La risa y las agallas
Guillermo Espinosa Estrada – Edición 439
Aunque en la actualidad goza de un sospechoso prestigio, la risa ha sido, desde siempre, motivo de censura. Heráclito, Isócrates y, por supuesto, Platón, cimentaron la milenaria tradición de desdeñar la risa por considerarla indigna del hombre libre y racional.
Aunque en la actualidad goza de un sospechoso prestigio, la risa ha sido, desde siempre, motivo de censura. Heráclito —“No hagas reír al punto de dar motivo de risa”—, Isócrates —“La risa frecuente y escandalosa es signo de tontería y locura”— y, por supuesto, Platón —“Un hombre que se ríe exageradamente es víctima de reacciones violentas”—, cimentaron la milenaria tradición de desdeñar la risa por considerarla indigna del hombre libre y racional. Esta postura se mantuvo inalterada, en buena medida, en los trabajos de los padres de la Iglesia —Jesucristo nunca reía—, y aun el escéptico hombre moderno la entendió así. Algo en la solemnidad de nuestros abuelos recuerda esta postura, tal vez porque uno de los últimos en condenar la risa fue Manuel de Carreño —“Es intolerable la costumbre que llegan a contraer algunos de hablar siempre en términos chistosos y de burla”—, cuyo Manual todavía forma a nuestras clases medias. Hasta entonces, la risa loca, desternillante y escandalosa fue privilegio de la contracultura: los cínicos burlándose de Platón, los goliardos haciendo lo mismo con el dogma católico, los bohemios que se empecinaron en parodiar al burgués. Pero este paradigma dio un giro de 180 grados a principios del siglo xx con el surgimiento de las vanguardias. Entonces la risa se volvió la norma y la seriedad pasó a ser marginal, y aún vivimos en ese mundo. Nos reímos más que nunca en la historia, nos ufanamos de ello, pero el gesto que en una época fue agresivo e incómodo, ahora es frívolo y ligero. Hay que devolverle a la risa su capacidad de asombro. No sé de qué manera, pero leer a aquellos que todavía reían con agallas podría ser un buen comienzo.
Aristófanes, Lisístrata (411 a. C.)
Esta obra parte de una premisa delirante: sólo una huelga sexual promovida por las mujeres de Atenas y Esparta podrá detener la Guerra del Peloponeso. Lisístrata es quien ha llegado a esa conclusión, por eso convoca a sus congéneres en el ágora de la ciudad y, después de una ardua labor de convencimiento, las encierra a todas en la ciudadela. Desde ahí defenderán su vagina del ataque de los hombres —ataviados todos con un gran falo enhiesto—. El final, por supuesto, es feliz: la guerra termina y todos en la Hélade pueden volver a honrar las necesidades reproductivas del dios Príapo.
Apuleyo, El asno de oro (siglo II d. C.)
Lucio, un hombre que busca ser iniciado en los misterios de la magia negra, viaja a Tesalia para entrar en contacto con brujas auténticas. Desgraciadamente, en su primer acto de nigromancia comete un error y es transformado en asno. Es fácil deshacer el hechizo, le dice su maestra, sólo tiene que comer una rosa roja. El problema es que comienza el invierno y el protagonista no encontrará una sola flor durante meses, tiempo en el cual irá de aventura en aventura, conviviendo con truhanes, asesinos y asaltantes. En las primeras páginas, incluso, se describe una ceremonia al dios de la Risa.
François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel (1532-1564)
Una historia de excesos y escatología: gigantes, vómitos, orines, comida y mucha bebida. La mitad festiva del universo medieval es tan grande, rica y compleja como su contraparte mística. Gargantúa y su hijo Pantagruel, dos gigantes que se embarcan en la búsqueda del “Oráculo de la divina botella” para resolver un dilema: ¿el hombre debe o no contraer matrimonio? En el camino hay chistes, vulgaridades, insultos, un viaje al interior del sistema digestivo y una utopía llamada la Abadía de Thelema; una congregación que se rige según un único principio: “Haz lo que quieras”.
Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605-1615)
Todos conocemos la historia de Don Quijote: el hidalgo venido a menos que un día, trastornado por sus lecturas novelescas, toma la armadura de sus ancestros y se echa a andar por los caminos creyéndose caballero andante. El personaje de Cervantes, además de al tiempo, ha sobrevivido al embate de profesores de literatura, pésimos ilustradores, un musical y todo lo que califique el adjetivo “quijotesco”. El Quijote es, en esencia, un libro cómico: una parodia literaria, una sátira de costumbres y una burla de todo aquello que algún día fue ideal y ahora es despreciable: la belleza, el honor, el deber, el heroísmo… Es el chiste más triste de la historia de la literatura.
Laurence Sterne, Vida y opiniones de Tristram Shandy, caballero (1759-1768)
Ésta es una autobiografía ficticia. Tristram Shandy comienza a narrar su propia vida en el momento justo en que el espermatozoide de su padre fecunda el óvulo de su madre. A pesar de la puntualidad con la que parece relatar los acontecimientos, el protagonista no nace sino cientos de páginas después y el libro termina cuando tiene unos seis o siete años de edad. Y es que lo importante no es su historia tanto como sus opiniones: nueve volúmenes atiborrados de digresiones, cantinfleos, dibujos, disertaciones sobre los nombres, sobre las narices. Tiene dos personajes entrañablemente cómicos: Walter y Toby Shandy.