La doble vida de Salman Rushdie
Martín Solares – Edición 490
Además de ser uno de los autores más reconocidos a escala mundial por contar con una obra literaria robusta y de imaginación desbordada, este autor británico de origen indio es también un símbolo de la defensa de la libertad de expresión, talante que le ha valido una condena a muerte que estuvo a punto de verse cumplida
El pasado 12 de agosto por la mañana, una condena a muerte que había estado suspendida en el aire durante 33 años, al grado de que muchos la consideraban olvidada y extinta, se reactivó, avanzó un poco y finalmente cayó e hirió de gravedad al escritor de origen indio Salman Rushdie. Como es del dominio público, el 14 de febrero de 1989 el ayatola Jomeini lanzó desde Irán una condena de muerte en su contra. Aunque parecía superada, la amenaza sobrevoló continentes, fronteras, países, declaraciones de innumerables políticos e, incluso, a varias generaciones de fanáticos, hasta que estuvo a punto de dar en el blanco, pero no lo logró. Quien perpetró esta barbarie no fue uno de tantos comandos terroristas enviados a Inglaterra o a Estados Unidos en las últimas décadas para asesinar al escritor, y que fueron neutralizados por los servicios de inteligencia locales, sino un ciudadano estadounidense de veinticuatro años de edad. Quien acechó y agredió con un arma blanca a uno de los mejores escritores en lengua inglesa fue Hadi Matar, un hijo de emigrantes libaneses.
El día del ataque, Rushdie estaba a punto de dar una conferencia en el Instituto Chautauqua, un centro cultural ubicado en el oeste del estado de Nueva York, famoso por la calidad de sus actividades artísticas: cuenta con su propia orquesta sinfónica, con compañías de teatro, ballet y ópera, y, a decir de sus organizadores, ha convocado desde hace 150 años a todo aquel que tenga algo importante que decir en torno al arte y la política, desde Mark Twain hasta Bill Clinton.
Dado que en 1998 el gobierno iraní se comprometió públicamente a desistir de que se ejecutara la condena de muerte contra Rushdie, el grotesco ataque tomó a todos los presentes por sorpresa. El escritor Harry Reese, que estaba con Rushdie en el escenario cuando llegó el fanático y resultó herido en la cabeza por éste, declaró que la situación le pareció tan descabellada e imprevisible “como una escena de Shalimar el payaso”, en alusión a la novela de Rushdie acerca del asesinato de un héroe de la Resistencia francesa a manos de un terrorista. Por fortuna, la sorpresa no impidió que una multitud de lectores allí presentes interviniera para defender y asistir al autor: muchos se pusieron de pie y corrieron a someter al atacante, hasta que lograron reducirlo. Rushdie fue trasladado en helicóptero a un hospital cercano, donde se recupera de diversas lesiones en un brazo, el hígado y un ojo.
El incidente causó repudio instantáneo alrededor del mundo. Y no era para menos: luego del anuncio del gobierno de Irán parecía impensable que un joven estadounidense tomara un arma y atacara a un hombre generoso, bonachón e indefenso, de setenta y cinco años, por el simple hecho de haber publicado una novela brillante y transgresora hace más de tres décadas. Pero el fanatismo radical islámico es de corto perdón y muy larga memoria.
La misión de un auténtico poeta
A la literatura de Salman Rushdie (Bombay, 1947), que siempre ha brillado por sus méritos eminentemente literarios, no le hacía falta el escándalo. Grimus (1975), su primera novela, fue recibida con gestos de simpatía por la crítica inglesa, y sus siguientes dos libros, Hijos de la medianoche (1981) y Vergüenza (1983), ofrecieron al mundo entero una visión novelesca de la historia contemporánea de la India y Pakistán, contadas por la prosa de un escritor capaz de representar en un personaje ficticio la compleja evolución de un país a lo largo de décadas.
Para entonces Rushdie era reconocido por la revista Granta como uno de los diez jóvenes escritores más talentosos de la lengua inglesa, dentro de una generación en la que costaba trabajo sobresalir: formaban parte de ella narradores como el futuro premio Nobel Kazuo Ishiguro, el iconoclasta Julian Barnes y los arrebatadores Martin Amis y Hanif Kureishi, entre otros. Luego de descubrir las primeras obras de Rushdie, el implacable Milan Kundera escribió que las novelas del autor indio se distinguían por “una extraordinaria percepción de lo real mezclada con una desbocada imaginación que va más allá de las reglas de lo verosímil”, e insistió en que en ningún otro lugar de la literatura contemporánea la vieja influencia benéfica de Rabelais “corre hoy tan alegremente como por las obras de este autor nacido por debajo del paralelo treinta y cinco”.
