Jacinda Ardern: la guerrera amable

Jacinda Ardern: la guerrera amable

– Edición 479

Foto: Hagen Hopkins/Getty Images

Joven, feminista, ambientalista y mamá trabajadora, acaba de ser reelecta para dirigir el país insular del Pacífico por otro periodo de tres años. Con la misma mezcla de eficiencia y empatía que le mereció elogios por su manejo del ataque terrorista de Christchurch, la política se mantiene victoriosa en la batalla contra el virus que ha transformado al mundo

La mitad de su cara es sonrisa y suele aparecer sonriendo más de la mitad del tiempo, ya sea en un video casual que ella misma transmite para sus seguidores o en un discurso sobre multilateralismo y cambio climático en la sede de la ONU. Jacinda Ardern gobierna un país de cinco millones de habitantes mientras cría a una niña pequeña que tuvo cuando estaba ya en el cargo, y sonríe. Atraviesa crisis inéditas que resuelve con maestría y después vuelve a reír, sin ocultar sus dientes de talla grande y haciendo alguna broma sobre sí misma. La sonrisa ancha de Ardern podría funcionar como un recordatorio de la promesa que hizo al tomar las riendas de Nueva Zelanda, con sólo 37 años de edad, cuando aseguró que pretendía regresar la empatía y la amabilidad a la política. Virtudes que, advirtió desde el primer día como líder del Partido Laborista, no eran incompatibles con su fortaleza y con una determinación de hierro.

Quizá sea la única líder mundial que respondió a las preguntas de la población sobre el confinamiento obligatorio sin dejar de sonreír del todo, hablando más como una maestra que explica a sus alumnos decisiones impopulares en una situación extraordinaria que con la gravedad de una dirigente responsable por un país en la mayor crisis sanitaria en lo que va del siglo. Era miércoles 25 de marzo; Nueva Zelanda contaba 209 casos confirmados de covid-19 y ni una sola muerte, pero el gobierno había diseñado una respuesta “fuerte y temprana” para evitar la propagación del virus. Esa misma mañana y en días anteriores, Ardern había detallado las medidas correspondientes al máximo nivel de alerta en varias conferencias de prensa, con un tono formal y dos banderas nacionales de fondo. Pero por la noche volvió a escucharse ligera y cercana al dirigirse a los neozelandeses a través de uno de sus medios preferidos: un video en vivo en el que ella misma sostenía su teléfono y leía los comentarios simultáneos de los oyentes. Apareció con una sudadera verde de estar por casa, y minutos más tarde se excusó con un gesto cómplice por su atuendo, argumentando que llevar a la cama a una niña de un año y medio puede resultar un asunto complicado. Respondió a preguntas específicas sobre el encierro estricto de cuatro semanas que estaba a horas de comenzar y llamó a los suyos a actuar de forma compasiva y solidaria, como “un equipo de cinco millones”.

Las decisiones que tomó Ardern en esos primeros momentos de la pandemia se reflejan hoy en uno de los pocos países que pueden presumir de vivir libres de covid-19. En un ranking de Bloomberg publicado el 24 de noviembre de 2020 —y en el que México apareció en el lugar 53 de 53—, Nueva Zelanda obtuvo el primer puesto de eficiencia en el manejo de la crisis sanitaria. Su puntaje total de 85.4 fue el resultado de diversos indicadores, como la detección de apenas dos casos al mes por cada 100 mil habitantes (113 en México), su tasa de cero por ciento de positividad en las pruebas (frente a 62.3 por ciento en México) o la muerte de cinco personas por millón, 25 en total desde el comienzo de la pandemia (782 por millón en nuestro país y más de 100 mil en números absolutos). Es claro que la insularidad y la pequeña población de Nueva Zelanda son factores que han contribuido a su éxito, y la propia Ardern lo ha reconocido públicamente, pero la lucha contra el virus no podía haberse librado sin un conjunto más amplio de acciones lideradas por su gobierno.

