Gozo e imaginación para lectores desocupados
Juan Nepote – Edición 506

A Verne le adeudamos cierto gozo infinito durante nuestras horas más ociosas, desde el centro de la Tierra hasta la Luna, pasando por océanos, nubes, máquinas, sin salir físicamente de los márgenes de la página
El verano es un momento especialmente propicio para cierto goce ocioso, muy relacionado con la lectura. Hay encuestas, seguramente perfectibles, que confirman una intuición elemental: durante las vacaciones, las personas —las afortunadas que tienen posibilidad de gozar del ocio— leen con más intensidad y durante un tiempo mayor. Se trata de lecturas para entretenerse, para no aburrirse, para abandonarnos y olvidar dónde estamos, porque andamos de viaje con la imaginación, como en ese tiempo congelado que añoraba María Elena Walsh, cuando “Uno viajaba en libro a todas partes”.
Ahora se repite hasta el cansancio la urgente necesidad de inculcar las ganas de leer por placer. Es decir, de hacer lo que, quizá, siempre hemos hecho, como evidenció Michel Petit: “Todas las sociedades arrojaron sobre la noche estrellada una red de palabras, de historias, de cosmogonías de las que nos apropiamos fragmentos desde la infancia”. En estas vacaciones vale la penar identificar lo mucho que las aventuras lectoras de nuestra infancia le deben a un grupo de fantásticos autores franceses, quienes, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, fundaron un estilo de divulgación científica asombrosa, provocativa, alegre, gozosa. Como Édouard Charton, un abogado reconvertido en periodista con un interés muy profundo, obsesivo, en la educación; Camille Flammarion, astrónomo autodidacta de boscosa barba y cabellera de espuma oceánica, que adquirió una fama inmensa, sobre todo hacia 1910, cuando el cometa Halley volvió a presentarse ante la humanidad, y en la prensa de todo el planeta recordaron que en su magnética novela La fin du monde había retratado con entusiasta minuciosidad la destrucción del planeta y su eventual reconstrucción; y, sobre todo, Julio Verne, autor de una sugerente obra literaria que incluye más de 80 textos (unas 62 novelas y otros 18 cuentos), y quien, según Jorge Wagensberg, “empezó a ver un interés masivo al reconocer que el conocimiento científico es lo que más podía influir en la vida de los ciudadanos”; Verne, de acuerdo con Jean Franco, transformó en “natural la inclusión de la ciencia en las novelas más logradas”.
A Verne le adeudamos cierto gozo infinito durante nuestras horas más ociosas, desde el centro de la Tierra hasta la Luna, pasando por océanos, nubes, máquinas, sin salir físicamente de los márgenes de la página, pero ensanchando nuestro universo imaginario.
Por ello, Christopher Domínguez Michael entiende que “a Verne le tocó inventar otra máquina, que sólo el siglo XIX podía haber concebido y que acaso también esté condenada a figurar entre los trebejos del museo de la obsolescencia: un tipo de lector que nace maduro y a la vez es un eterno adolescente, ese ser que encarna el equilibrio exacto entre el espíritu práctico y el asombro poético” y, por lo tanto, “el lector de Verne es una de las grandes proezas de la civilización, una suma colosal que se ha expresado, rigurosamente, en la intrasnferible, casi provinciana modestia de cada joven que, obligado por las convenciones u orillado por el tedio, ha abierto alguno de sus Viajes extraordinarios […] No sale sobrando recordar que Jules Verne, el profeta, fue el primero en sospechar que sin ese personaje el mundo quedaría irremediablemente vacío”.
Posiblemente, lo más gozoso de leer a Julio Verne tiene que ver con el estado de ensoñación y activa imaginación en la que coloca, desde hace más de siglo y medio, a todos sus lectores, y que Wagensberg entendió tan bien: “A pesar de que existe una diferencia importante entre comprender y creer que se está comprendiendo, no hay la menor diferencia entre gozar y creer que se está gozando”.