La Pelona con peluca
Luigi Amara – Edición 436
En los grabados de Manilla y Posada, así como en las celebraciones populares del Día de Muertos, la calaca es el compadrito con quien se va de juerga o la beldad que se carcajea con su bien ganada cinturita de avispa.
Perchero de los rasgos que sin embargo nos sobrevive, rostro secreto que aflora tras la muerte y apenas entrevemos en las radiografías, la calavera no ha sido siempre un símbolo funesto ni un heraldo sombrío. A diferencia de las danzas macabras europeas de los siglos xiv y xv, en que los esqueletos se paseaban entre los vivos para advertir sobre la caducidad de todo lo terrestre y censurar cualquier asomo de vanidad, en el México antiguo era más bien una forma de celebrar la vida, una insignia de la indestructibilidad de lo viviente. Según Paul Westheim, el que la calavera sea una de las formas ornamentales más extendidas en Mesoamérica indica que no tenía nada de horripilante o trágico; antes que un memento mori reproducido hasta en los artículos de uso cotidiano, antes que un descarnado exhorto a la reflexión moral y la penitencia, era un elemento indiscutido del paisaje: una presencia familiar, capaz de integrar el fin, la cesación de la existencia, como una fase de un ciclo más poderoso.
En los grabados de Manilla y Posada, así como en las celebraciones populares del Día de Muertos, la calaca es el compadrito con quien se va de juerga o la beldad que se carcajea con su bien ganada cinturita de avispa. Figura del mestizaje, una vez envuelta en los tonos lúgubres y admonitorios del cristianismo, es todavía la ocasión para aceptar a la muerte en medio de la vida. Ataviada como cualquier vecino, sedienta de fiesta y de mezcal, antes que un espantajo que sorprende a hurtadillas, La Calaca es un convidado más, un viejo conocido que se desenvuelve con la naturalidad que permite tomarse la muerte en broma. No en vano es uno de los principales nutrientes de la vida y se le puede hincar el diente en una calaverita de azúcar.
El rostro demasiado humano de La Pelona, que lo mismo se viste de torero o se las da de gran dama, ha hecho que luzca largas cabelleras y hasta bigotes revolucionarios. Lejos de los cráneos brillosos de la estatuaria precolombina, tallados en obsidiana o en cristal de roca, la calavera contemporánea usa peluca a fin de no causar sobresaltos y pasearse muy oronda a la luz del día. Al igual que el esqueleto, que de alguna manera burla a la muerte, la cabellera goza de una adoración post mortem gracias a su invariabilidad. Es el cuerpo muerto por excelencia que, sin mayor escándalo, se convierte en objeto de culto, en fetiche de la personalidad entendida como artificio, en excedente para la seducción.
La peluca simboliza para la calaca lo que la calavera para los hombres. Si, a falta de cuero cabelludo, La Pelona recurre a ella —a un estrafalario atado de pelos muertos—, es porque, sedosa y reluciente como si la muerte no le incumbiera, la cabellera mendaz representa el triunfo sobre la finitud, una excepción inquietante y de lo más atractiva a un destino de ruina y descomposición que, por si fuera poco, le permite desplegar a la propia Muerte sus impulsos vitales, la coquetería en primer lugar. m
Para leer
:: La calavera, de Paul Westheim (Fondo de Cultura Económica, 2003).
:: Death and the Idea of Mexico, de Claudio Lomnitz (Zone Books, 2005).