Incendios forestales: historias de muerte y vida

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Incendios forestales: historias de muerte y vida

– Edición 409

La investigación científica desarrollada en México en los últimos años demuestra que aunque el fuego puede originar grandes desastres, también cumple una función ecológica esencial.

Junio del año 2004. Entre la apretada oscuridad nocturna de la sierra de Cuale, los viajeros primero percibieron el inconfundible aroma de la combustión, mientras columnas de humo opacaban un cielo apenas un momento atrás tapizado de estrellas.

Luego, cuando libraron un puerto del camino que va a Talpa a bordo de la desvencijada Toyota “chocolate”, sus ojos recuperaron una visión primitiva, tejida de asombro y temor: el fuego, cual espléndido y terrible dios primordial, devoraba furioso el bosque.

Los troncos de pinos y encinos, inermes ante la ofensiva de la lengua roja, ardían como espíritus atormentados, y su castigo dotaba de una extraña belleza a la noche. El viento soplaba y expandía las llamas. Entonces, Toribio y Manuel observaron el raudo y accidentado ascenso de un jeep con grandes luces incandescentes, por la brecha: reconocieron a bordo a un cazador del pueblo, Armando Amaral. ¿Simple oportunista o invocador voluntario del desastre? Una duda que nunca sería contestada…

Las luces cegadoras tenían el propósito de sorprender venados durante su huida. El sospechoso no se detuvo a saludar, en persecución de la probable presa, y el fuego siguió su marcha en medio de súbitas explosiones sobre las copas de los árboles, cuya orgullosa y paciente longevidad quedó a prueba.

Lupe Ochoa les recordó que ese predio tenía un conflicto añejo de posesión y que es usual resolver por la vía de un incendio lo que los tribunales y la justicia demora en aclarar. Segunda hipótesis.

Qué decir de los siniestros provocados para abrir la siembra de enervantes: en estas montañas, aún remotas, pero cercanas al mar, la marihuana y la amapola son algo común desde hace más de dos décadas, cuando el legendario Rafael Caro Quintero arribó y dio trabajo a decenas de habitantes pobres de El Bramador y Desmoronado, aldeas mineras aisladas desde los aciagos años de la revolución de Pedro Zamora (1920).

La reflexión se interrumpió al aparecer la cuarta posibilidad, unos minutos después: el pesado descenso de un camión maderero con gruesos troncos que tal vez contaba con la guía para acreditar su procedencia legal, pero que, en caso de que faltara, la compleja red de caminos rurales pondría lejos del brazo de la ley. Además, se puede pensar, cavilaron los testigos, en el fuego encendido por paseantes, esos peregrinos que visitan a la Virgen tras un periplo por la sierra, en extenuantes jornadas en las que el sol, la lluvia y el frío los ponen a prueba. Aunque junio no es la temporada alta para ese fervor.

Tampoco se podría descartar la apertura de pastizales o de terrenos agrícolas, costumbres inmemoriales de los moradores de esta región.

El fuego redobló su furia en la alta noche, y Toribio, Manuel y Lupe se retiraron camino abajo, apesadumbrados y sin respuestas, hasta la quietud luminosa de Talpa. Al día siguiente, aquella danza fantástica de color y vapores de la víspera, bajo la luz del sol se había reducido a ruinas grises.

Algunos tocones conservaban un mortecino ardor, árboles fantásticos lucían pelones, retorcidos y ennegrecidos; algunos supervivientes con ramas aún verdes se erguían heroicos en medio de la desolación. El daño fue grande, aunque puntual: alrededor de 25 hectáreas quemadas. Pero en derredor, un magnífico bosque de miles de hectáreas que sobrevivió a sus verdugos.


Las dos caras del fuego

No siempre tienen que acabar estos asuntos así. La investigación científica desarrollada en México en los últimos años demuestra que aunque el fuego puede originar grandes desastres, sobre todo si crece a través de las copas de los árboles, también cumple una función ecológica esencial en muchos ecosistemas, en particular en los bosques templados (justamente, los de pino y encino) y en los matorrales. Un incendio superficial es a menudo benigno, pues propicia la regeneración, el rebrote de semillas y la presencia de ciertos animales adaptados a ese entorno cambiante. En cambio, puede destruir cosas valiosas en otros ecosistemas, como la selva húmeda o el bosque de niebla (o mesófilo de montaña).

Lo que se necesita es adoptar visiones y sistemas múltiples para su manejo, advierte el investigador del Instituto Manantlán de Ecología y Conservación de la Biodiversidad (Imecbio-UdeG), Enrique Jardel Peláez. “Se trata de fortalecer capacidades contra los incendios; esto evolucionó a un enfoque de manejo del fuego, partiendo de la idea derivada de estudios ecológicos de largo plazo: el fuego es parte de la dinámica de los bosques de pino”, explica Jardel, quien también es consejero nacional de Áreas Naturales Protegidas. “[El fuego] tiene una serie de usos, además, en silvicultura para preparar el terreno, en regeneración natural o plantaciones, o manejo de hábitat pensando en las especies adaptadas a las condiciones que crean los incendios, tanto plantas como aves; también se usa en manejo de agostaderos para la ganadería, y es una de las herramientas más baratas para preparar terrenos para cultivo”.

