La memoria donde ardía
Socorro Venegas – Edición 482
El muchacho me miró. Detrás del humo negro me dirigió una sonrisa difícil. Buscó el dinero de los conductores con una mano extendida y la antorcha en la otra. Cuando el semáforo dio luz verde corrió hacia la acera
Estaremos hechos más de lo que olvidamos que de aquello que recordamos? Me llevé los dedos a los labios. Reverberaba el fuego del tiempo transcurrido. El sabor de la gasolina me hizo presionar suavemente el pedal del freno. Orillé el auto y lo apagué. Miré por el retrovisor, alcancé a distinguir la feroz bocanada del muchacho, unas cuadras atrás.
Caminé de vuelta hacia el lugar en que el tragafuego hacía su espectáculo. Detenía el tiempo. O quizás el tiempo detenía el aire, el humo, la llama.
Parecía un asunto muy calculado, y la vida le iba en eso: el buche de gasolina, acercar la boca unos milímetros a la antorcha y rugir. El incendio instantáneo.
Parecía calculado pero daba miedo. Lo miraba de lejos y sentía en mi rostro el calor de su lumbre.
Era todavía un adolescente. Momentos atrás, cuando lo vi delante del parabrisas apenas me fijé en su rostro.
En su silueta raquítica. Con la prisa del que quiere seguir su camino sin la demora de la miseria alzándose frente a uno, le di unas monedas y fue entonces cuando nuestras manos se rozaron.
Ahora lo miraba francamente. Era casi hermoso, de rostro afilado y ojos rasgados. De una manera perturbadora resultaba atractiva su boca enrojecida, los labios hinchados.
¿Qué se me había perdido en esa esquina?
Una tarde mi padre se quedó sin combustible y tuvo que improvisar un garrafón. Le pidió ayuda a un taxista, y ahí estaban chupando la gasolina del tanque del taxi hasta que, por una ley de la física, supongo, el líquido subió solo por la manguera, del tanque al garrafón.
Papá desechó esa manguera echándola a la cajuela, pero yo la robé y me gustaba imitarlo, jugaba con mis hermanos y sus carros y no era, para nada, una niña de muñecas. Todos lo supieron el día que las quemé rociando un poco del carburante que extraje del tanque del coche.
Otra tarde en una isla en la que Alan y yo hicimos autostop para ir de un extremo a otro, de algún lugar de la Córcega salvaje al puerto de Bastia. Los autos viajaban a exceso de velocidad por la escasez de combustible, y aquel cochecito rojo en el que íbamos con una conductora rumana se salió del camino; ella no hablaba una palabra de inglés y sólo maldecía en su lengua; el olor de la gasolina escapando nos hizo correr a los tres, de nuevo al camino, a pedir aventón con algunos golpes en el cuerpo y la vida generosa y aliada nuestra. Cómo saber que el tiempo se le acababa a Alan, que unos meses después su cuerpo sería abatido por un aneurisma y yo por la viudez a los veintisiete años.
Y mucho antes de Córcega: otra isla, los rincones de Matanzas que recorrí con aquel amante de cabellos largos. Canjeamos la gasolina que él atesoraba para su viejo Studebaker por una botella de ron y bebimos hasta la última gota frente al mar de Varadero. Ebrios, tristes, le dijimos adiós a una historia que no decía nada de nosotros porque nunca tuvimos fe en ese amor.
Un domingo en que me tocó la guardia en el periódico donde trabajaba me pidieron que fuera a cubrir la noticia del levantamiento de un pueblo; habían secuestrado a unos policías y la gente amenazaba con rociarles combustible y quemarlos vivos si el gobierno no extendía ciertas garantías. Cuando llegué allá, el olor ominoso de la carne quemada se alzaba desde la plaza central del pueblo. Sólo un policía sobrevivió al abrazarse a su verdugo con todo el terror y amor por la vida del que era capaz.
Se dice a veces que uno se deshace en disculpas o en lágrimas. Yo me deshacía en memorias. El Señor del Tiempo me había dado otras vidas para gastar y yo, cómo negarme, las había vivido.
Era una especie de asalto ahí en la intemperie, frente al muchacho desconocido: me eran arrancados esos recuerdos. Como cuando nos quitamos una vieja joya que ha estado tanto tiempo en el mismo sitio que ya no sabemos que ahí está, y de pronto en su lugar queda un pedazo de piel más blanca, y el vacío, la ausencia, se hacen evidentes. Miré hacia el cielo con los ojos entrecerrados. Bajo la luz de nuestra enorme esfera incandescente, sonreí.
De modo que así es como regresan los recuerdos, para decirnos quiénes somos.
Un encuentro fortuito con un objeto extraviado, yo misma, era lo que me sucedía. Pero no era sólo eso. También tragaba fuego.
El muchacho me miró. Detrás del humo negro me dirigió una sonrisa difícil. Buscó el dinero de los conductores con una mano extendida y la antorcha en la otra. Cuando el semáforo dio luz verde corrió hacia la acera. Una andanada de autos pasó entre nosotros. Hizo un buche de gasolina, se inclinó hacia mí con una graciosa reverencia y rugió con un vigor renovado. La lengua de lumbre se alzó sobre los autos, gozosa, atravesaba el aire limpio, ávida, traspasando mis recuerdos, me encontraba después de tanto, tanto tiempo.