Jacinda Ardern con estudiantes de la Universidad de Auckland. Foto: Hannah Peters/Getty Images

Jacinda Ardern (Hamilton, 1980) ya había sido blanco de múltiples elogios internacionales gracias a su estilo de gobernar, a la vez compasivo y eficaz. Lo demostró en su respuesta ante los atentados de Christchurch, el 15 de marzo de 2019, cuando un tirador australiano de ideología supremacista abrió fuego contra la comunidad musulmana en dos mezquitas y transmitió la masacre en las redes en tiempo real. 51 personas perdieron la vida y 49 quedaron heridas en un acontecimiento que conmocionó a Nueva Zelanda, un país generalmente pacífico donde el último tiroteo masivo había sucedido 12 años atrás. La primera ministra señaló de inmediato el acto como un ataque terrorista cobarde, y abrazó física y simbólicamente a las víctimas lanzando un mensaje de solidaridad e inclusión. “Muchos de quienes se vieron directamente afectados por este ataque podrán ser migrantes en Nueva Zelanda, podrán incluso ser refugiados aquí. Ellos han elegido a Nueva Zelanda como su hogar y es su hogar”, dijo en su primera declaración, horas después de la tragedia. “Ellos son nosotros. La persona que ha perpetuado esta violencia contra nosotros, no lo es”.

Las imágenes de una Ardern claramente dolida, que decidió vestir un hijab —o velo musulmán— para mostrar respeto a los familiares de las víctimas, dieron la vuelta al mundo. Pero su actuación no se quedó en un gesto. Seis días después del atentado, la primera ministra anunció que Nueva Zelanda prohibiría la venta de rifles de asalto y armas semiautomáticas de estilo militar. En menos de un mes, el Parlamento había aprobado la ley con 119 votos a favor y uno en contra.

The New York Times le dedicó por esos días una opinión editorial titulada “Estados Unidos merece una líder tan buena como Jacinda Ardern”, escrita desde un país casi acostumbrado a los tiroteos masivos (cerca de 20 cada año), donde las organizaciones a favor de la posesión de armas son tan poderosas que imposibilitan cambiar las leyes y que estaba dirigido en ese momento por Donald Trump, quien no había sido capaz de condenar la violencia de los supremacistas blancos en Charlottesville, Virginia. El periódico resumía así su postura ante la actuación de la política neozelandesa: “Después de ésta y de cualquier atrocidad similar, los líderes del mundo deberían unirse condenando claramente el racismo, compartiendo el dolor de las víctimas y despojando a los criminales de sus armas. La señora Ardern ha mostrado el camino”. 

Jacinda Ardern durante su participación en las oraciones islámicas en Hagley Park, cerca de la mezquita Al Noor, en Christchurch. 51 personas murieron y decenas resultaron heridas el 15 de marzo de 2019, cuando un hombre armado abrió fuego contra las mezquitas de Al Noor y Linwood. El ataque es el peor tiroteo masivo en la historia de Nueva Zelanda. Foto: Kai Schwoerer/Getty Images

El año de la “Jacindamanía”

Jacinda Ardern llegó al poder el mismo año que Donald Trump y en poco tiempo se convirtió en un icono global por representar exactamente lo contrario que el mandatario estadounidense. Él nació en una familia rica de Nueva York e hizo una larga carrera como empresario de la construcción antes de aspirar a ser presidente; ella creció en una familia mormona en un pueblo rural neozelandés y entró a la política con 17 años, buscando una plataforma para luchar por la justicia social. Trump convenció a los votantes estadounidenses con un discurso patriótico y proteccionista, resumido en su frase “Make America Great Again”; Ardern habló desde su corta campaña de la necesidad de atacar problemas globales, como la crisis climática, y eligió un lema que retrataba su forma idealista pero efectiva de hacer política: “Relentless positivity” (“Implacablemente positiva”).