Siguiendo el camino trazado por sus primeras obras, que no se detuvieron ante prejuicios ni lugares comunes, en 1988 Rushdie publicó Los versos satánicos, una obra maestra que no puede dejar de leerse sin admiración y sonrisas. Además de contar la rocambolesca vida de dos personajes entrañables y adictivos, los actores indios Gibreel Farishta y Saladin Chamcha, que por intervención divina sobreviven a una explosión en un vuelo aéreo a Londres y caen a la tierra transformados en un ángel y un demonio, Rushdie se atrevió a examinar y contar con recursos novelescos las leyendas sobre el origen del Corán. Según una de estas leyendas, el diablo en persona habría engañado a Mahoma y le habría dictado algunos capítulos del libro sagrado del islam, pero el profeta, lleno de astucia, termina por advertir la trampa y desecha los capítulos apócrifos.
A diferencia de sus primeras obras, en las cuales el motor que mueve a su prosa es una poderosa ironía, en los capítulos dedicados al profeta Mahoma dentro de Los versos satánicos el sentido del humor está casi ausente: aunque es ateo confeso, en ningún momento Rushdie se mofó del islam ni de sus practicantes. Por eso, resulta difícil pensar que el famoso capítulo dos de esta novela haya provocado una persecución tan larga e implacable en contra del autor. Sería más fácil concluir que los fundamentalistas islámicos se habrían molestado en realidad por la actitud irreverente, fiel al espíritu de la novela, que los personajes de esta historia demuestran hacia los excesos de religiosos y políticos de su país. Conscientes de que desde el principio de los tiempos los poderosos han usado la religión para justificar todas las atrocidades injustificables, los protagonistas de la obra más famosa de Rushdie sobrellevan su condición gracias a bromas e ironías, muy lejos de la credulidad y la subordinación que se espera de los súbditos del islam. Y esta actitud es irreductible. Al verse amenazado de muerte por un falso profeta, uno de los personajes arguye que “la misión del poeta es nombrar lo que nadie se atreve a nombrar, denunciar el engaño, tomar partido, iniciar discusiones, dar forma al mundo e impedir que se duerma”, con lo cual se comprende el malestar provocado entre líderes y fanáticos religiosos: nada más inquietante para un carcelero que ver cómo se agrietan las paredes que sostienen la prisión.
La elección de la libertad
Desde que el ayatola Jomeini ordenara la muerte de Rushdie, y a medida que se multiplicaban los intentos de atentado en su contra por parte de extremistas de distintos países, el escritor se vio obligado a vivir clandestinamente durante trece años, con apoyo del servicio secreto británico, primero, y con un guardaespaldas pagado de su propio bolsillo, después. Entretanto, no paraban las manifestaciones en contra de su novela: había amenazas de bomba en las librerías británicas que se atrevían a exhibirlo, su traductor al japonés fue asesinado y hubo atentados contra su editor al sueco; en Europa grupos radicales quemaron establecimientos que se atrevieron a vender la novela; en España fue necesario que todas las editoriales del país se atribuyeran la edición de la obra, a fin de hacer posible la publicación y defender dignamente la existencia del libro. Como lo ha contado el mismo Rushdie en sus memorias, en esos años debió invocar toda la confianza y la devoción que sentía por la literatura y su enorme capacidad de trabajo para lograr escribir en condiciones tan adversas. La paradoja de Rushdie consiste en haber escrito un libro de méritos tan altos como los de los narradores más sobresalientes del último siglo y ver que, en lugar de celebrarlo, buena parte del mundo lo rechazaba por la campaña de odio instigada en su contra.
