Instrucciones para embrujar una mansión
Fernando de León – Edición 412
La casa en cuestión deberá ser grande, es pésima inversión tratar de embrujar un departamento o un cuarto de hotel. Es sabido que los fantasmas requieren sitios amplios, aunque sean imágenes flotantes, capaces de atravesar muros, y aun siendo en esencia seres que ya no ocupan un lugar en el espacio, lo ocuparon antes, y el espacio es un hábito difícil de dejar.
Si pretende que un inquilino sienta miedo al escuchar ruidos en la recámara contigua, la cual sabe vacía, requiere, por lo menos, dos recámaras: escuchar ruidos en su propia habitación lo llevaría a pensar en un ratón y, luego de haber colocado raticida en las esquinas del cuarto, el inquilino se convencería de que los muros son muy delgados y sus vecinos muy ruidosos. Pronto se acostumbraría a los ruidos y tendríamos el caso doblemente triste de un fantasma ignorado. Los sitios públicos son bocas de tormenta para los fantasmas, pues los asimilan y diluyen con pasmosa facilidad. Nadie distinguiría la cantidad de fantasmas que caminan entre la multitud por una avenida, los que recorren los pasillos de una tienda departamental como clientes indecisos, o los fantasmas inmóviles que, de pie, aparentan viajar en un apretado vagón del metro.
Un fantasma requiere espacio, pero tampoco les son idóneos los lugares inmensos: nadie en su juicio buscaría un fantasma en el desierto, donde no los hay, porque compiten desigualmente con los espejismos y con los delirios que ocasionan el demasiado sol y la falta de agua. En el mar los fantasmas son poco funcionales, precisan de barcos errantes o lomos de bestias enormes que permanezcan quietas como islas terribles. Los manglares y los bosques suelen albergar fantasmas atípicos, que más que espantar precisan reconocimiento y admiración de los vivos, pues un fantasma en pena requiere una —y sólo una— enorme y gran pena que lo atormente; no miles de incomodidades y soledades como las que ofrece la naturaleza en esos sitios. Quien ha superado yacer con el jején, el mordisco del cocodrilo, la humedad del mangle; o, en el bosque, la furia de la ardilla y la velocidad de los nogales, nada tiene que temer del desamor, la traición y la mezquindad humanas. Sin embargo, ciertos fantasmas subsisten en pantanos y bosques, pues algo tienen esos sitios de laberínticos, y nada tan propicio para un fantasma como un laberinto. Las ciudades son los mejores laberintos: enormes, confusos y absurdos. Dentro de la ciudad, una mansión relativamente grande es verdadero caldo de cultivo para fantasmas poderosos y duraderos.
Embrujar una mansión es laborioso. Quien se proponga esta meta deberá saber que seguramente le llevará la vida lograrlo y quizá no vea el resultado. Una mansión no se llena de espantos traídos de otras partes. Quien piense que un fantasma puede ser convocado en una sesión espiritista o con una ouija y luego adoptado para que asuste en su casa como si fuera una mascota, se equivoca. No negaré que alguien lo ha logrado, pero al final sólo consiguió convertir su mansión en una prolongada fiesta de disfraces en la que de repente se dejaban ver espíritus salvajes de apaches, aldeanos decapitados o bandoleros de la revolución. Lo que fácil llega, fácil se va; esa mansión un día dejó de tener actividad fantasmal que, por otra parte, era frívola, pues la raíz de esos fantasmas se encontraba en otro lado: si un fantasma es como un libro que no se ha leído, estos fantasmas son libros de páginas arrancadas. Y bueno, que un alma se encuentre penando no significa que ande de gira artística. Este método ofrece fantasmas caseros, genuinos, casi orgánicos; parte de la finca, como sus propios cimientos.
Una vez elegida la mansión es indispensable averiguar todos los datos posibles sobre la gente que la ha habitado. Lo mejor sería que uno mismo la hubiera construido: de ser así, sería prudente revisar el capítulo titulado “Recomendaciones a la hora de construir una mansión que se piensa embrujar” y atender los consejos sobre la distribución angustiosa de las habitaciones, la preferencia sobre los pisos de madera crujiente, la importancia de vigas visibles, la existencia de bodegas obscuras, insanos sótanos húmedos junto a aljibes abiertos, y áticos donde las arañas y la acumulación del polvo encuentren su lugar; pasillos largos y estrechos con poca iluminación y jardines interiores sombríos, con árboles que a contraluz produzcan siluetas inquietantes, entre otras artes escénicas propicias al embrujamiento.