Así, se procura estimular “esta idea de que el fuego se maneje, se use para algo benéfico”, lo que lleva a “mantener el régimen de incendios en aquellos ecosistemas que dependen del fuego”, sin descuidar el aspecto de la protección.

¿Hay un mito muy grande en torno al fuego destructor?
Bueno, es necesario ser claros: los incendios sí pueden tener efectos destructivos; se deben tener capacidades para prevenir y combatir incendios […] pero en muchos ecosistemas ha estado presente por millones de años de forma natural, y luego miles por la presencia humana; no es algo que puedas eliminar nomás así, generarías cambios en características de bosques y su dinámica natural.

Entonces, eliminar el fuego no es del todo correcto, por eso la necesidad de manejarlo.
Los ecosistemas que normalmente no se queman más que en años muy secos, como el bosque mesófilo o las selvas húmedas, deben estar en condiciones extremas para que los incendios sean naturales, años secos y caída de rayos, o quemas intencionales […] el problema es que cada vez más gente vive en contacto con los bosques… avanza la frontera agropecuaria, la extracción de recursos como la madera, y esto puede modificar las condiciones de estas selvas y hacerlas más susceptibles a un incendio. La selva se fragmenta, se abren claros en ella, se seca combustible, se enciende y propaga un incendio. Si a esto le añadimos las condiciones de cambio climático, con eventos de sequía extrema u ondas de calor, eso sí podría generar un desastre. Pero en otros casos, el fuego es parte del sistema y se debe manejar.

De hecho, añade Jardel Peláez, los desastres periódicos que se padecen en bosques de Estados Unidos, o recientemente en Australia, son consecuencia de políticas que, en lugar de manejar el fuego, lo han marginado. Esto propicia la acumulación de materiales combustibles y potenciales desastres, incluso a costa de vidas humanas.

“Los aborígenes de Australia lo usaron por miles de años; provocaron incluso incendios para reducir el peligro de forma severa […] el caso de la acumulación de combustibles es un problema serio pues ahora hay casas metidas en el bosque, e incluso ciudades que crecen sobre estas áreas. Ése es el caso de Canberra [capital de Australia], ciudad en medio de ecosistemas que se pueden quemar; o de varios fraccionamientos de poblaciones al sur de California; en México está el caso de la sierra de Arteaga en el estado de Coahuila, que se llenó de cabañas y residencias de personas de Monterrey, o el bosque de La Primavera, en Guadalajara”.

Este investigador explica que el problema es que no sólo se quema el bosque o el ecosistema, sino que se ponen en riesgo viviendas e infraestructura, por lo que los combatientes tienen que arriesgarse más: “En Estados Unidos ya ha habido protestas de las agencias de combate de incendios llamando a que se controle la urbanización en áreas de riesgo, se arriesga a la gente y al combatiente”.

En México y América Latina, la gente vive en los bosques desde hace siglos, pero se trata de algo completamente distinto: “Allí derivan prácticas inmemoriales de manejo de fuego que se hacen en el momento apropiado cuando es menos riesgoso, para reducir la acumulación de combustibles […] en lugares con población asociada a bosques, donde se aprovecha la madera y se manejan bien los recursos, lo normal es que se apliquen medidas de prevención, como quemas prescritas, que haya vigilancia y personal de combate”.

Jardel Peláez habla de dos temporadas de incendios difíciles en el país: 1998 y 2003. “Se comparaba que mientras en lugares de bosques bajo manejo hubo poca incidencia de incendios o se controlaron pronto, en las áreas más remotas hubo muchos incendios, pues no había condiciones de organización para prevenir y combatir”. Estas experiencias dejaron enseñanzas. Aunque ya existe una norma oficial mexicana para manejo de fuego, se debe caminar hacia la generación de programas específicos y adaptados a cada realidad del heterogéneo mundo natural mexicano. Es decir: predio por predio.


Crímenes sin castigo

Abril de 2005. El fuego se propagó con rapidez y violencia debido a la fuerza de los vientos. Lo que más dificultó su combate fue que nació en dos puntos diversos del área de protección forestal y de fauna La Primavera, a las puertas de la Zona Metropolitana de Guadalajara. Después, las dos líneas de fuego se encontraron sin anularse. La devastación demoró cinco días en ser contenida por cientos de brigadistas.

La investigación de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) acreditó que fue un siniestro provocado, pero no encontró a los responsables. Semanas después se encontraron contenedores y sustancias flamables en la zona de El Cráter, donde comenzó uno de los focos del devastador suceso. Además, entre el 23 y el 25 de abril hubo siete focos de fuego en distintas zonas del área protegida, lo que demostraría un patrón de acciones para generar el desastre.

