metano, y especialmente para controlar y dar tratamiento a los lixiviados.
Las consecuencias del abandono de Copalita son aún más evidentes cuando nos asomamos al riachuelo que corre aguas abajo, de color café oscuro por los lixiviados que llegan a su cauce por la superficie o que brotan del suelo poroso formando charcos. Como ocurre con prácticamente todos los arroyos de Zapopan, el agua que corre por el riachuelo desembocará seis kilómetros al este del cerro El Chicharrón en el río Santiago, uno de los símbolos más icónicos de la devastación ambiental en Jalisco.
José Casillas recuerda que la contaminación del río, a la que contribuye el basurero de Copalita, motivó la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que en 2020 emitió unas medidas cautelares2 al gobierno mexicano que siguen vigentes en la exigencia de proteger la vida, la integridad y la salud de las poblaciones aledañas al río. Pero ni la presión internacional ha podido detener las fuentes de contaminación del agua.
La protesta contra el basurero de Copalita, al sur de El Chicharrón, fue de las primeras organizadas en conjunto por el colectivo 12 Pueblos de la Barranca del Río Santiago, comunidades rurales enclavadas en la parte baja de la cuenca, hacia donde corren los contaminantes. Del basurero, podría decirse, nació una resistencia que persiste: con el cierre de Copalita, la basura comenzó a llevarse a El Taray, al oeste de El Chicharrón, basurero donde las autoridades prometieron una planta de separación de residuos, compostaje y otras medidas ecológicas, que no perduraron. La comunidad consiguió el cierre de ese vertedero en 2001, pero ya estaban en funcionamiento dos enormes complejos en la misma zona: los conocidos como Picachos y Hasar’s, que siguen activos y reciben más de 5 mil toneladas diarias de basura de la capital jalisciense.
“Esta lucha ha costado mucho; ha habido amenazas, ha habido secuestros, ha habido de todo. Porque hay muchos intereses detrás del manejo de la basura”, se lamenta Casillas.
Al cierre del recorrido, en el lado norte del cerro El Chicharrón, se ubica Huaxtla, integrante de 12 Pueblos de la Barranca del Río Santiago. Después de visitar los basureros, el biólogo Alejandro Mercado nos lleva a conocer la cooperativa fundada por una treintena de familias hace más de 25 años para operar un balneario. Sonriente, con ojos encendidos, una larga barba blanca, sombrero y la piel quemada por el sol, Alejandro rodea albercas de aguas termales y cristalinas que corren bajo la sombra de mangos e higueras. Al fondo, la barranca del río Santiago. Conservar ese paraíso es la razón que les mueve a mantener la resistencia frente a la contaminación de una ciudad cuya basura sienten cada vez más cerca.
Cuando la clausura de un basurero se realiza correctamente, el territorio se puede recuperar y transformar en espacios de educación ambiental. “Suelen ser parques, áreas donde la gente puede convivir con el entorno restaurado”, explica Enrique Cueva, académico del Departamento del Hábitat y Desarrollo Urbano (DHDU) del ITESO.
El Morro
Ángela Holguín se pone en cuclillas para acariciar al más pequeño de seis puerquitos. Los animalitos curiosean libres en la entrada de una vivienda azul celeste, con el color muy desgastado. La casa parece haber sido construida en etapas, con unas partes de cemento, otras de metal; con muros de madera delgada y otros materiales. Al ver el interés que despiertan, el dueño cruza la estrecha y muy transitada callejuela e informa: los lechones están a la venta, 300 mil pesos colombianos cada uno, más o menos mil 500 pesos mexicanos. Agradecemos la oferta y continuamos nuestro recorrido por Moravia, barrio que fuera considerado como uno de los más peligrosos de la ciudad de Medellín en los años noventa del siglo pasado, pero también una de las zonas más vibrantes y diversas.
Cruzamos más callejuelas zigzagueantes en la falda de un cerro que no es natural y que está cubierto de casas desiguales. Estamos en El Morro, una montaña de residuos que se formó con los desechos de la segunda ciudad más grande de Colombia.

“De niña venía a buscar comida y juguetes entre la basura”, recuerda Ángela, quien viste una camisa corta de flores amarillas, jeans y tenis verdes, muy útiles para una larga caminata. Para explicar la historia del lugar donde nació, de este barrio lleno de paradojas y contradicciones, la líder comunitaria combina sus recuerdos personales con la información que ha recabado durante una vida en Moravia.
La canalización del río Medellín a mediados del siglo XX y la introducción de una línea de ferrocarril paralela facilitaron el acceso a esta zona, ubicada a dos kilómetros del centro histórico. El barrio comenzó a poblarse más densamente alrededor de los años sesenta, principalmente por personas obligadas al desplazamiento interno que, provenientes del campo, huían de la pobreza y de la violencia del conflicto armado que vivía el país sudamericano. Muchas familias encontraban en Moravia un lugar conectado con el trabajo, con tierras para cultivar y la oportunidad de asentarse y rehacer su vida.
Pero en 1976, la Alcaldía de Medellín hizo oficial un proceso que tenía años ocurriendo: ahí se depositarían la basura y el escombro para rellenar los socavones junto al río, producto de la extracción de material de construcción. Aunque la medida era de carácter provisional, el basurero creció hasta 1984, cuando se determinó el cierre por la presión de los habitantes, ante las condiciones insalubres. Durante esos años, Moravia recibió alrededor de un millón y medio de toneladas de basura, con las que se formó El Morro, la montaña que alcanzó los 30 metros de altura a lo largo de 10 hectáreas.