Antes de que el país más poderoso del mundo eligiera a Trump como líder, se hizo pública una grabación en la que el empresario hacía alarde de su capacidad de hacer cualquier cosa con las mujeres, “agarrándolas por los genitales”, y poco después se conocieron las primeras acusaciones de abuso sexual en su contra. Aún como diputada de la oposición, Ardern asistió y dio un discurso en la marcha feminista de Auckland el día de la toma de posesión de Trump, realizada como un eco de la marcha de las mujeres en Washington. “Conocemos el poder del colectivo”, dijo ante la multitud para reconocer la importancia de marchar por los derechos femeninos. Ya como mandataria electa, no tardó en señalar el sexismo con que algunas veces había sido tratada en los medios de su país y sentó las bases para un cambio de tono en la conversación. Tres meses después de convertirse en primera ministra, Jacinda compartió con los neozelandeses la noticia de que esperaba el nacimiento de su primer bebé y explicó que, llegado el momento, tomaría su licencia de maternidad de seis semanas, mientras el segundo al mando de su partido cumpliría temporalmente con sus funciones. También anunció que, al terminar ese periodo, sería su pareja, Clarke Gayford, quien asumiría los cuidados de su hija al convertirse en papá de tiempo completo. 

“No soy la primera mujer que realiza tareas múltiples; no soy la primera mujer en trabajar y tener un bebé”, dijo a los medios una extrasonriente Ardern cuando anunció su embarazo al lado de Gayford, hasta entonces presentador de televisión en un programa de pesca. También contó que la noticia los había tomado por sorpresa el 13 de octubre de 2017, un par de semanas antes de que se conociera el resultado de las alianzas que la convirtieron en líder de la coalición mayoritaria y, por lo tanto, en líder del país. Las elecciones generales del 23 de septiembre habían otorgado 46 por ciento del apoyo popular al ya primer ministro Bill English, del Partido Nacional, y 35.8 por ciento a Jacinda Ardern, entonces recién nombrada titular de los laboristas, quien de inmediato se alió con el Partido Verde, con lo que sumó otro 5.9 por ciento de los votos. La decisión final del balance de poder recayó sobre Winston Peters, el líder de un partido minoritario antiinmigración, que en un giro inesperado de la historia decidió aliarse con la fuerza de centro-izquierda.

Jacinda Ardern sostiene a su hija Neve durante la Cumbre de Paz de Nelson Mandela, un día antes del inicio del debate general de la Asamblea General en las Naciones Unidas, en Nueva York. Junto a ella está su compañero Clarke Gayford (izq.), quien la acompaña para hacerse cargo de la bebé mientras la primera ministra participa en el evento. Foto: Don Emmert/AFP

El ascenso de Ardern hacia la cumbre y el aumento inusitado de su popularidad sucedieron en tal tiempo récord, que el fenómeno recibió un nombre propio: la “Jacindamanía”. Cuando ella habló en la marcha de las mujeres era una diputada más del Partido Laborista, al que se había unido siendo adolescente por influencia de su tía, Marie Ardern. En marzo de 2017, y tras nueve años como miembro del Parlamento unicameral, fue nombrada líder de los diputados de su fuerza política, la segunda al mando. Y el 31 de julio, a sólo dos meses de las elecciones, se convirtió en la primera líder del partido, cuando el entonces dirigente, Andrew Little, decidió dimitir ante los peores resultados en las encuestas en dos décadas. Los laboristas no habían estado en el poder desde 2008 y nadie esperaba que pudieran recuperarlo ese año, ni siquiera la persona que lo hizo posible.

Jacinda Ardern es la tercera mujer que dirige Nueva Zelanda, después de la laborista Helen Clark (1999-2008) y de Jenny Shipley (1997-1999), del Partido Nacional. Es notable que en este pequeño país del Pacífico Sur se ganara la primera batalla de las sufragistas, quienes obtuvieron el derecho al voto sin restricciones en 1893. Ardern es, además, la segunda mandataria de la historia que ha dado a luz mientras estaba en el cargo, después de la pakistaní Benazir Bhutto, en 1990, ambas con 37 años. Al momento de tomar posesión, Jacinda se convirtió en la líder más joven del mundo, y en 2020, en la guerrera más combativa contra el Sars-Cov-2.

