J. M. Coetzee: Literatura contra la brutalidad y la censura
José Israel Carranza – Edición 452
Ganador del Premio Nobel en 2003, el novelista sudafricano es una de las voces más atendibles contra los peligros que entraña lo que ha llamado “la pasión por silenciar”. En abril pasado, al recibir el doctorado Honoris Causa otorgado por el Sistema Universitario Jesuita, reflexionó acerca de algunos de los peores efectos de la censura, un mal que está lejos de desaparecer
En 1994, con la celebración de las elecciones que llevarían a Nelson Mandela a la presidencia, Sudáfrica presenciaba la culminación del desmantelamiento del apartheid, el régimen de segregación racial instaurado en 1948 que, al cabo de casi medio siglo, había conducido al país a una situación de aislamiento y repudio internacional y que sólo concluyó tras un prolongado movimiento nacional de protesta en el que la desesperación había ido intensificándose a la par que la represión brutal.
El novelista John Maxwell Coetzee recibió por entonces el mensaje de un investigador que había tenido acceso a los archivos —secretos hasta que el nuevo gobierno democrático decidió desclasificarlos— del Directorado de Publicaciones, la oficina de la censura en la Sudáfrica segregacionista. Le preguntaba si le interesaría echar un vistazo a los informes que se habían hecho de sus libros. Coetzee respondió que sí, y fue de ese modo como descubrió los modos en que los censores lo juzgaron, y también cómo esos censores eran conocidos suyos que tuvieron en sus manos, sin que él lo supiera, la suerte de su obra.
El pasado 6 de abril, en la conferencia que pronunció un día después de haber recibido el doctorado Honoris Causa otorgado por el Sistema Universitario Jesuita, en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México, Coetzee revisó aquel episodio de su vida y aventuró una posibilidad de comprensión de los motivos que pudieron tener sus censores para ejercer como tales, en una irónica exploración de los efectos y alcances de la censura, tema que constituye una de sus preocupaciones centrales. “El espíritu de la censura dista mucho de estar muerto”, reflexionó hacia el final. “La mentalidad censora, al parecer, está profundamente arraigada en nosotros, son sólo sus objetivos los que cambian”.
Vida y obra
Nacido en Ciudad del Cabo en 1940, y criado en Worcester, una población cercana, Coetzee creció como un niño afrikáner cuya imaginación terminaría residiendo en la lengua inglesa. Enfrentada a la turbulenta realidad social sudafricana, su atención fue desde entonces aprovisionándose de las impresiones que habrían de resolverse años después en su obra: las vivencias de un mundo hostil que amargaba a su madre y a su padre lo tenía lleno de ira, que a sus compañeros de colegio los arrinconaba en el miedo o bien los orillaba a abrirse paso sometiendo a los otros; una niñez en la que los libros parecían resguardar el único atisbo de sentido para lo humano.
Luego de estudiar Inglés y Matemáticas en la Universidad de su ciudad natal, viajó a Londres a la edad de 22 años para trabajar como programador de computadoras en ibm. Como puede saberse a través de la lectura de Juventud —la segunda de las novelas que, con Infancia y Verano, están informadas por el recuerdo de su propia vida—, esa mudanza lo condujo a una existencia solitaria y llena de carencias en la que lo alentaba la determinación, o bien el sueño secreto e intimidante, de convertirse en poeta. En las horas muertas de su empleo desarrolló un programa computacional para el análisis de las obras de Samuel Beckett, trabajo gracias al cual, siete años después, llegó a obtener un doctorado en la Universidad de Texas en Austin.
Niña blanca descansa en una banca en Johannesburgo, Sudáfrica. Hasta 1992, el apartheid fue el sistema de segregación racial en Sudáfrica. Consistía en la creación de lugares separados para los diferentes grupos raciales, en el poder exclusivo de la raza blanca para ejercer el voto y en la prohibición de los matrimonios, incluso las relaciones sexuales, entre blancos y negros. Foto: Peter Magubane
Se dedicó a la enseñanza de literatura en la Universidad de Nueva York, en Buffalo, de 1968 a 1971, y abandonó Estados Unidos cuando le fue denegada la residencia, entre otras razones, por su participación en manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Regresó entonces a Sudáfrica, para ocupar, desde entonces y hasta el año 2000, diversos puestos en la Universidad de Ciudad del Cabo, donde llegó a ser distinguido como profesor emérito. Entre 1984 y 2003 impartió clases en la Universidad Estatal de Nueva York, en la Universidad Johns Hopkins, en la Universidad de Harvard, en la Universidad de Stanford y en la Universidad de Chicago. Desde 2002 reside en la ciudad de Adelaida, en Australia, país cuya nacionalidad adoptó en 2006.
