La felicidad es líquida
Priscila Hernández – Edición 505

Si desde el vientre de nuestra madre nos movíamos en el agua, los niños que juegan aquí vuelven al refugio acuático. Está oscureciendo, la fuente está encendida, el invierno se fue.
“¡Mamá! ¿Qué crees? ¡Mis zapatos están llenos de agua!”. Julio grita al ver que el agua brotó de sus pies. Tiene apenas cuatro años, pero ya sabe lo que ocurrió y lo cuenta como si fuera mágico. Muchas veces sus zapatos tienen tierra, lodo, quizás algo de agua, cuando brinca un charco, pero nunca los había visto así de empapados.
El agua llegó a sus pies desde un lugar que podría ser una playa, un río, un balneario o un venero de aguas termales. Podría ser todos esos sitios, aunque si tuviera que dársele una definición sería la de un oasis para la infancia. Es un oasis en una ciudad casi desértica de opciones para la recreación, fuera de las pantallas y de las plazas comerciales. No es un balneario, pero no necesita serlo porque moja la misma felicidad.
Son chorritos de agua. Fuentes saltarinas que bañan a las criaturas en el Parque de las Niñas y de los Niños, en el municipio de Zapopan. Se trata de uno de los pocos espacios de la Zona Metropolitana de Guadalajara donde no creció una torre de varios pisos de viviendas y en el que las autoridades construyeron un parque público, en 2021.
Es un sitio fantástico, de esos de magia simple. Por aquí no pasan los autos ni las motocicletas, sólo hay niños y uno que otro adolescente corriendo o deslizándose sobre una patineta o unos patines. En este espacio, los niños son lo que importa. Y lo mejor está en el centro del parque; un dodecaedro metálico que alberga una fuente de agua, con luces y música que se sincronizan con los chorros que emergen del suelo.
Si desde el vientre de nuestra madre nos movíamos en el agua, los niños que juegan aquí vuelven al refugio acuático.
Está oscureciendo, la fuente está encendida, el invierno se fue. El agua baila y brinca al mismo tiempo que suena “Informer”, el sencillo noventero de reggae del cantante Snow. Cuando cambia el ritmo, se modifica la tonalidad de las luces que van de los colores azulados a los rojizos. La noche es el mejor momento para jugar en los chorros de agua que por instantes parecen brisa de la lluvia, así como en la película Fantasía, cuando Mickey Mouse se vuelve director de orquesta. Sólo que estamos en Zapopan y todo ocurre al estilo mexicano, con música ochentera y puestos de elotes y de palomitas de maíz de fondo.
Las familias que llevan a sus hijos a los chorritos de agua se escapan de sus casas pequeñas, de sus platos sucios, de sus cerros de ropa por doblar. Este lugar es un viaje exprés para sentir el agua como quien espera que revienten las olas del mar.
Ahí están los niños, que gritan cuando la fuente se enciende. Se escuchan fuertes las onomatopeyas que emergen con el remojón. “¡Aaaaaah!”, “¡Ayyyy!, “¡Uhuhuuu!”. Si a alguno el agua le da en la cara no se ofende, a eso iba. El juego de los chicos es jugar a no mojarse mientras se mojan. De pronto, la fuente se activa con música del grupo Venus; siguen otras canciones de Earth, Wind & Fire y el momento más agitado ocurre cuando suena ac/dc. Entonces cae una tormenta. El hard rock hace que se mojen hasta los que no querían. Algunas veces las niñas y los niños tocan con sutileza los chorros de agua. Otras, corren y la fuerza de su pequeña mano desvía el chorro.
El escritor argentino Julio Cortázar escribió el poema “Aplastamiento de las gotas” para describir las partículas suicidas de la lluvia. La fuente del Parque de las Niñas y los Niños es lo opuesto. Es agua viva que brota de la misma forma en la que nace un géiser. Invita a los chicos a brincar, girar, abrir las manos, meter la cabeza al chorro. Aquí no existen las reglas del juego. La fascinación es un recordatorio de la simpleza y la complejidad de la infancia. Si María Montessori pedía que se evitara decirles a los niños qué hacer y que, en cambio, se les viera, entonces, habría que verlos jugar con el agua: la quieren atrapar; se les escurre y vuelven a intentarlo una, otra, otra vez. No temen que las obviedades les destruyan el juego.
