Enseñar desde la diferencia
Teresa Sánchez Vilches – Edición 505

Cada vez más patente como una necesidad, la educación con perspectiva de neurodiversidad va más allá de la inclusión al abrir posibilidades de empatía y solidaridad. Sus fines son ambiciosos y, como lo muestra el trabajo de docentes, madres y padres de familia y estudiantes, son también realizables: hacer que en el mundo quepan todos los mundos
Es un país donde el sistema educativo está diseñado para que todos entren por la misma puerta, se sienten en los mismos pupitres y respondan al mismo examen con las mismas respuestas. Aquí, hablar de neurodiversidad puede parecer un lujo, una desviación del temario. La educación tendría que ser, sobre todo, un arte para acompañar a alguien a ser quien es. La palabra neurodiversidad no tiene el sabor de las clases de civismo, pero habla de lo esencial: hay muchas formas de aprender, de ver el mundo, de estar en él.
La inclusión ha sido una preocupación patente para las instituciones educativas, sobre todo en el decenio pasado. La producción de conocimiento, la visibilización y la concientización acerca de la experiencia educativa de alumnos de minorías sociales o que simplemente son diferentes han sido mucho mayores en periodos recientes. Sin embargo, queda mucho camino por recorrer respecto a la calidad de los procesos formativos en los que se ven inmersos las personas que no sólo son diversas en la escala social, sino que aprenden y procesan de manera diferente en el aspecto cognitivo, por ejemplo, los estudiantes que son neurodivergentes (algunas veces abreviado como ND).

La palabra neurodiversidad se pronuncia como si estuviera hecha de cristales rotos, pero al tacto revela la textura suave del ser humano. Es un término que nació en los años noventa, en la voz de activistas que no querían ser corregidos, sino comprendidos. Jim Sinclair, Kathy Lissner Grant y Donna Williams le dieron forma cuando hablaron del autismo como una manera de ser, no como una patología. Desde entonces, esa palabra se desliza por las aulas como un pájaro que nadie sabe si viene de la ciencia o de la poesía. Es la afirmación de que no todos los cerebros funcionan igual y de que en esa diferencia hay un universo por descubrir. De esa intuición surgió una revolución silenciosa, no en los laboratorios, sino en las aulas, los hogares, los patios de recreo.
Hablar de neurodivergencia es internarse en un territorio sinuoso. Es la forma en que esa palabra se encarna. Habla de quienes habitan el mundo con un mapa distinto: con dislexia, con TDAH, con algún grado dentro del espectro autista, con dispraxia. No son enfermedades, aunque a veces también duelen. No son errores, aunque a menudo se tropiezan con los bordes del sistema. Son, simplemente, maneras distintas de ser. No exigen lástima, sino comprensión; no piden atajos, sino rutas alternas. Es el margen que interpela al centro y lo obliga a mirarse de nuevo.
Dimensionar el autismo y otras diferencias de proceso mental en las personas es el primer paso para ofrecer una experiencia educativa realmente inclusiva para todos de acuerdo con su manera de aprender y percibir el mundo.

Otras fortalezas, otros desafíos
Como buen concepto incómodo, la neurodiversidad divide opiniones. Está quien la celebra como una expresión de la riqueza humana y quien la mira con el ojo clínico del que sólo ve síntomas. En medio, viven los estudiantes. Casimiro Arce Arriaga, psicoanalista y acompañante psicopedagógico en Prepa ITESO, insiste en no romantizar la diferencia, pues se corre el riesgo de medicalizar lo que simplemente es distinto e ignorar el papel del entorno. “Se calma lo que molesta, pero no se resuelve lo que excluye”, dice. Una intención educativa sin perspectiva de neurodivergencia es como enseñar historia sin hablar de los vencidos.
“Hay una estructura escolar que no se pregunta si el problema está en el niño o en la forma en que se está enseñado el contenido”, añade. “Y eso es violento para quienes no encajan en la idea de normalidad que se espera del alumno promedio”.
Uno de los estigmas más persistentes con respecto a cómo consideramos la neurodivergencia es calificarla como enfermedad o discapacidad y minusvalorar el potencial de los alumnos para adaptarse al estándar y desarrollar las habilidades que todos los demás trabajan conforme la norma impuesta. No son capacidades diferentes, son procesos diversos. La psicóloga clínica Elisa Luz Soto Ceballos lo ha dicho con claridad: “No está mal ni es deficiente, sino que es una variedad del cerebro humano que tiene otras fortalezas y otros desafíos”.