Coetzee publicó su primer libro en 1974, si bien lo había terminado desde 1968: Tierras de poniente, que contenía dos novelas breves: El Proyecto Vietnam y La narrativa de Jacobus Coetzee, en las que ya se advertía la implicación del autor en temas como el colonialismo y el imperialismo y sus funestas secuelas. Con el siguiente título, En medio de ninguna parte, obtuvo en 1977 el cna Prize, por entonces el galardón literario más importante de Sudáfrica, y ello facilitó de inmediato la proyección internacional de su obra: la novela, hecha ya a conciencia con la crueldad imperante en la realidad africana como materia prima, y urdida con una audacia formal que daba cuenta de un notable empeño estilístico, fue pronto reeditada en el Reino Unido y en Estados Unidos, y abrió camino a la recepción favorable que la crítica y el público dieron a Esperando a los bárbaros, de 1980, el opresivo relato de un Imperio que, movido por el temor ante una amenaza, se vuelca contra su propia población: la bestial metáfora de una Sudáfrica donde el racismo y el odio van borrando todo vestigio de razón y de compasión, en aras de una violencia que acaso no sea tan ciega como podría parecer. Seguiría, en 1983, Vida y época de Michael K., novela centrada en un hombre que debe viajar en busca de la supervivencia, con su madre enferma a cuestas. Se trata de un personaje que, al encarnar el colmo de la indefensión, la soledad y la incomprensión de la existencia, tal vez sea uno de los más altos emblemas que la narrativa contemporánea ha fraguado para representar a los millones de desheredados radicales del mundo.
Tras obtener, con esta novela, el Booker Prize en el Reino Unido, Coetzee publicó Foe (1986), una variación de Robinson Crusoe en la que el sudafricano hacía un singular homenaje a Daniel Defoe, uno de los autores que más lo han influido, y también proponía una parábola sobre el aislamiento extremo al que a menudo nos conduce nuestra incapacidad de comprender a los otros. Su siguiente novela, La edad de hierro (1990), vuelve a tener como trasfondo la dura realidad de la Sudáfrica racista, en una dimensión social que resulta más reconocible (y, por tanto, más inapelable) por cuanto está en función de las vidas de individuos que libran sus batallas íntimas contra la enfermedad, la soledad, la miseria, el rencor o el miedo. O la imposibilidad del amor, como ocurre con el protagonista de Desgracia (1999), la historia de un profesor que también deberá hacer frente a la vergüenza y la proscripción. (Antes, en 1994, Coetzee habrá hecho un paréntesis en el abordaje de estos temas para rendir tributo a otro de sus modelos, Dostoievski, en El maestro de Petersburgo.)
“Suministra los detalles y permite que los significados emerjan por sí solos”, se lee en una de las páginas que Coetzee escribió acerca de Elizabeth Costello, protagonista del libro epónimo, de 2003: se trata de la anciana novelista que concibió como una suerte de alter ego, una autora que se obstina, cada vez con menos fuerzas, en decir lo último que tiene que decir sobre la maldad, el arte y la vida, en alocuciones que es invitada a dar en círculos académicos y en las que su lamentable papel recuerda al del simio inteligente de un cuento de Kafka.
Coetzee ha desarrollado su producción literaria también en el horizonte del ensayo crítico, donde destacan títulos como Contra la censura (1996), una compilación de reflexiones acerca de lo que el autor llama “la pasión por silenciar”, tanto en los territorios del arte y la literatura como en los de la política, y Costas extrañas: Ensayos literarios 1986-1999 (2002), que reúne sus ensayos sobre los escritores y las obras que más lo han influido, entre ellos Jorge Luis Borges, Franz Kafka, Rainer Maria Rilke, Robert Musil, Salman Rushdie, Amos Oz, Nadine Gordimer, Naguib Mafouz y Doris Lessing. Los tres volúmenes de las memorias noveladas del sudafricano, Infancia, Juventud y Verano, aparecieron en 1997, 2002 y 2009, respectivamente.