Si no fuera el caso y se ha adquirido una mansión ya construida, insisto, saber lo más posible sobre quiénes la han habitado es importante. Recordemos que una casa es un contenedor de vidas y, por ello, un receptor de emociones que a la postre quedan mimetizadas con la construcción. Si la casa ya ha tenido habitantes miserables, reconocerá fácilmente la miseria nueva y se apropiará de ella. Si las familias que han habitado esa mansión han sido dichosas estamos ante un problema serio: una regla sobre la naturaleza de los embrujos es que sólo el dolor y la desdicha los fija; es como la vitamina D que permite al cuerpo aceptar la vitamina C. Contra todo abecedario, sin la D primero no hay la C.
Así, sólo la pena sostenida y profunda engendra fantasmas y, por eso, para embrujar una mansión no debemos buscar muertos en pena, sino vivos en pena: ¿sabe que a su vecina la abandonó su marido? Pídale que viva en una habitación de su casa mientras sufre y llora. Cuando la conformidad le llegue, ella deberá marcharse. ¿Conoce a un niño que ha sido golpeado por su padre y huye de casa lleno de desconcierto y rencor? Refúgielo en su patio para que despacio, por las piedras del jardín, deposite todas sus miradas agresivas, pero cuando se haya calmado y su ausencia haya asustado lo suficiente al desatinado padre, permítale regresar a casa. ¿Sabe del hombre cuyos amigos lo traicionaron y perdió la poca fortuna que tenía? Permítale que sea su sala el lugar donde planee su venganza, pero si su odio se enfría y se debilita su capacidad de réplica, pídale que regrese más tarde y ya nunca le permita entrar, pues su rencor habrá menguado y ya sólo tendrá fuerzas para perdonar y olvidar.
Atención: no se trata de que secuestre a un anciano y lo torture con tal de conseguir dolor para su mansión; el asunto es mucho más sutil. Si usted visita hospitales, escuelas o cárceles abandonadas, las encontrará cargadas de murmullos, de gritos y energía vital desbordada sin motivo aparente; esos sitios han sido siempre la encrucijada de sentimientos humanos, pero tales descargas de emotividad no logran en consecuencia ningún alma en pena, porque ser fantasma exige voluntad. Voluntad de sufrimiento. Voluntad de ser. Si secuestra a un anciano y lo tortura lo hará gritar, maldecir, llorar, suplicar, y si usted es un torpe torturador novato, incluso lo matará sin querer, de modo que al final el espíritu de ese anciano no deambulará por los pasillos de su mansión, pues nunca fue su voluntad compartir ese dolor. Su mansión debe recibir el dolor ajeno como si recibiera un regalo.
Pero si ha hospedado a seres felices, entonces el procedimiento cambia un poco en su principio. La casa ha tenido una historia buena y usted, como aspirante a dueño de una mansión embrujada, puede tomar eso a su favor. Lo que usted debe hacer es agredir la construcción. La casa que ha tenido tiempos gratos es como una persona cuya historia no le ha dado motivos para herir a nadie, una persona a la que la fortuna abraza y no entiende ni concibe los procedimientos de la pena. Sólo una mala vida la volverá resentida y desconfiada. Esa casa afortunada debe dejar de serlo: tome pico y pala y abra un boquete sin mayor finalidad. Clausure sus ventanas. Tape los bajantes para que la azotea se convierta en un estanque lamoso y la mansión se llene de humedad. Divida los cuartos grandes y ventilados en pequeños rincones sombríos. Encemente los jardines; derribe todo árbol agradable y que el sol le caiga como plomo. Píntela del color que más desagrade a quienes antes la querían y la cuidaban. Llénela de ratas, las cucarachas vendrán solas. Su casa será miserable, pero esto sólo debe durar un tiempo; no tan pequeño como para que su mansión no sienta el abandono y no tan largo para que afecte la estructura y se derrumbe. El daño debe ser moderado; luego la reparará con estilo sobrio y la dejará lista para recibir a sus invitados dolientes, quienes, después de cien o ciento cincuenta años, serán afanosos fantasmas. Entonces su propiedad valdrá mucho más de lo que vale una casa cualquiera, normal y sin pizca de personalidad. Entienda, lo sembrado rendirá fruto, no para el casero visionario que es usted, sino para el casero del mañana que será su nieto o bisnieto a quien herede la obra de toda su vida.
Piense que quizá, si se apasiona lo suficiente, un día usted deambule con terrible expresión desencajada a través de estos muros soberbios. m.
La foto es de KayCpics, de una casa en Hardee County, Florida, construida en 1885. Dejamos la liga al Flickr de KayCpics
1 comentario
Esta genial,me ha gustado
Esta genial,me ha gustado mucho,por desgracia no tengo ni la paciencia ni la mansion para dedicar mi tiempo a embrujar.
Pero cabe dicir que ha sido una lectura interesante,que me ha echo pasar un buen rato.
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