La vanidad de los aeropuertos
Laura Sofía Rivero – Edición 496
Mintió quien dijo que los aeropuertos son no lugares: su amplitud —a diferencia de las terminales de autobuses, por ejemplo— los convierte en ciudades dentro de la ciudad
Me basta un minuto en la sala de espera para caer en cuenta de que he olvidado lo más importante: lucir como una estrella de cine. Preocupada por empacar ropa suficiente, por no exceder el límite de mililitros permitidos en el equipaje de mano, por imprimir mi boleto y traer una identificación, descuidé la verdadera prioridad: un atuendo digno para presumir camino a la puerta de abordaje. A mi alrededor avanza una multitud de extraños que se contonean por los pasillos interminables de butacas y vuelos demorados como si participaran en una pasarela.
Mintió quien dijo que los aeropuertos son no lugares: su amplitud —a diferencia de las terminales de autobuses, por ejemplo— los convierte en ciudades dentro de la ciudad donde las personas compiten por ser las más importantes. Aquí, entre aeromozas, altavoces y turbinas, todos se afanan en hacer evidente su condición de viajero. Hay muchachas que deambulan como si las siguiese una música de fondo habitual en las chick flicks: no caminan, desfilan. Portan lentes de sol aunque estén bajo un techo y sea de noche, mueven sus maletas de cuatro ruedas apenas con la punta de un dedo mientras sorben con estruendo los rescoldos de una bebida hiperglucémica. Visten pants a la moda y nada es digno de su confort. Veneran las almohadillas de cuello, las usan incluso en vuelos de 40 minutos y también mientras están paradas en la fila. Jamás podrían ser Marco Polo. Tampoco serían capaces de surcar el océano en busca de lo desconocido. No las sorprenden los milagros. Nunca se asombrarían de esos magníficos y terribles pájaros falsos que nos trasladan de un lado a otro. Ellas ya flotan.
Hay, asimismo, otras formas de glamour aeroportuario: están los viajeros ocupados que aman caminar con paso firme mientras atienden una llamada con un audífono minúsculo, esos mismos sedientos de señal de internet, parásitos de las conexiones eléctricas en donde se reúnen por camadas. Pulsan frenéticamente sus teclados, no pueden desenchufarse de sus pendientes. Los hay, por el contrario, falsamente gitanos: usan playeras tie-dye, mochilas tejidas, y prefieren esperar sentados en el piso. Imaginan que van en bicicleta, aunque se trasladen como el común de la gente. Viajeros ferales que no se bañan, calzan botas, mochilas gigantescas atadas a la espalda, cantimploras y otros objetos de campamento. A mí, más bien, me seduce la falta de glamour; me atraen la practicidad y la simpleza, sus antagonistas. Y cómo no, si soy de esas personas que meten golosinas de contrabando al cine o que compran tres veces un mismo vestido que les ha gustado mucho. Viajar lo más ligero posible, apenas una mochila que cabe bajo el asiento, nunca comprar una botella de agua que vale cinco veces su precio. Lucir como alguien que podría o tomar un vuelo o ir simplemente a la escuela. Esa otra forma de la vanidad que es la modestia.
2 comentarios
Hermoso texto, me llevó a más de un aeropuerto ciudad 💙
Excelente descripción de la falsa sociedad “adinerada” qué pareciera son las estrellas de cine o TV y que esperan qué alguien les pida un autógrafo.