Sus novelas Hombre lento (2005) y Diario de un mal año (2007) exploran los modos en que la adversidad puede encarnizarse contra los individuos, en la forma de la vejez y la cancelación del amor, y al igual que sucede en el conjunto de su obra, funcionan como alegorías en las que invariablemente tiene cabida una voluntad implacable de cuestionarse la marcha de la humanidad en vista de las configuraciones más atroces de las sociedades contemporáneas.
Imagen de una represión policial en Durban, Sudáfrica, luego de que unas mujeres trabajadoras asaltaran y prendieran fuego a una cervecería en 1959, como protesta a unas acciones de la policía en contra de la elaboración de cerveza casera. Foto: AP
Cuando estaba por publicarse su novela más reciente, en 2013, el autor pidió a su editorial que la cubierta del libro fuera blanca, y que únicamente hasta el final de la lectura figurara el título. La editorial no accedió. Pero esa solicitud da una idea de lo que el novelista se proponía: que sus lectores, al cabo de recorrer esa historia urdida en torno a un hombre y un niño que arriban como inmigrantes a una realidad no menos ardua que aquella de la que salieron, obtuvieran un sentido inesperado y poderoso cifrado precisamente en el título: La infancia de Jesús.
Es difícil decidir si esta novela se propone ser una reinterpretación, o bien una mera elaboración imaginativa, de lo que ese título establece. Por una parte, en las vicisitudes que enfrentan ese hombre y ese niño, da la impresión de haber reminiscencias del horizonte evangélico —aunque es también difícil empeñarse en buscar correspondencias concretas—; por otra, los hechos tienen, de alguna manera, consistencia que parece milagrosa o sobrenatural. El protagonista, Simón, es un hombre avejentado, solitario y triste en la batalla contra su propia resignación. Ha debido hacerse cargo del niño, David, cuya mano de pronto se vio sujetando en el barco que los llevaba a esa tierra extraña: tiene que buscar a su madre. Y el mundo en el que se internan, absurdo pero paulatinamente comprensible —como el mundo en general—, parece detenido mientras ambos cumplen la enigmática misión a la que están destinados.
El Nobel a “la chispa divina”
J. M. Coetzee ganó el Premio Nobel de Literatura en 2003. Entre las razones aducidas por la Academia Sueca para elegirlo se puede leer: “Las novelas de J. M. Coetzee se caracterizan por su sólida estructura, la plenitud de sus diálogos y su brillantez analítica. Pero al mismo tiempo es un escéptico escrupuloso, implacable en su crítica del cruel racionalismo y la moral cosmética de la civilización occidental […] El interés de Coetzee se enfoca principalmente en situaciones en las que la distinción entre lo que está bien y lo que está mal, aun cuando pueda ser clara como el cristal, puede verse que no sirve a ningún fin. Como el hombre que, en el famoso cuadro de Magritte, estudia su nuca en un espejo, en el momento decisivo los personajes de Coetzee se encuentran detrás de sí mismos, inmóviles, incapaces de tomar parte en sus propias acciones. Pero tal pasividad no es meramente la bruma oscura que devora la personalidad: es también el último recurso al alcance de los seres humanos que desafían un orden opresivo al presentarse como inaccesibles a las intenciones de ese orden. En la exploración de la debilidad y la derrota, Coetzee captura la chispa divina en el hombre”.
La obra de Coetzee consiste en una dilatada y lúcida reflexión acerca de algunos de los temas más apremiantes del mundo contemporáneo. Gestada desde una infancia difícil, marcada por la sociedad violenta y violentada por el apartheid, esa obra es en gran medida testimonio de la atención que su autor ha puesto en los modos en que el ser humano es orillado por la historia reciente a enfrentar las condiciones más extremosas de su naturaleza, y también es una profunda indagación acerca de las posibilidades de esperanza y redención a las que aún le es dado aspirar.
Denuncia y esperanza
El amplio elenco de los personajes de Coetzee —incluido él mismo— y las circunstancias en que los ha hecho vivir constituyen uno de los acontecimientos más significativos de la literatura del último medio siglo: por una parte, debido a que se trata de una empresa creadora cuya valía artística radica en la poderosa fe que el autor tiene en la narración de historias como uno de los mejores modos a nuestro alcance para respondernos las preguntas fundamentales, y también por las vías inéditas que ha descubierto y aprovechado como un creador a la vez revolucionario y deudor de la tradición de la que procede, lo que resulta en libros de incuestionables originalidad y vigor poético. Por otro lado, a causa de que es una obra cuyas preocupaciones centrales, y la responsabilidad que ha conllevado hacerse cargo de ellas, constan como pruebas de que la literatura es un medio óptimo para confrontar la realidad, reconocernos como participantes en su configuración y alertarnos contra las consecuencias peores que implica nuestra indiferencia.