Pese a los problemas de salubridad, un amplio grupo de la población de Moravia había encontrado su sustento en el reciclaje y el aprovechamiento de la basura. Ángela, por ejemplo, no habría podido continuar sus estudios hasta egresar de la carrera de Comunicación y Relaciones Corporativas de no haber sido por el trabajo que hacía su familia en el basurero.
Muchas de las personas que continuaron llegando a Moravia se asentaron no sólo en los alrededores, sino sobre El Morro. En 1986, tres años después del cierre del basurero, el gobierno local desalojó a 250 familias y las reubicó en el barrio periférico de Vallejuelos. El proyecto quedó interrumpido y hubo un abandono institucional de Moravia por casi dos décadas, mientras aumentaban la llegada de más habitantes y la demanda de atención de las necesidades básicas.
Para 2004, Moravia llegó a ser el barrio más densamente poblado de Medellín: 42 mil habitantes en 42 hectáreas, de acuerdo con un recuento histórico del arquitecto Gilberto Arango.3 Entonces se estimaba que alrededor de 15 mil personas habitaban en 3 mil 500 viviendas construidas sobre la montaña de basura. El gobierno local inició un ambicioso proyecto en el que se involucró a la comunidad para transformar el basurero por medio de una rehabilitación ambiental y la reubicación de las personas que vivían en zonas de riesgo como El Morro, estrategias acompañadas con inversión social y cultural. El resultado fue espectacular.
Para atender la contaminación presente en el antiguo basurero, se utilizaron plantas, hongos y microorganismos con capacidad de filtrar y absorber componentes tóxicos de los suelos y de los lixiviados que, como ocurre en el basurero de Copalita en Zapopan, brotan de la montaña de residuos aun con el paso de los años.
Tras la reubicación de familias asentadas en la cima de El Morro, se impulsó el proyecto Moravia florece para la vida, en el que se invirtieron aproximadamente 900 mil dólares.4 Lo que era un basurero y después un asentamiento de viviendas en situaciones precarias, se transformó en un jardín de 30 mil metros cuadrados para la producción de flores. Las imágenes de la intervención, con valor paisajístico, cultural y social, dieron la vuelta al mundo y el proyecto fue parte de premios internacionales, como el Lee Kuan Yew World City Prize.

Pero el color verde de la punta de El Morro de Moravia se perdió con el paso de los años: de nuevo fue ocupado por viviendas, ante el abandono gubernamental y la falta de soluciones para las familias desplazadas que son acogidas en el barrio. “Es muy triste haber perdido ese icono ambiental”, reconoce Cielo Holguín, gemela de Ángela y también líder comunitaria de Moravia. Para esta terapeuta y maestra en Procesos Urbanos y Ambientales, las dinámicas sociales, comunitarias y de resiliencia ambiental que ocurren en Moravia no se han visto interrumpidas por la reocupación de El Morro. “Moravia acoge al migrante. La población de El Morro que fue reubicada volvió al origen y está otra vez lleno”. Para Cielo, esta diversidad y el dinamismo de la población que llega a vivir al barrio son de los valores más importantes que aporta Moravia a Medellín.
El trabajo comunitario que las gemelas Holguín promueven con la gente desde la fundación Oasis Urbano es indispensable para la identidad del barrio. Intervenciones urbanas, como la transformación de unas escaleras públicas o la creación de huertos y espacios de convivencia en una plazoleta, son ejemplos de apropiaciones del espacio público. Pero también el trabajo de memoria histórica sobre el barrio, los talleres de cocina intercultural y las clases de idiomas, defensa personal, lectura, expresión y acompañamiento terapéutico para niñas y niños.
Y también la integración con otros colectivos de la comunidad con quienes buscan estrategias frente a una nueva amenaza para el barrio: un plan de renovación urbana (“renovación humana”, dice irónicamente Cielo) aprobado mediante un decreto de 2018, al que han hecho frente de forma comunitaria. Un plan que, con el pretexto de renovar y redensificar Moravia, busca la demolición de cientos de viviendas y el desplazamiento en masa de las y los habitantes originarios. A partir de la memoria de sus raíces, de reconocer derrotas y resistencias, de abrazar la diversidad y el trabajo en común, la gente de Moravia está lista para defender su vida alrededor de El Morro.
Coyula
El chofer del camión recolector coloca la caja de la carga en posición vertical y decenas de personas corren equipadas con bolsas y palos a buscar alguna lata, algún bote de plástico, ropa o cualquier utensilio que puedan intercambiar después por algunas monedas. Corren y se empujan para colocarse lo más cerca posible del punto donde caerán los desechos. Niñas, personas mayores, hombres y mujeres de todas las edades, con apenas alguna prenda para cubrirse el cuerpo del sol y protegerse las manos de cortaduras. Arriba, sobrevuelan zopilotes. Es un mediodía de diciembre en 2021. Capu, el conductor del camión, aceptó llevarme a conocer el interior del basurero de Matatlán, en Tonalá, Jalisco. Tira los residuos y termina el recorrido.
Nos dirigimos a la salida, pero antes pasamos por una aldea con un centenar de chozas construidas con tablas, bolsas de plástico y techos de lámina. Comprendo que son los hogares de los pepenadores, como se les conoce coloquialmente, aunque hay agrupaciones donde se identifican a sí mismos como recicladores. Son las personas que arriba de la montaña de basura luchan por conseguir los residuos de mayor valor para el reciclaje: latas y materiales de metal, botellas de PET, cartón y botellas de vidrio. Pero también juguetes, ropa, artículos electrónicos, incluso comida en buen estado.
“El problema es que toda la basura está mezclada, es muy difícil intentar recuperar algo de ahí”, explica Enrique Cueva. Esto es consecuencia, dice, de la falta de una separación correcta desde casa y el ineficiente sistema de recolección. El académico del ITESO hace hincapié en un dato mundial: sólo 7.2 por ciento de los residuos se reintegra al sistema económico,5 en lo que es conocido como un esquema de economía circular en el que las materias primas que llegan a la basura se recuperan y regresan a la cadena productiva para ser reutilizadas, en lugar de ser depositadas en un basurero. En Guadalajara, la cifra de materiales reciclados no llega ni a 5 por ciento.6
En mayo de 2023, el basurero de Matatlán arderá en llamas: con una operación sin las medidas de seguridad adecuadas y sin los permisos correspondientes de las autoridades ambientales, el basurero será clausurado. Pero antes el fuego arrasará con todas las viviendas. Alrededor de 600 personas perderán el empleo y la precaria vivienda que construyeron con sus manos en las faldas de ese basurero irregular. Pero todas y todos sobrevivirán al incendio. La vida sigue.