La meta ambiciosa de vivir sin covid

Quizá la única política similar que han puesto en marcha Jacinda Ardern y Donald Trump haya sido el cierre de sus fronteras en el comienzo de la pandemia. Los brotes más significativos se encontraban aún localizados en Europa, por lo que Estados Unidos impuso una restricción de viaje a todos los países de la región, excepto a sus aliados de la Gran Bretaña. Las medidas fueron mal vistas por los representantes de la Unión Europea, al considerar que una crisis global requería cooperación y no decisiones unilaterales. Del otro lado del mundo, Jacinda Ardern decidió cerrar sus fronteras con apenas 28 casos reportados de covid-19, argumentando que su país actuaría “fuerte y temprano” a partir de las evidencias y de las recomendaciones de su equipo científico.

Ardern advirtió que su ambición no se limitaba a reducir los contagios, sino que buscaba eliminar el virus, lo que en términos prácticos implicaba acabar con los contagios comunitarios: haciendo pruebas de forma masiva, aislando a los enfermos, rastreando a sus contactos y conteniendo de forma eficaz los casos importados. “No estoy dispuesta a tolerar el riesgo en nuestra frontera, y es ahí donde se están originando los casos. Debemos hacer esto por la salud del país y de nuestra gente”, dijo la política neozelandesa al decretar que sólo podrían entrar al país los ciudadanos y residentes, y no sin antes cumplir con un periodo de aislamiento obligatorio de 14 días.

Con sus habilidades extraordinarias de comunicación, Jacinda Ardern persuadió a sus gobernados de aceptar uno de los confinamientos más estrictos del mundo, que se extendió a siete semanas con una atenta vigilancia policial. La frase “Sé fuerte, sé amable”, se convirtió en uno de los lemas de la mandataria durante el manejo de la crisis.

Las alarmas sonaron en la industria del turismo, una de las más importantes en el país, que antes de la pandemia generaba, de maneras directa e indirecta, 15 por ciento de todos los empleos. Para ellos y para el resto de los trabajadores de los sectores no esenciales, obligados a detener sus actividades, el gobierno lanzó un paquete inicial de rescate de 12.1 billones de dólares neozelandeses, equivalentes a 4 por ciento de su PIB, y más tarde se aprobó un fondo especial de 50 billones adicionales. Se incluían partidas para fortalecer al sector salud, pero el grueso del dinero se destinó al apoyo de pequeños negocios, empleados y familias de bajos ingresos. En abril, la primera ministra anunció que haría un recorte de 20 por ciento a su salario y al de todos los miembros de su gobierno durante seis meses.

Jacinda Ardern, entonces líder del Partido Laborista, durante un mitin por la equidad salarial en Nueva Zelanda el 12 de agosto de 2017, en Auckland. Foto: Hannah Peters/Getty Images

El país volvió prácticamente a la normalidad el 9 de junio: los niños y jóvenes regresaron a clases, los adultos a sus sitios de trabajo, los músicos a los festivales y los jugadores de rugby a los estadios. “Hoy no tenemos casos activos en Nueva Zelanda”, celebró Ardern en su anuncio oficial ante los medios, en el que también confesó que al enterarse de la noticia había hecho un pequeño baile frente a su hija, Neve. Aunque ese día se estableció que había llegado el fin de las medidas de distanciamiento social, las fronteras permanecieron restringidas.

La fuerza en la estrategia dio resultados; sin embargo, el país no ha estado exento de pequeños brotes. En Auckland, una ciudad de 1.6 millones de personas, se reportaron los primeros nuevos casos a mediados de agosto, y sus habitantes fueron obligados a regresar a un encierro que se extendió por dos meses. Las elecciones generales programadas para septiembre debieron posponerse.

