La última plaga

La última plaga

– Edición 486

¿Qué pasaría si los extraterrestres vinieran a la Tierra para llevarse nuestra basura? Peor aún: ¿qué pasaría si un día, de buenas a primeras, dejaran de hacerlo?

Para Alan, Máximo y Cip, que viajarían al espacio si pudieran (aunque esta historia no se trate de eso).

En un puñado de polvo te mostraré el espanto.

T. S. Eliot, “Tierra yerma”

He decidido morir de hambre. Al menos quiero intentarlo, no sé si lo logre. Quién sabe cuánto tiempo más podremos resistir. Y, sobre todo, para qué. Eso pienso a menudo: qué sentido tiene sobrevivir en medio de esta nada. Supongo que lo hago por mis principios, que a fin de cuentas son los que siempre me han sostenido. Es irónico que haya sido el veganismo, del que tanto se burlaban mis padres, lo que me mantiene viva. Los recuerdo y todavía me duele. Mi tristeza no es pura, porque se mezcla con rabia: si tan sólo me hubieran escuchado… aunque a estas alturas hubiera dado lo mismo. Quién sabe si en realidad ellos fueron más listos: la muerte evitó que fueran testigos de la decadencia.

Recién había cumplido diecinueve años cuando vi a los extraterrestres por primera vez. Caminaba por un callejón perpendicular a la avenida principal, después de mi reunión en el comité de peta. Me fijé en ellos porque creí que se trataba de unos vagabundos, debía estar alerta por si acaso trataran de asaltarme. Revisaban los contenedores, rebosantes de basura; separaban, comprimían, estibaban. La imagen de seres con ojos gigantescos y múltiples tentáculos que tuve en mi cabeza durante años no podía ser más falsa: eran iguales a nosotros. Bueno, iguales no: ellos fueron más listos. Nunca hubiera sospechado que venían de otro planeta de no ser por la nave que los recogió, ésa sí confirmando cada cliché cinematográfico: un platillo volador ovoide y acerado, con una puerta en su parte inferior que se deslizaba para que los objetos subieran hasta ella elevados por una luz verde neón. ¿Quién me iba a creer que los extraterrestres venían a la Tierra a robar basura? “¿Qué tontería es ésa, muchacha? Te hace falta comer más proteína”, dijeron en mi casa, entre risas. “Estás enloqueciendo”. Claro, porque por fuerza se debe estar loca para ser vegana. Eso decían mis padres y dónde están ahora.

No sé cuánto tiempo llevaban reciclando cuando los descubrí. Quizás apenas estaban haciendo pruebas para averiguar qué tan inadvertidos podían pasar. Semanas después escuché en las noticias que había conflictos entre las empresas encargadas de los desechos: asuntos de la mafia, aventuraron los conductores del noticiario y no se dijo más sobre un asunto tan cotidiano. Pero a finales de ese año los alienígenas tomaron confianza y por fin anunciaron su llegada. Explicaron a las autoridades de la Tierra que en su planeta los recursos naturales de los que podían disponer eran muy limitados, así que habían compensado el déficit con un desarrollo tecnológico que les ayudaba a convertir los desechos en energía. Iban de planeta en planeta recogiendo basura para subsistir. Eso era todo, no había segundas intenciones ni afán de dominación. Como una muestra de buena voluntad, compartieron los planos para que replicásemos sus prodigiosos mecanismos a cambio de que se les permitiera seguir reciclando.

La reticencia inicial por parte del gobierno fue cediendo ante su probado pacifismo, pero en especial por lo ventajoso del trueque: basura a cambio de tecnología de punta, qué fabuloso, qué maravilla, una verdadera bendición. Cuando tuvieron paso libre, los alienígenas se dejaron ver aquí y allá, a cualquier hora del día: en resumideros, rellenos sanitarios, plantas recicladoras; donde hubiera desechos, ahí estaban. Por su apariencia, era fácil confundirles con un humano cualquiera. La única manera de saber si se trataba de uno de ellos era esperar a que su nave lo recogiera. Ni siquiera su ropa los diferenciaba: reusaban la nuestra después de lavarla, por supuesto. Eran limpios, muy limpios, y poco a poco fueron dejando un rastro de pulcritud tras de sí, un vacío reluciente.

Sus modales eran pulcros también: prodigaban un trato gentil y respetuoso, casi amoroso, a todo el mundo. Así nacieron sectas de adoradores que los llamaban ángeles y construyeron templos, escribieron cantos, oraciones de agradecimiento, fabricaron imágenes, pintaron lienzos en los que se apreciaba a un hombre y a un alienígena limpiando el mundo en armonía. Me parecía vergonzoso que hubieran tenido que venir seres de otro planeta para que a la gente le pareciera buena idea cuidar la Tierra. También me parecían muy estúpidas esas personas que les rogaban que se las llevaran a su planeta. Después de todo, no tenían idea de cómo era el lugar del que venían y la Tierra estaba quedando tan hermosa…

Hasta el día en que no regresaron. Eran tan amables que dieron un aviso anticipado de que su labor había concluido. El gobierno los despidió con una gran fiesta, cuyos desechos fueron reutilizados, por supuesto. Por un tiempo me sentí plena y orgullosa de vivir en una época en la que por fin la humanidad había aprendido a no contaminar. La felicidad duró muy poco: el consumo mundial había crecido impulsado por la absurda premisa de que quien consumía más recursos generaba más desechos y, por tanto, más energía. Para cuando los altos mandos reconocieron que más que triángulo del reciclaje esta dinámica tenía forma de uróboro, ya era tarde. Lo que restaba era ínfimo: el agua potable era poca, las tierras cada día estaban más yermas, en cada temporada se cosechaba menos. Primero comimos lo fresco, lo inmediato, lo almacenado, luego lo escondido, más tarde a las mascotas. Los veganos comimos hasta el pasto. Luego ya no hubo nada, ni siquiera basura. Había comenzado una verdadera hambruna, la última.

Una mañana salí de casa para buscar algo que llevarnos a la boca. Al regresar me encontré a la puerta de una pesadilla: mamá y papá estaban siendo devorados por una jauría de salvajes. Escapé. No pude ni enterrarlos. Sólo me quedó llorar, llorar de miedo, de desesperación. Y de hambre. Comencé a vagar hasta que di con otros como yo. Malvivimos escondidos, rumiando pedazos de corteza, raíces, plantas para conservar la cordura. Es inútil: no hay dignidad humana que resista cuando se tiene hambre. Ahora avanzamos de ciudad en ciudad royendo lo que queda. A veces pienso que somos una nueva variedad de langostas.  

La Tierra, antes un basurero gigantesco, ahora no es más que un baldío interminable. Por las noches alcanzo a oír un zumbido sordo que merodea mi edificio. Me gustaría creer que se trata de insectos, pero sé que si escucho con cuidado distinguiré las voces poniéndose de acuerdo para atacar, objetos que se rompen para volverse armas, estómagos que rugen. Casi puedo sentir el olor de la sangre. También siento su hambre. Y me pregunto si lograré morir antes de que me devoren, como a mis padres. .

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