Están los que llegaron a jugar aún con el uniforme escolar puesto. Los que corren arriesgándose, porque ruedan con patines de una línea para atravesar los charcos. Las niñas que avientan el agua a los hermanos y corren para huir de su travesura. Están sus perros. Sus perros también juegan. Saltan. Intentan morder el agua. Ladran, pero se quedan callados cuando el hocico se les vuelve líquido. Están los pobres niños a quienes sus padres no dejan ni asomarse a la fuente, que desde el aire se ve como un rehilete. Ellos envidian desde lejos las risas ajenas. Seguro se les antoja bañarse, pero dependen de los planes de los adultos, y los adultos corren para subirse a la Línea 3 del Tren Ligero, que pasa a unas cuadras del parque. Las mamás, pero sobre todo los papás, los dejan fuera del juego. Hay progenitores que sen-ci-lla-men-te no quieren dejar que sus retoños se mojen. “¡Te vaaas a enfermaaar!” es la mentira más atroz que existe para decirle a un chico que no se moje.
Los que sí tienen permiso se quedan dentro del círculo que circunscribe a la fuente, que es una cascada miniatura. A unos metros, las madres y los padres esperan, con sus personalidades y formas de crianza. Están las chantajistas, los que gritan, las que condicionan y arrebatan. “¡Puedes ir, pero si te mojas nos vamos!”, amenaza un cuarentón a una niña de unos seis años, que viste una playera con una frase tentadora escrita con letras rosas: Just do it. La nena ve a su progenitor y sonríe, mientras disimuladamente se deja alcanzar por las gotas que caen de los chorros de agua. El señor cree que tiene el control, pero el control lo tiene el agua, que se escurre ya de las manos de su hija.
Las mamás parecen más relajadas y precavidas. Unas llegan después del trabajo y ya vienen preparadas para que sus criaturas se empapen sin preocupación. Marina es una de ellas. Hace más de dos años que sus hijos Valentina y David se bañan en la fuente saltarina. “Dejo que se mojen, porque mojarse es la parte más divertida de ser niño”, recuerda bien. Y sí, el aguacero es magia para sus hijos, que saltan esquivándolo. Marina se ríe. Seguro desea estar entre los chorros. Atrás quedó el trabajo de oficina como administradora responsable del área de compras. Es momento de estar con ellos. Como es previsora, trajo las toallas y las chanclas. Otras progenitoras le ganan; traen a sus retoños en traje de baño y, si llegaron con el sol de la tarde, les ponen bloqueador factor 50. Algunas hasta cargan con un cobertor individual, para cubrir a sus hijos después del remojón.
Los asuntos de adultos se zanjan fuera de ese círculo de agua e infancia. En el desierto de la adultez se habla de problemas familiares, deudas económicas, falta de trabajo, pleitos freudianos entre madre e hija: “Ella no ha respetado mi casa”, se queja una doña, mientras otros adultos paran la oreja o tuercen el cuello para enterarse de la falta de respeto. A los niños les valen los problemas; los chorros brotan iluminados a sus pies. Ahí, abajo, está el agua. En su oasis no hay violencia, robos, desapariciones. Sólo existe la risa. Los sobrevuela el helicóptero de la policía de Zapopan llamado Halcón, que para ellos resulta fascinante. Los adultos ponen cara de circunstancia ante el policía que apunta su arma, de pie en la puerta de la nave aérea.
Estamos en uno de los parques más grandes que se han construido en los últimos 25 años en la Zona Metropolitana de Guadalajara, afirma el gobierno de Zapopan: “Si las niñas y los niños están bien, la ciudad estará mejor”, como reza uno de los eslóganes que se pueden leer en este espacio.
Los adolescentes están en el límite entre el agua de la infancia y la rispidez del mundo adulto. Quizá por eso aquí juegan con más riesgos; retan al agua y a la gravedad sobre las tablas de sus patinetas. Guardan el celular en una bolsa para alcanzar al compañero al que se le caen los pantalones flojos mientras corre entre los chorros de agua. Eso sí, ellos cuidan su calzado, se lo quitan para no mojarlo. “¡Mamá! ¡Mis zapatos están llenos de agua!”, insiste Julio, más divertido que preocupado. Su madre acepta con resignación que los tenis del pequeño están escurriendo; se traga su enojo cuando lo mira sonreír. No hay manera de regañarlo porque fue ella quien lo invitó a que corriera detrás de los chorritos. Estas fuentes son mágicas porque logran que se bañen los niños que en sus casas harían un berrinche en la regadera. “Venimos aquí y es otra cosa”, dice Natalie, mamá de Maximiliano que también tiene cuatro años y hace amigos mientras disfruta la fuente. Natalie lo deja porque a ella no la dejaban mojarse así. Lo lleva a los chorritos desde que tenía dos años y sabe que no será fácil arrancarle la alegría. Está el riesgo de un berrinche. Le explica a Maximiliano que ya es tarde, que tiene que cenar, bañarse y dormir. El niño la interrumpe con rapidez: “¡Ya nos bañamos en la fuente!”.