Uno de los pepenadores, Juan Ángel Peña Enríquez, con más de 60 años de edad, continuará con su tarea de recuperar los residuos que la población de la ciudad de Guadalajara ni siquiera separa. Pero también seguirá con su otra vocación. “A su modo, Dios nos ha hecho arqueólogos”, explica en una carta pública que dirigió al presidente municipal de Tonalá, Sergio Chávez, el 21 de noviembre de 2024. En su misiva explica el “caso criminal” del basurero de Matatlán, donde trabajó por años, que no solamente se asentó en el frágil ecosistema de la barranca del río Santiago, sino que denuncia que con “irresponsabilidad” se instaló sobre una zona arqueológica. Se trata del sitio de Coyula, que ha sido estudiado por especialistas del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), como Gonzalo López Cervantes.7 “No se puede celebrar la historia de Tonalá cuando sus tesoros arqueológicos han sido casi destruidos por la basura”, sentencia Juan Ángel.
Denuncia el “gravísimo” problema ambiental, de salud y la destrucción histórica que ha significado el basurero, operado por la empresa CAABSA Eagle, concesionaria de la basura en el municipio de Tonalá. “La concesionaria debería haber sido responsable del cierre y el abandono”, señala Gerardo Bernache, quien formó parte de una comisión de especialistas convocada en 2008 por las autoridades municipales para definir un plan de rehabilitación que requería una costosa inversión. Pasados unos meses, a los especialistas los “despacharon” y la concesionaria se olvidó del asunto.
Por eso, Juan Ángel propone la creación y la aplicación de un plan de abandono del vertedero, un rescate integral de la zona arqueológica de Coyula y vincular dicho rescate con la promoción de la cerámica de Tonalá como patrimonio cultural inmaterial ante la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés).
No sólo propone: se pone en acción. Explica que durante los años de trabajo en el basurero pudo encontrar, con sus propias manos, cientos de piezas prehispánicas, “verdaderos tesoros para entender el pasado milenario de Tonalá”, mismas que junto con sus compañeros pepenadores pone a disposición del proyecto de rescate de la zona arqueológica.
Porque la vida, antes y después del basurero, tiene mucha historia. Y no se detiene.

Notas al pie
1. Gerardo Bernache (2000), “Basura y degradación ambiental en Zapopan”, en Estudios Jaliscienses, 41: 42-58, El Colegio de Jalisco.
2. “Medida Cautelar No. 708-19. Pobladores de las zonas aledañas al río Santiago respecto de México”, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2020.
3. G. Arango, “Moravia, una historia de mejoramiento urbano”, 2007.
4. “Línea del tiempo. Moravia en movimiento”, Archivo Vivo de Moravia, 2023.
5. “The Circularity GAP Report 2024”, Circle Economy, 2024.
6. “Jalisco Reduce, Programa Estatal de Gestión Integral de Residuos”, Secretaría de Medio Ambiente y Desarrollo Territorial, 2022.
7. G. López (1998). “El montículo de Coyula: un rescate arqueológico”, en Estudios Jaliscienses, 32, 7-18. El Colegio de Jalisco.