Jorge Edwards: Con el Señor de la Montaña

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Jorge Edwards: Con el Señor de la Montaña

– Edición 427

Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931), narrador, periodista y ensayista que recibió el Premio Cervantes en 1999 y actualmente es embajador en París, ha escrito un libro estupendamente bien contado, emocionante, sabio y hermoso, que comienza con la aparición de aquella muchacha en el último tramo de la existencia de Michel de Montaigne.

 

Es fácil imaginar que la biblioteca cobró forma como la materialización de un ideal: la aspiración de apartarse del estrépito del mundo, la procuración del retiro y el sosiego, que son formas decorosas de la renuncia. Así, aquel severo recinto recordaría una fortaleza cuya reciedumbre habría de radicar, más que en el espesor de los muros, en la solidez de las piezas que la poblarían: volúmenes de los clásicos griegos y latinos, principalmente. Un ámbito austero, con pocas ventanas, suficientes sin embargo para la luz indispensable del día: una luz que, más allá de la paz de los viñedos, se extendía sobre el tiempo atroz que atravesaba Europa, y específicamente Francia: la misma luz que en París filtraba el rojo sangriento de las Guerras de Religión, y que al entrar en el torreón de aquel castillo del Perigord iluminaría —ya dispuestos los anaqueles y los volúmenes en ellos, ya grabadas en las vigas del techo algunas sentencias procedentes de esos mismos libros, vigilantes y a la vez inspiradoras— las palabras del hombre que construyó su biblioteca y que en ella se retiró a pensar. A pensar por cuenta propia, hay que decirlo, y a anotar lo que su juicio vino a encontrarse.

Bueno, lo de que “se retiró”, hay que aclarar, es una exageración. A sus 38 años, cuando emprendió la redacción de sus Ensayos, en 1571, Michel de Montaigne aún tenía mucho que cabalgar. Había llevado, sí, una vida pública algo ajetreada, yendo y viniendo entre su castillo y Burdeos, y entre Burdeos y París, llamado a menudo a hacer de mediador y consejero en la corte (tenía fama de hombre prudente), desempeñando sus funciones como magistrado y terrateniente, además de haber engendrado seis hijas (de la cuales sólo llegó a sobrevivirlo una) y haber participado en alguna escaramuza —siempre sostuvo que habría preferido la espada a la pluma. En los 21 años que le quedaban todavía habría de ser alcalde de su ciudad en dos ocasiones, lo esperaban más intrigas palaciegas que apaciguar, una noche preso en La Bastilla, un viaje a Italia —audiencia papal incluida—, el trabajo incesante de composición y recomposición de los tres tomos de sus Ensayos. Y una muchacha que apareció en su vida en 1588, cuando Montaigne andaba por los 55 y le faltaban cuatro para morirse. El amor. Cuál retiro, cuál apartamiento: en la biblioteca de su castillo —cuenta Jorge Edwards, que la visitó no hace mucho— no quedan libros: apenas las vigas y sus inscripciones, algunos muebles más bien rústicos, y lo más notable: dos sillas de montar.

“Escribo una fantasía muy personal, mi Montaigne, para decirlo de algún modo, y si el paciente lector quiere seguirme, la elección es suya”, anotó Edwards en un punto muy próximo a la mitad justa de su libro La muerte de Montaigne: una demorada, lúcida y entrañable visita al ensayista francés en los últimos cuatro años de su vida, y seguramente uno de los libros que en el ámbito hispanoamericano mejor habrán podido abrir un acceso directo al encuentro de un autor siempre necesario —que nunca ha dejado ni dejará de tener lectores—: el Señor de la Montaña es un clásico porque tiene algo absolutamente original y fundamental que brindar a cada nueva inteligencia que se asome a sus páginas. “Montaigne significa para mí la libertad, la sensatez, el humanismo superior, y en algún sentido: la lectura y la escritura”, continúa Edwards, quien razona prolija y sabrosamente sobre su personaje, pero también sobre su legado y las formas en que su pensamiento y su obra pudieron influir decisivamente en el curso de la historia: como anotó alguna vez Juan José Arreola, “desde el rey para abajo, los contemporáneos de Montaigne estaban empeñados en una obra de destrucción. Nada mejor que poner ante los ojos de esos desaforados la imagen de un hombre: la cosa que destruyen” (Ralph Waldo Emerson dijo que si se corta con un cuchillo el libro de los Ensayos, sangrará: sus palabras “son vasculares y vivas”).

Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931), narrador, periodista y ensayista que recibió el Premio Cervantes en 1999 y actualmente es embajador en París, ha escrito un libro estupendamente bien contado, emocionante, sabio y hermoso, que comienza con la aparición de aquella muchacha en el último tramo de la existencia de Michel de Montaigne y termina cuando nos encontramos frente a frente con el ensayista, en su biblioteca, dándonos la bienvenida a una amistad que nos honrará para toda la vida. m

 

:: La muerte de Montaigne,

Jorge Edwards

(Tusquets, 2011)

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