En el ITESO, esa arquitectura está en construcción. La Maestría en Educación y Convivencia propone algo simple y radical: convivir. Jesica Nalleli de la Torre Herrera, académica del Departamento de Educación, Psicología y Salud y parte del equipo docente de este posgrado, habla de crear espacios donde la diversidad sea vista como un bien colectivo. En sus talleres, lo primero que se trabaja es el prejuicio. Hay que desarmar la idea de que las personas neurodivergentes deben adaptarse al ritmo de los demás. Hay que cambiar la pregunta; que no sea “¿Puede este alumno seguirnos?”, sino “¿Qué podemos hacer para caminar juntos?”. De la Torre lo explica con precisión: “Cuando hablamos de inclusión educativa no se trata sólo de incorporar a alguien al sistema, sino de transformar el sistema para que todas las personas puedan participar en igualdad de condiciones”.
Desde la Coordinación de Acompañamiento Académico para la Excelencia Académica (Caxa), Germán Ríos Morfín, asesor especializado y encargado del programa APRENDIZ —enfocado en atención a las dificultades en procesos de aprendizaje y neurodivergencias en la Universidad—, junto con su equipo han dividido la atención en tres momentos: el ingreso, el trayecto académico y los casos complejos. Muchos estudiantes se presentan con diagnósticos que ellos han elaborado a partir de la información obtenida en redes sociales, otros con diagnósticos antiguos, algunos sin saber siquiera qué les pasa. Caxa no impone etiquetas: escucha. “Nos toca acompañar, no etiquetar. Cada historia tiene su ritmo, y la clave está en escuchar sin prisa ni prejuicios”, dice Ríos.
En cuanto a los perfiles atendidos por Caxa desde el inicio del programa, de agosto de 2022 a 2024, Ríos precisa que no se trata de una muestra representativa de la población universitaria, sino de los casos que han sido acompañados por este equipo. Hasta el corte del semestre Otoño 2023, de los estudiantes que buscaron apoyo, 21 por ciento contaba con un diagnóstico formal. En total, han sido atendidos 93 alumnos: 55 con tdah, 25 dentro del espectro autista, cinco con dislexia, cinco con cuestiones de salud mental, cinco con trastornos neurológicos y otros cinco sin identificación específica. “No podemos esperar a que llegue un papel para empezar a atender. Lo urgente es observar a la persona y construir con ella una forma posible de estar en la universidad”, señala. Además, subraya que el objetivo principal del programa no es remitir directamente a servicios de atención, sino propiciar encuentros y diálogo entre docentes y estudiantes: “Sólo cuando ese diálogo no se logra o los esfuerzos no son exitosos, apoyamos con los casos que lo requieren”.

Arce insiste: “La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿qué tipo de subjetividad estamos promoviendo con la forma en que educamos? Porque muchas veces estamos empujando a las personas a que se adapten a un modelo que no está hecho para ellas”.
El trabajo de psicólogos y maestros no debe restringirse sólo a los alumnos. La información a padres y madres acerca del tema, así como su acompañamiento, es fundamental para asegurar el bienestar emocional y el acceso a la educación de los alumnos neurodivergentes. “Hay que incluir también a las familias, porque sin ellas cualquier intento de inclusión se queda corto. Es necesario construir redes de comprensión que no terminen en el aula”, apunta Ríos.
La perspectiva que impulsa De la Torre se basa en una idea poderosa: “La inclusión es un aprendizaje de dos vías”, dice. “Lo aprenden quienes crean las condiciones para integrar a otros, pero también lo aprenden las personas que están siendo integradas”. En los espacios educativos, este enfoque dialéctico permite transformar la diferencia en vínculo. “No podemos hablar de aprendizaje si no hablamos de convivencia. Y no podemos hablar de convivencia si no reconocemos la diferencia como un valor y no como un problema”, puntualiza.
Ríos cuenta que en el ITESO el trabajo más fino empieza en el primer semestre, cuando se detecta si una dificultad es neurológica o emocional. Después vienen las estrategias. Y, más tarde, la madurez del estudiante para decir qué le sirve. Muchos van y vienen, regresan cuando algo se rompe. Y eso también es aprender. “No es un camino lineal. A veces damos pasos atrás y eso no significa retroceso, sino parte del proceso de autoconocimiento”, explica. “Nuestra tarea es sostener el espacio mientras eso sucede”.