El 4 de diciembre de 2005, el delegado de la dependencia, Trinidad Muñoz Pérez, dijo a la prensa: “No hubo quién diera indicios serios de los responsables. Las dependencias gubernamentales no aportaron mucha información y las fotos tampoco sirvieron de mucho”.

Muñoz Pérez agregó: “Ninguna autoridad —y quiero ser muy enfático— dio los suficientes elementos para poderle fincar un procedimiento a un particular […] va a quedarse como una investigación, va a quedarse con una recomendación, pero definitivamente en ninguno de los niveles de denuncia que hicieron se nos dijo claramente de dónde salió el incendio”.

El saldo final: 11,148.7 hectáreas quemadas. Dato alarmante de no advertirse los matices: se estima que la zona con daños severos abarcó de 600 a 900 hectáreas (entre 5% y 8% del área afectada), que es donde se ha debido hacer una labor de “reconstrucción” de los ecosistemas. En el resto, el fuego fue un motor de cambios que benefició a muchas especies: semillas de pino despertaron de su letargo con el calor; varias especies oportunistas de herbáceas ocuparon espacios abiertos por la devastación y a su vez dieron alimento a fitófagos (comedores de hierba) como los venados cola blanca y aves como los colibríes. Los pumas han regresado y tienen, aparentemente, condiciones espaciales y disposición de alimento, como para pensar que prosperarán largo tiempo en el bosque sitiado.

Hoy, la ciudad sigue creciendo en las orillas, incesante. m.

La receta purépecha
Nuevo San Juan, en las inmediaciones de Uruapan, pudo ser una comunidad como muchas en Michoacán, rentista de sus bosques, con fuerte tala clandestina e incendios devastadores y, como consecuencia, con altos índices de exclusión social, migración y pérdida de tierras. Pero quiso ser dueña de su destino e instrumentar un modelo distinto de conservación forestal. En 2008, de las casi 18 mil hectáreas de su superficie comunal, el fuego no alcanzó más que a dos.
El gran cambio ocurrió a partir de 1980, explica el presidente de bienes comunales, Alejandro Anguiano Contreras: “Fue cuando nos comenzamos a organizar; fueron varias reuniones pero no sabíamos cómo empezar, ni el gobierno creía en comunidades como ésta. Nos costó mucho trabajo, pero arrancamos”.
El primer aserradero se montó en 1983. “Nada más un aserradero y alrededor de 60 personas; como cualquier otra comunidad, inicia sin capital. Quisimos sacar un crédito, pero una comunidad no es sujeto de crédito. Entonces, una empresa, que ahora es Crisoba, nos presta para financiar y abastecerlos; así comenzamos a producir tabla y a repartir utilidades”, añade Daniel Aguilar Saldaña, responsable técnico de la comunidad. El problema fue que eran demasiados comuneros (1,254) y el dinero que les correspondía, poco: “Nomás sirvió para que se emborracharan o hicieran cosas que no tenían ningún beneficio”. El segundo año, la asamblea determinó que ya no se repartirían utilidades.
De este modo, se pasó del aserradero a las estufas, para industrializar lo mejor posible la madera. Hoy se cuenta con estufas de secado, con una fábrica de muebles, con una astilladora y con una mezcladora de resina. La recolección de resina obliga a la gente a visitar el monte que está, por tanto, vigilado constantemente. Esto conlleva dos ganancias adicionales: la ausencia de talamontes y la mejora en el combate de incendios forestales.
Todo el proceso forestal que ahí se realiza tiene certificación de calidad ambiental y social. Como añadido a este control de los recursos, se ha creado después una empresa de huertas comunales que cultiva y cosecha exitosamente miles de hectáreas de aguacate, una bodega de fertilizantes, una tienda comunal, una de transportes, otra de televisión por cable y una embotelladora, además de cabañas para turistas en las inmediaciones de El Paricutín.
Un aspecto prioritario del gobierno de la asamblea comunal es la atención a la tenencia de la tierra. Nuevo San Juan ha invertido cuantiosas utilidades en juicios agrarios que le han restituido la mayor parte de la superficie que le reconoció el rey de España Felipe V, en 1715. El sentido de pertenencia de sus tierras es eje del éxito de su organización social, comprometida a conservar cada palmo de su vasta heredad.
Así, mientras en otros lugares las columnas de humo ascienden por las montañas aledañas y los fusiles de los talamontes saquean sus maderas, aquí se mantienen las brechas cortafuego, se elimina el exceso de combustible con quemas prescritas y se mantiene el ojo humano sobre cualquier extraño que penetre en las florestas. El resultado es un bosque conservado y productivo, protegido por estos purépechas que supieron ser modernos sin perder su raíz. m.

MAGIS, año LX, No. 502, noviembre-diciembre 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de noviembre de 2024.

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