Escuchar con los ojos
José Israel Carranza – Edición 491
Leer es escuchar, y muchas veces el estilo de los autores es, en buena medida, una cuestión de timbres, de tonos, de énfasis o de susurros
Aunque el poeta Gerardo Deniz afirmaba que música y poesía sólo tienen en común el número de letras, lo cierto es que se tiene por incuestionable la importancia del sonido de las palabras de un poema, y cuando ocurre que éstos se conviertan en canciones, ello se debe a que ya traían consigo su melodía y su ritmo, sus énfasis y sus silencios. Sin embargo, también es verdad que la forma en que las palabras deben ser oídas es un componente decisivo para la impresión que toda prosa causará en sus lectores, y a menudo es su vigilancia de la prosodia lo que define cuáles autores llegarán a ser más memorables. Pasa con Juan José Arreola, por ejemplo: sabedor de que hay vibraciones decisivas que pueden viajar en las palabras cuando saltan de la página y se materializan en el aire, no sólo fue un impulsor entusiasta de la lectura en voz alta en México, sino que también puso un especial esmero en la modulación de su escritura para que sonara de un modo especialísimo siempre, aun cuando la leamos en silencio.
Francisco de Quevedo lo formuló inmejorablemente: “escucho con mis ojos a los muertos”. Leer es escuchar, y muchas veces el estilo de los autores es, en buena medida, una cuestión de timbres, de tonos, de énfasis o de susurros. Uno nos puede aturdir, otro más ser un murmullo vertiginoso que exige una atención redoblada, o uno más una cristalina fuente propicia para el encantamiento. Etcétera. La experiencia literaria, en gran medida, es cuestión de saber oír: desde el ruido y la furia de Macbeth o de Faulkner y hasta el verso de Eliot: “Así es como el mundo termina / no con una explosión, sino con un gemido”.
Un alambre ardiente
El silenciero, de Antonio di Benedetto (Adriana Hidalgo editora)
“Considero al hombre como hacedor de ruidos”, declara el protagonista de esta novela: un hombre aturdido y en combate contra la proliferación incesante de ruidos que atesta su vida (un aparato de radio lejano, un piano, un taller vecino a su casa, el paso de un autobús, el pulso de sus venas). Su propia voz sólo la tolera porque, al volverla escritura, va quedando silenciada. El ruido es un alambre ardiente que le atraviesa la cabeza: “El alambre, más arriba de la sien, comienza a emitir sus señales. Lo desatiendo un rato y se ofusca, vibra, se enciende al rojo vivo, y el dolor me hace dar gritos y llorar. Estoy llorando”.
Oír voces
Réquiem, de Antonio Tabucchi (Anagrama)
El método preferido por Antonio Tabucchi para poner en funcionamiento su imaginación literaria consistía en oír voces: en un café, preferiblemente, pero también al ir por la calle, al hacer un trámite, en el transporte público. O en los sueños. Contó, por ejemplo, que cierta mañana parisina, al dar con un café y disponerse a obedecer la costumbre que le mandaba sacar la pequeña libreta y la pluma que siempre llevaba consigo, recuperó la voz de su padre muerto, que había escuchado en un sueño la noche anterior. De esa experiencia surgió Réquiem, su novela más celebrada, y acaso una de las más entrañables.
El mundo de los sordos
Veo una voz, de Oliver Sacks (Anagrama)
Explorador audaz de los misterios imbricados en las formas que tenemos de percibir el mundo, el neurólogo Oliver Sacks —melómano irredento y pianista, dicen, más que solvente— dedicó un libro a internarse en “el mundo de los sordos”, concretamente a partir de la reconstrucción y el examen de las condiciones de vida en una comunidad de Massachusetts que, a lo largo de más de dos siglos, había presentado una peculiar forma de sordera “hereditaria”. Esa expedición, como es habitual en Sacks, da pie a una profunda reflexión sobre la condición humana y nuestras relaciones con la realidad, que tan a menudo definimos por lo que ponen a nuestro alcance nuestros sentidos.
La experiencia musical
Calla y escucha, de Eduardo Huchín (Turner)
Es una suerte para sus lectores que el ensayista Eduardo Huchín sea también músico: gracias a ello es posible este libro, que da cuenta no sólo de algunas de las inquietudes más acuciantes del autor en esa doble naturaleza (se define, por ejemplo, como una de esas personas a las que les importan mucho los acordes), sino también de hallazgos en los que no es infrecuente el asombro. Se trata, además, de una colección de ensayos copiosa y rigurosamente informados y en los que el tratamiento de cada asunto (trátese de las peripecias y los prodigios de Beethoven, los Beatles, Cri-Cri o Black Sabbath) está supeditado a una admirable voluntad de comprensión que nos acerca a tener cada vez más claro qué nos pasa cuando escuchamos música, y por qué.