La importancia de largarse de las fiestas
Laura Sofía Rivero – Edición 498
Se necesita audacia para escucharse a uno mismo. Coraje para arrancarse la obligación de tener que pasarla bien cueste lo que cueste, arrojo suficiente para irse
Pensé que se necesitaba carácter para quedarse hasta el final —aguantar con estoicismo, pedir una ronda tras otra, mantener una conversación a gritos por encima del fragor de las bocinas a costa de rasparse la garganta, vencer el sueño más allá del amanecer—, pero descubro que el verdadero mérito en las fiestas está en decidir cuándo marcharse. Si lo sabré yo que, a 14 minutos de haber llegado a una, comprendí que no tenía nada que hacer allí, como si se revelara ante mí una verdad casi mística que cayó en mi cerebro con la contundencia de un relámpago.
¿Para que perseverar si todo te vocifera que estarías mejor en casa? Alrededor no hay sino promesas: quizás en tres horas pongan buena música, la gente esté bailando, lleguen tus amigos más cercanos. Pero por ahora te ves rodeado de un puñado de personas sobrias con las que no quieres platicar y que te obligan a ataviarte con collares hawaianos, pulseras fosforescentes, diademas que encienden en luces multicolor; todo ello mientras, en el fondo, retumban los bajos taquicárdicos de una electrónica mediocre.
¿Estás dispuesta a trabajar por la fiesta que te mereces?, ¿a sostener conversaciones pastosas mientras la borrachera escala hasta que puedas, genuinamente, divertirte?, ¿a fingir interés, una vez más, en aquello que sólo te causa tedio? Me respondí que no y me marché sin despedirme. “Escape ninja”, le llaman algunos. Muy útil en el bullicio: la gente creerá que sigues allí, perdida en algún sitio entre la muchedumbre, aunque tú ya te hayas enfundado la pijama y reposes en tu cama con la dulce satisfacción de haber huido.
Pocas victorias en mi vida he disfrutado tanto. No lo sabía, pero se necesita audacia para escucharse a uno mismo. Coraje para arrancarse la obligación de tener que pasarla bien cueste lo que cueste, arrojo suficiente para irse. En esa chispa sutil que se enciende de pronto radica la diferencia entre ser valiente y ser audaz. La valentía es un estado perpetuo, un tipo de naturaleza que nada turba, una virtud con la que se nace; la audacia es una forma de responder al mundo, la reacción ardorosa de los timoratos que, de súbito, dejan de serlo. ¿Habla mal de nosotros que el heroísmo contemporáneo no esté regido por las batallas, los actos mayúsculos, las proezas titánicas, sino por acciones pequeñísimas? Sin atrevidos que claven estacas ardientes en los ojos de los cíclopes o que batan las alas hasta la muerte por ansias de tocar el Sol y abandonar la Tierra, quizás ya haya pasado el tiempo de las grandes hazañas. Pero tal vez sean nuestros pequeños triunfos los que avizoren conquistas mayores. Pueden ser pruebas sutiles de una combustión interna que nos permita convertir la chispa en un incendio cuando más nos resulte necesario no tener miedo al éxito ni al fracaso. Irse cuando no es fácil, pronunciar el no en un entorno ahíto de afirmaciones vacías; allí radica la importancia de largarse de las fiestas.