Las preocupaciones éticas y políticas que permean la obra del sudafricano surgen de la constatación de un mundo en el que la injusticia, la barbarie, el egoísmo y la consideración a priori del Otro como enemigo, llevan a los individuos y a las colectividades a una confrontación consigo mismos en la lucha por la supervivencia, pero también a una necesidad imperiosa de encontrar un sentido a la existencia. Y la lectura de esa obra —que no puede ser sino una lectura perturbadora y conmocionada, decisiva como experiencia de conocimiento y de efectos perdurables en la memoria y la comprensión de quienes transitan por ella— es, con toda seguridad, una de las vías óptimas para encontrar ese sentido, y con él la esperanza, y con esa esperanza la confianza refrendada en el ser humano y en la posibilidad de su salvación.
Entre las razones que se tomaron en cuenta para otorgarle el Doctorado Honoris Causa en abril pasado, destaca el hecho de que la obra del escritor sudafricano propicia, en su conjunto y en sus partes, una reflexión sostenida sobre algunos de los temas más importantes que orientan la acción social del Sistema de Universidades Jesuitas y de la Compañía de Jesús: la búsqueda de la libertad y de la justicia en un mundo agobiado por la violencia y la inequidad. Al constituir una constante denuncia de las consecuencias más terribles de los modos históricos en que las diversas formas de dominación que rigen en las sociedades contemporáneas se abocan a la imposición del odio, la exclusión, la rapacidad, el consumismo desaforado y la exacerbación del individualismo y del relativismo más pernicioso, esta obra ejerce una crítica necesarísima que persigue la transformación de las condiciones de vida de quienes llevan la peor parte en tiempos de guerra, miseria, ignorancia, soledad, incomprensión y dolor.
El 10 de diciembre de 2003 J. M. Coetzee recibió el Premio Nobel de Literatura de manos del rey Carl Gustaf, de Suecia. Foto: AFP
Contra la censura, la libertad del arte
Al rememorar su descubrimiento, en 1994, de los juicios que sus censores habían hecho de sus libros, Coetzee precisó que, si mereció el indulto para que esos libros pudieran circular libremente, fue debido a que sus vigilantes consideraron, no sólo que no eran “indeseables” —es decir: no atentaban contra el orden establecido por el régimen de Pretoria—, sino que además eran literatura cuyo público no podría pasar de ser una minoría culta y refinada. “¿Por qué yo en particular califiqué para ese tratamiento especial? Creo que hubo tres razones. Uno: era blanco y un afrikáner; aun cuando no fuera un afrikáner pura sangre, pertenecía al pueblo. Ningún escritor de color podría haber esperado el trato empático que yo recibí. Dos: provenía de la misma clase y el mismo estrato social que mis censores, a saber, la intelligentsia de la clase media. Tres: no era un escritor popular. Como reiteran en sus reportes, mis libros no eran para el consumo masivo”. Los censores, aventuró en su conferencia, debieron de haber pensado que estaban protegiéndolo, y con él a la literatura. “He llegado a ver al censor, no sólo como el enemigo, tal y como lo veía en mi juventud, sino como una figura compleja, ridiculizada y despreciada por las personas a las que, detrás del telón, alguna vez ha intentado ayudar”.
Pero este afán de comprensión, a decir de Coetzee, es lo que la censura puede llegar a hacerle a la psique. No hay que olvidar que la represión es únicamente eso, cualesquiera que sean los fines a los que sirva. Ni tampoco lo que él mismo ha tenido ocasión de corroborar, dadas las repercusiones que han alcanzado por todo el mundo aquellos libros suyos a los que los censores les perdonaron la vida: “Los libros, las obras de arte en general, afectan el curso de la Historia en maneras múltiples, sutiles y habitualmente indirectas. Toma tiempo, en ocasiones mucho tiempo, para que su influencia se revele”. Pero sucede, inevitablemente. m.