Diversos miembros de la oposición y comentaristas han criticado la estrategia de Ardern, preocupados por el aislamiento nacional, la crisis económica y la aparente imposibilidad de parar los contagios. “Nos dijeron que habíamos actuado con fuerza y temprano; aun así nos quedamos más tiempo confinados, esas duras semanas adicionales, porque queríamos evitar otro encierro. Y aquí vamos de nuevo”, dijo Paul Goldsmith, del Partido Nacional. “Nuestro intento de eliminar la covid es una obsesión que nos destruirá”, escribió el columnista Damien Grant en Stuff, el medio digital más grande de Nueva Zelanda. “En ningún país ha sido posible la eliminación. ¿En verdad creímos que éramos tan únicos?”.

No obstante, la mayoría de los neozelandeses respalda las decisiones de su líder, y la mejor prueba de ello es que a mediados de octubre fue reelegida para un nuevo trienio en unos comicios sin precedentes. Por primera vez en 24 años, un partido logró la mayoría absoluta, lo que le permitirá a Ardern gobernar sin necesidad de formar una coalición.

Las cuentas pendientes

Una fotografía de mediados de 1980 sintetiza la infancia rural de Jacinda Ardern. En un campo abierto con árboles de fondo hay una carreta de madera repleta de niñas y niños; una alegre docena de entre cinco y quince años en actitud de diversión. La mayoría son chicos morenos con el pelo negro, excepto dos niñas rubias al frente del vehículo: la más joven es Jacinda, y la mayor, su única hermana, Louise. Sus amigos de entonces en la pequeña comunidad de Murupara eran niños maoríes, los indígenas mayoritarios en Nueva Zelanda. El papá de las Ardern era policía y había sido asignado a esa región, una de las más pobres del país; la mamá de la hoy primera ministra trabajaba como asistente en la cocina de la escuela.

Jacinda Ardern y su hermana Louise, en su infancia. Foto: CC

Ardern ha contado que sus primeras inquietudes sociales surgieron a raíz de esas experiencias tempranas, en un sitio donde algunos de sus compañeros más pobres asistían a clases sin zapatos. “Siempre me daba cuenta cuando las cosas se sentían injustas”, dijo a New Zealand Woman’s Weekly en una entrevista de 2014. “Por supuesto que de niña no lo llamas justicia social. Sólo pensaba que no era correcto que otros chicos no tuvieran lo que yo tenía”.

Su cercanía con la cultura maorí se ha reflejado en pequeños y grandes gestos. Con siete meses de embarazo, Ardern eligió vestir una capa tradicional maorí para conocer a la reina Isabel II en el Palacio de Buckingham; y su hija Neve Te Aroha, nacida en junio de 2018, recibió su segundo nombre en honor a la comunidad indígena. En cuanto a las políticas, existe un plan del gobierno para hacer de Nueva Zelanda un país bilingüe, en el que sus habitantes puedan tener una conversación tanto en inglés como en maorí. Además, en el recién creado gabinete de Ardern, cinco miembros de 20 son maoríes, incluida la primera mujer en la historia del país que ejerce como ministra del Exterior, Nanaia Mahuta.

Pero la pobreza sigue siendo un problema que afecta en mayor medida a las comunidades maoríes y otras minorías indígenas, y Ardern se comprometió a erradicarla cuando tomó el poder en 2017. En específico, la pobreza infantil. “Nos hemos fijado una meta ambiciosa. Queremos ser el mejor lugar en el mundo en el que un niño pueda vivir”, dijo la dirigente en su primer discurso en la sede de Naciones Unidas, en Nueva York. Poco después, su gobierno aprobó una ley de reducción de la pobreza infantil que, entre otras cosas, obliga a su gobierno a hacer reportes anuales para medir el fenómeno considerando nueve indicadores. A pesar de las leyes y las buenas intenciones, esta realidad estructural no ha registrado grandes cambios en los últimos tres años.

