Julio Cortázar: el gigante que juega

Julio Cortázar. Foto: EFE

Julio Cortázar: el gigante que juega

– Edición 441

Se dice que Julio Cortázar sufría una condición fisiológica que le impedía dejar de crecer. Y sigue creciendo, como el coloso de un cuento: ojalá nunca lleguemos a perderlo de vista en las alturas.

“La anécdota es que un día estando en un teatro de París hubo un intervalo entre dos momentos de un concierto y yo estaba solo, distraído, pensando o no pensando, y en ese momento tuve la visión —una visión interior, desde luego— de unos seres que se paseaban en el aire y eran como globos verdes. Yo los veía como globos verdes pero con orejas, una figura un poco humana”. Julio Cortázar cuenta que esto le sucedió hacia la década de los cincuenta del siglo pasado, y lo cuenta treinta años después, delante de los alumnos que acuden al curso que dicta en la Universidad de California en Berkeley. Es la sexta clase, “Lo lúdico en la literatura y la escritura de Rayuela” (el título no lo puso él, lo inventó el editor que estuvo a cargo de la transcripción de ese curso para su publicación, el año pasado). “Al mismo tiempo me vino el nombre de esos seres que era cronopios”. Luego del concierto, sigue el relato, Cortázar se olvidó de la visión, pero ésta tuvo sin embargo un efecto en los días siguientes, cuando “se produjo una especie de disociación: no sabía lo que eran los cronopios ni tampoco sabía cómo eran, no tenía la menor idea, pero la disociación se produjo porque aparecieron los antagonistas de los cronopios a los que llamé famas”. El escritor habla de sus procesos creativos a propósito de un asunto que para él es capital: el juego. Ha venido explicando cómo en su caso, al entrar en la literatura (indistinguible para él de la vida), ha perdurado la certidumbre de que el juego es uno de los aspectos más serios de la existencia —eso que de niños tenemos tan claro y que luego se nos olvida—. “A los cronopios, por contraste con los famas, los sentí como lo que realmente eran: unos seres muy libres, muy anárquicos, muy locos, capaces de las peores tonterías y al mismo tiempo llenos de astucia, de sentido del humor, una cierta gracia; en tanto vi a los famas como los representantes de la buena conducta, del orden, de las cosas que tienen que marchar perfectamente bien porque si no habrá sanciones y castigos”. Faltaba aún la comparecencia de una tercera especie: las esperanzas, que “por un lado admiran a los cronopios, pero les tienen mucho miedo porque los cronopios hacen tonterías y las esperanzas tienen miedo de eso porque saben que los famas se van a enojar”. Cortázar confiesa que, aunque no sabía gran cosa sobre todos esos seres, puso manos a la obra, y que el resultado fue una serie de cuentos, de los que procede a leer una selección a sus alumnos para ilustrar la importancia que ha tenido el elemento lúdico en su obra.

El libro Clases de literatura tiene que contar como una pieza indispensable para el conocimiento cabal de un autor que, como él mismo delante de esos personajes que se le aparecían súbitamente, acaso no hemos sabido muy bien qué traía entre manos. A la vez que un curso profusamente informado sobre la comprensión que Cortázar tenía de la experiencia literaria (la creación, básicamente, pero también la lectura y los modos en que estas actividades pueden ser decisivas en nuestras vidas), es una prolija e iluminadora revisión que el argentino hace de su propia obra, y acompañarlo en ese examen equivale a descubrir junto con él cierto conocimiento antes secreto que, así desvelado, afina y enriquece las numerosas felicidades que hemos encontrado en sus libros. Cortázar es famosísimo, qué duda cabe, y seguramente uno de los escritores latinoamericanos más leídos. Pero la fama, con él, puede tener el efecto paradójico (y seguramente pernicioso) de ir volviéndolo invisible. Como en el caso de la señora española que afirmaba no haber leído el Quijote, pero que “se lo sabía”, al autor de Rayuela corremos el riesgo de darlo por sabido y olvidarnos de lo que dejó escrito —y principalmente a causa de la celebridad de esta novela—. Y es mucho lo que podemos perdernos: los volúmenes de cuentos, pero sobre todo los de sus ensayos, esos libros-almanaque, como él los llamaba, en los que se despliegan su imaginación asombrosamente libre y su perspicacia agudísima para percatarse de lo más insólito y para proponer interpretaciones incesantemente estimulantes que intensifican sin falla nuestra capacidad de maravilla.

Se dice que Julio Cortázar sufría una condición fisiológica que le impedía dejar de crecer. Ya en los últimos años era un gigante, de voz gravísima, el cabello y la barba indóciles y oscuros, los ojos azules y separados y brillantes, como si quisieran ver de más. Seguramente lo consiguió. Sigue creciendo, como el coloso de un cuento: ojalá nunca lleguemos a perderlo de vista en las alturas. m

 

Algunos libros de Julio Cortázar.

:: Clases de literatura. Berkeley, 1980 (2013)

:: Último round (1969)

:: La vuelta al día en ochenta mundos (1967)

:: Historias de cronopios y de famas (1962)

:: Bestiario (1951)

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