Pero a pesar de estos hechos atroces, Los versos satánicos y el resto de la obra de Rushdie se siguen leyendo con enorme entusiasmo, pues la imaginación de este autor indobritánico, su talento para la ficción y su habilidad para tocar los puntos centrales de las culturas en que ha vivido nunca pierden puntería. Por el estilo tan particular que distingue a su prosa, pues lo mismo usa un telescopio que un microscopio para contar la vida de una persona, de un matrimonio o de un país recién nacido, y por la gracia insuperable con que sus narradores dicen “Había una vez” y realizan un acto de magia delante de los ojos del lector, Salman Rushdie demuestra estar a la altura de narradores como García Márquez. Mientras el colombiano narró Cien años de soledad, el escritor de origen indio ha contado cien años de vergüenzas y sinvergüenzas en familias de Pakistán, la India, Londres o Estados Unidos. Tan sólo en Hijos de la medianoche y Vergüenza narra las vidas de dos cándidos pakistaníes y la influencia que tuvo sobre ellos la historia de su patria desalmada.
Aunque la mayoría de sus ensayos se dedica a examinar y celebrar temas eminentemente literarios, como la obra de Arthur Miller, J. M. Coetzee y Edward Said, lo cierto es que su lucha por seguir vivo ha sido, también, una lucha constante por defender la libertad de expresión y pensamiento. Una buena parte de sus columnas periodísticas se ha consagrado a denunciar los ataques a la libertad de expresión de que son objeto otros escritores o personas, así como a exponer el retroceso en cuanto a derechos humanos se refiere. En febrero de 1999, al cumplirse diez años de la fatwa en su contra, se negó a hablar de sus perseguidores en la columna periodística que sostenía en The Observer: “Cuando me preguntan qué efecto ha tenido en mi escritura el largo asalto de diez años en mi contra, respondo con toda sinceridad que ahora me interesan más los finales felices; y que, en vista de que mis libros más recientes son los más divertidos, los ataques deben de haber mejorado mi sentido del humor”.
Y no se equivoca. Luego de la melancólica y honda El último suspiro del moro (1995), las novelas de Rushdie cobraron mayor gracia, si esto fuera posible. El cielo bajo sus pies (1999) comienza con una fiesta estupenda ni más ni menos que en Tequila, Jalisco, en la que participa un descendiente lejano de Pedro Páramo. La narración de un fin de semana lleno de excesos dignos del realismo mágico resulta muy similar a la visita que, se dice, disfrutó el mismo Rushdie cuando en 1995 asistió como invitado a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Pero sólo Dios es grande y sabe cuánto de esta novela es ficción y cuánto forma parte de la historia secreta del escritor.
“La literatura es más resistente”
Las novelas de Salman Rushdie tienen un denominador común: en todas domina la sensación de que algo fantástico e irreverente siempre está a punto de ocurrir. Así pasa también en Harún y el mar de las historias (1990) y Luka y el fuego de la vida (2010), dos relatos infantiles a la altura de las mejores novelas de aventuras para niños y sin duda están destinados a perdurar.
Rushdie ha llevado a extremos más grandes su imaginación fantástica. En su portentosa Dos años, ocho meses y veintiocho días (2015) cuenta cómo los demonios que habían sido encerrados en botellas o lámparas desde el inicio de los tiempos lograron escapar e invadir el mundo, y cómo sus hermanas, las mujeres genio, opusieron resistencia a fin de ayudar a los humanos. La imaginación de Rushdie se mueve como pez en el agua en la tradición literaria de Las mil y una noches. Sin perder esta herencia, sus novelas nos demuestran que los escritores están obligados a encontrar las palabras intraducibles de su tribu, a fin de distinguirla y comprenderla mejor; cada uno de sus libros hace constar que un gran narrador puede hablar de personajes como si fueran países y de países como si fueran personas gracias a la habilidad para hacer que décadas de sufrimientos pasen en un instante o que unos minutos de placer parezcan tan vastos como una eternidad y, por supuesto, a la certeza de que son los cuentos y los relatos literarios quienes en realidad aglutinan a familias y países.