De acuerdo con el primer reporte realizado a partir de la ley, en 2019, uno de cada cinco niños maoríes vivía en casas con menos de 50 por ciento del ingreso promedio. En el caso de los niños de origen europeo, la tasa era bastante menor, pues las carencias económicas estaban presentes en uno de cada nueve. Un reporte anual de UNICEF (2020) que analiza el bienestar físico y mental de la infancia en los países más ricos situó a Nueva Zelanda en el lugar 35 de 38, y la situación económica sólo ha empeorado para miles de familias con la pandemia. “En el lugar de donde vengo no existe la amabilidad”, dijo a la BBC una madre soltera del sur de Auckland, aludiendo a las frases motivadoras de Ardern. “¿Hay amabilidad cuando la gente no tiene suficiente dinero para comprar comida para sus hijos? ¿Hay amabilidad cuando los padres tienen que dejar de comer para darles a sus hijos una mayor porción?”.

Jacinda Ardern con Nanaia Mahuta (izq.) y la gobernadora general Dame Patsy Reddy. Nanaia Mahuta es parlamentaria del partido Laborista y activista por los derechos de los pueblos indígenas, es de origen maorí y fue nombrada por Ardern como ministra de Asuntos Exteriores, convirtiéndose así en la primera mujer en ocupar este cargo. Foto: Hagen Hopkins/Getty Images

Otra de las causas insignia de Ardern, la lucha contra la crisis del clima, ha registrado un avance simbólico un par de meses después de su reelección. El pasado miércoles 2 de diciembre, el Parlamento de Nueva Zelanda declaró la emergencia climática —sumándose a 32 países que han hecho lo mismo— y se comprometió a alcanzar la neutralidad de carbono en el gobierno para el año 2025. “Esta declaración es un reconocimiento de la próxima generación. Un reconocimiento del peso que tendrán que cargar si no hacemos esto bien y si no lo hacemos ahora”, afirmó en el Parlamento la primera ministra. La oposición, sin embargo, describió la medida como un truco publicitario, pues la realidad difiere mucho del ideal. En una lista de 43 países industrializados, conocida como Annex 1, hay 31 que han logrado reducir sus emisiones de carbono y 12 que han registrado un aumento de las emisiones entre 1990 y 2018. Nueva Zelanda está en el último grupo.

La sonrisa de Jacinda estuvo ausente durante su discurso previo al voto de la declaración de emergencia climática, quizá por la abrumadora magnitud del problema; por tratarse, en sus palabras, de “uno de los mayores retos de nuestro tiempo”. O tal vez porque sabe que ese camino es lento y los pasos que puede dar no son más que modestos, igual que lo es el poder de su nación isleña en el sur del Pacífico. Eso no cambia el hecho de que una generación de niñas, niños y adolescentes crece con una joven líder implacable y positiva, que habla fuerte y claro de la necesidad de colaborar para alcanzar un futuro posible. “Frente al aislacionismo, el proteccionismo y el racismo, el mero concepto de mirar hacia el exterior y más allá de nosotros mismos, de la amabilidad y el colectivismo, puede ser un punto de partida tan bueno como cualquiera”, dijo Ardern en la onu un día después de que fuese escuchado el discurso de Donald Trump. También en esa ocasión, la primera ministra recordó a sus amigos de la infancia cuando habló de la necesidad de entregar un mejor medio ambiente a la próxima generación: “En el lenguaje maorí hay una palabra que captura la importancia de ese papel: Kaitiakitanga. Significa ‘ser guardianes’. La idea de que se nos ha confiado nuestro medio ambiente y tenemos el deber de cuidarlo”. Antes de pronunciar la despedida maorí, Ardern dejó en el aire su más recurrente mensaje, al asegurar que ella y su equipo de cinco millones se mantenían comprometidos con los valores humanos; con ser “pragmáticos, empáticos, fuertes y amables”.

Mural de la primera ministra, Jacinda Ardern, visto en un silo del suburbio de Brunswick en Melbourne. Se trata de una imagen donde Arden abraza a una mujer que forma parte de la comunidad de la mezquita Kilbirnie en marzo de 2019. Foto: Asanka Brendon Ratnayake/AFP

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