La audacia supone causa, sentido y conocimiento
Hugo Hernández – Edición 498
A lo largo de la historia son más notables que abundantes los ejercicios de audacia en pantalla (para muestra, los cinco “botones” que aparecen a continuación), particularmente en la oferta de la cartelera comercial
Cuando Luis Buñuel filmó Un perro andaluz (1929), cortometraje surrealista que transgrede las convenciones narrativas, fue más temerario que audaz. Porque era un realizador incipiente e insipiente, y la audacia no es amiga de la ignorancia y supone algo más que valentía: demanda ir más allá o en contra de los usos del medio utilizado. El audaz, para serlo, ha de conocer y manejar aquello que va a superar o quebrantar, así como los riesgos que esto conlleva. Años después, Buñuel alcanzó maestría en la materia… y fue audaz a cabalidad. Verbigracia: la escena de Él (1952) en la que el fetichismo detona el deseo en una iglesia y en plena ceremonia de lavado de pies; la última cena, festiva y grotesca, de Viridiana (1961).
Alrededor de los años cuarenta del siglo XX se estableció en el cine el estilo que podemos ver hoy día, que se conoce como clásico. En éste, la narrativa —que se esfuerza por la sencillez— dicta la forma, se alternan los puntos de vista para cubrir la acción, y la técnica es transparente. La audacia se concreta en la modificación o la ruptura, con conocimiento de causa y con sentido, de estos elementos. Asimismo, se manifiesta en el abordaje singular de los temas o el tono inesperado en el que se hace.
A lo largo de la historia son más notables que abundantes los ejercicios de audacia en pantalla (para muestra, los cinco “botones” que aparecen a continuación), particularmente en la oferta de la cartelera comercial. Y aún más en la actualidad, en la que la corrección política, solemne ella, sujeta al cine a una agenda conservadora y condena el riesgo.
Naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick
En el joven Alex conviven los contrastes: es insensible cuando practica la ultraviolencia, pero es hipersensible a las músicas del gran Ludwig van (Beethoven). El sistema social, que ha participado en su parto, no sabe qué hacer con él: primero lo castiga y luego lo utiliza con propósitos políticos. Lo cierto es que Kubrick imprime valiosas dosis de cinismo y ambigüedad a su propuesta, propicias lo mismo para la carcajada que para el escándalo, y que resultan tan incómodas como reveladoras para el espectador de todos los tiempos.
Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), de Chantal Akerman
Akerman da cuenta, a lo largo de varios días, de la rutina de la viuda del título, quien se ocupa de las labores domésticas y vive con su hijo adolescente. A lo largo de más de tres horas y con parsimonia —con un ritmo tan lento como el de la vida cotidiana—, con un ojo clínico y distante, con planos largos y fijos, lleva a cabo un “marcaje personal” del personaje. Con escasos diálogos, la realizadora muestra más de lo que dice. Así revela la ausencia de amor, la monotonía y el sinsentido de la existencia de Jeanne Dielman.
Arca rusa (Russkiy kovcheg, 2002), de Aleksandr Sokurov
El video hizo posible el registro de un largometraje completo en una sola toma, sin cortes, es decir, en planosecuencia. Sokurov fue uno de los pioneros en la materia. La acción de Arca rusa se ubica en el museo Hermitage, de San Petersburgo, inicia en el siglo xix y hay encuentros con personajes históricos. A las dificultades que suponen los movimientos de cámara, se añaden los de la puesta en escena: los vestuarios y maquillajes de época, las coreografías de decenas de actores. Así, en esta película, la audacia se multiplica por dos.
Wall-E (2008), de Andrew Stanton
No resulta exagerado afirmar que la llegada del sonido hizo del cine casi un subgénero teatral. El diálogo pronto resultó imprescindible en pantalla. Por eso es justo y necesario aplaudir la audacia de Stanton en esta cinta. No sólo porque reduce la palabrería a un mínimo infrecuente, sino porque además entrega un paradójico ejercicio de ciencia ficción: mientras hace un agudo esbozo de la lerda humanidad del futuro (que ya llegó), que posee más grasa que inteligencia, nos conmueve con algunas virtudes humanas “encarnadas” en el robot del título.
La favorita (The Favourite, 2018), de Yorgos Lanthimos
Inglaterra, siglo XVIII. La reina Ana es achacosa y caprichosa, y del gobierno se ocupa su favorita, lady Sarah. Hasta que le disputa ese lugar una joven recién llegada, quien es tan codiciosa como manipuladora y asciende con celeridad. Lanthimos imprime humor y oscuridad para iluminar las rutas sinuosas del empoderamiento. Asimismo, corre riesgos en el registro, pues hace uso de lentes angulares, que distorsionan la imagen, con lo que acentúa las dimensiones de los espacios y las soledades de los personajes.