Basten los ejemplos anteriores para demostrar que en el caso de Rushdie se puede seguir escribiendo literatura de gran calidad a pesar de las amenazas de muerte. Deseoso de continuar el oficio al que había dedicado su juventud, Rushdie decidió seguir practicando la literatura, “la más grande de las artes”, y seguir de cerca “su apasionada y a veces impasible búsqueda de vida en la tierra, su viaje al desnudo a través del territorio humano sin fronteras, su obstinada refutación de los dogmas y el poder, y la osadía de sus valerosos transgresores”:
Durante los últimos años, me he reunido y he sido inspirado por algunos de los más valientes defensores de la libertad de expresión […] Pero además de dar esta batalla, que sin duda mantendré, estoy determinado a probar que el arte de la literatura es más resistente que todo aquello que lo amenaza. La mejor defensa de la libertad literaria radica en ejercer este derecho, en seguir creando libros sin ningún tipo de restricciones ni sometimientos.1
La vida del hombre libre
Rushdie también ha incursionado en la literatura realista. Para compartir en detalle lo que significa sobreponerse al odio instigado por uno de los Estados más poderosos del mundo y aprender a vivir sin miedo, incluso ayudando a más artistas perseguidos, Salman publicó una primera parte de sus memorias en Joseph Anton: A Memoir (2012), volumen en el que narra la peor década de su vida, durante la cual ninguna potencia occidental se declaró en su favor oficialmente y en la que apenas recibió la ayuda mínima indispensable para sobrevivir por parte de los políticos del Reino Unido. Fueron los escritores y los editores de Europa y Estados Unidos quienes decidieron que, en lugar de cancelarlo y justificar la violencia del Estado iraní, había que publicar, difundir y promover la lectura de Los versos satánicos y toda novela crítica con los tiranos.
Apasionante y sobrecogedor por su capacidad para revelar los momentos más bajos de la ruindad humana y también la entereza de las personas que siguieron traduciendo, editando y comentando las novelas de Rushdie, Joseph Anton es una lección sobre el valor y el amor a la vida y a las personas que se requieren para superar la persecución de los poderosos.
Durante su intervención en la conferencia en línea que ofreció como parte del programa Guadalajara, Capital Mundial del Libro, Rushdie reconoció ante las escritoras Abril Posas e Ivabelle Arroyo que la situación de los escritores en el mundo, “lejos de mejorar ha ido empeorando, cada vez más los países los condenan y persiguen. Pero, como sugerí antes, uno debe tomar la decisión de ser libre y escribir desde esa posición, porque lo contrario no es determinante”. También señaló que “hay cosas que la literatura no puede hacer. Una de ellas es lograr que el mundo sea un mejor lugar. Pero puede ayudar a que la gente se haga preguntas, y eso sin duda contribuye a mejorar las cosas”.
En Languages of Truth, una recopilación de sus mejores ensayos publicados en lo que va de este siglo, Rushdie reconoció que desde la fatwa se ha visto obligado a enfrentar un dilema cada vez que se pronuncia sobre el asunto: “Desde entonces he llevado dos vidas: una afectada por el odio y atrapada en esta sucia situación, que busco superar; la otra, la vida de un hombre libre que hace su trabajo con entera libertad. Llevo dos vidas, pero no puedo darme el lujo de perder ninguna de ellas, porque la falta de una acabaría con la otra”.
Mientras escribo estas líneas llegan noticias de que hay cierta mejoría en la salud de Salman Rushdie. Tendrá que luchar con los estragos que el ataque causó en su cuerpo, pero sus lectores confiamos en que un escritor que ha conseguido sobrevivir a una cantidad de odio inimaginable y aun en las más adversas circunstancias ha escrito algunas de sus obras más logradas, se merece sobreponerse a todo y seguir su doble lucha de defensor de la libertad de expresión y de practicante de la libertad de la novela.
Entretanto, nadie debería dejar de leer su obra, como tampoco debería dejar de criticar o de cuestionar el violento e injusto, ciego y sorpresivo mundo en que vivimos, tan impredecible como un personaje de Shalimar el payaso.
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Notas al pie
1. Step Across this Line, pp. 265 y ss.
4 comentarios
La violencia venga de donde venga es siempre reprobable. Por ello uno se pregunta también si el Escritor agredido no haya ofendido antes con violencia los valores religiosos de otras personas y por esa razon haya provocado esta violencia en su contra… sería pues más justo balancear las alabanzas y las condenas de una y de otra parte ¿no creen?
Me pareció excelente esta publicación
La libre expresión de las ideas no debe ser restringida, ni vulnerada bajo ninguna circunstancia, siempre y cuando no se refiera a un ataque directo hacia un movimiento, institución, creencia religiosa, etc, sin embargo, Rushdy es respetuoso y valiente, al denostar la máxima expresión de la libertad de pensamiento a través de la literatura inglesa en su magnífica prosa, con características del resabio y cruento dolor de la tierra conquistada como lo es la India.
Qué bonito texto. Nos permite ver de cerca la obra de Rushdie para ir a adentrarnos en ella, sobre todo cuando hoy por hoy se sigue pugnando por un espacio libre para todas la personas, así como para la palabra y la literatura.