En grupo y por el grupo
“La diversidad, cuando se reconoce, cambia el sentido del aula”, dice Casimiro Arce. “Cuando un maestro se permite ver al estudiante como alguien singular, no sólo mejora la experiencia de ese alumno, sino la de todo el grupo”.
La educación, entendida desde la neurodiversidad, se vuelve un acto compartido. Nalleli de la Torre habla de “procesos convivenciales”, que suenan a utopía, pero se aterrizan en asambleas escolares, estrategias multinivel, participación colectiva. No se trata de que el profesor haga todo, sino de que la comunidad sepa que cada quien tiene algo que aportar. “Las escuelas necesitan cambiar el modo en que entienden el éxito académico. A veces el logro es que un estudiante permanezca en clase, que hable, que confíe. No todo se mide en exámenes”, dice.
Arce recuerda un caso elocuente: un estudiante que está dentro del espectro autista, que no entendía por qué debía subir una foto digital de su tarea. Él ya la había hecho, en papel. El sistema decía: sin evidencia, no hay calificación. Pero alguien tuvo la lucidez de mirar el fondo y no la forma. Recibieron la entrega en físico. Se validó el esfuerzo. Se validó a la persona. “No se trata sólo de flexibilizar reglas, sino de tener claro por qué hacemos lo que hacemos. Las reglas deben estar al servicio del aprendizaje, no al revés”, señala Germán Ríos.
“La educación no puede seguir operando desde la lógica de la eficiencia”, advierte Arce. “El aula no es una empresa. Lo que se aprende no siempre es cuantificable, y eso no lo vuelve menos valioso”.

La diversidad de perfiles estudiantiles ha llevado a nuevas formas de intervención en el ITESO. Ríos destaca: “Tenemos estudiantes que no saben explicar bien cuál es su problema o no lo tienen claro. Se crea un fantasma, como si hiciera falta un especialista que tradujera todo”. Pero a veces basta con un maestro que escuche sin prejuicio y adapte sin miedo. “Lo más importante no es saber el diagnóstico, sino estar disponibles. La educación empieza cuando dejamos de preguntar qué tiene y empezamos a preguntar qué necesita”, subraya.
Con su experiencia como psicoanalista, Arce insiste en algo más: muchas de las adecuaciones que se hacen para personas neurodivergentes terminan beneficiando a todo el grupo. Instrucciones más claras, mayor flexibilidad, ritmos más humanos. No es bajar el nivel, es subir la empatía. La diversidad no es una amenaza, es una promesa.
La escuela no es un hospital, pero tampoco puede seguir siendo una fábrica. El conocimiento no se administra como si fuera medicina. Se comparte. Y para compartirlo, hay que estar dispuesto a escuchar otras formas de habitar el aula. A veces, eso implica cambiar el salón; otras, cambiar la pregunta.
Las familias, los docentes y los compañeros tienen un papel importante. La soledad de los estudiantes neurodivergentes no es un síntoma, es una señal. Se les llama aislados cuando en realidad se les ha aislado. La inclusión no es un acto individual: es cultural.
El discurso de la inclusión abunda en las universidades, pero la práctica aún escasea. Para pasar de la intención a la acción, hace falta algo más que voluntad: hace falta un cambio de mirada. Eso empieza por reconocer que lo que es justo para uno, puede ser mejor para todos. “Inclusión no es un programa ni un protocolo. Es una postura ética. Es preguntarnos, todos los días, cómo estamos tratando a quienes aprenden distinto”, afirma Ríos.

Autodiagnóstico y otros riesgos
Casimiro Arce advierte, además, del peligro del autodiagnóstico. En la era de TikTok, muchos jóvenes se reconocen en videos virales y se apropian de etiquetas que no siempre corresponden a una evaluación clínica. “Hay quien llega diciendo: tengo tdah, tengo autismo, tengo ansiedad. Pero no tienen claro qué implica eso para su aprendizaje ni qué apoyos podrían ayudarlos realmente”. En ese ruido digital, el acompañamiento profesional se vuelve más necesario que nunca.
Otro riesgo es el uso social del diagnóstico como una forma de exclusión. Germán Ríos lo ha observado: estudiantes que toman su neurodivergencia como identidad rígida y se repliegan del grupo, como si su diferencia los condenara a estar al margen. “La clave no es nombrarse, sino entenderse”, dice. La escuela debe ofrecer puentes, no muros.

Una pedagogía con perspectiva de neurodiversidad implica también una revisión crítica de los objetivos escolares. Arce lo plantea con sencillez: “¿Qué es lo primordial que queremos que alguien aprenda? Lo demás, lo secundario, debe flexibilizarse”. No se trata de diseñar un plan único para cada alumno, sino de identificar lo esencial y permitir que cada quien llegue por su camino. Nalleli de la Torre coincide: “Lo esencial es el vínculo. A veces, cuando un estudiante se siente acompañado, eso basta para empezar a aprender. Y para querer quedarse”.
“El verdadero desafío está en cambiar la pregunta fundacional de la educación”, concluye el acompañante de adolescentes. “No es cómo enseñamos mejor, sino cómo aprendemos a acompañar”.
En ese sentido, muchas de las estrategias aplicadas en espacios como Prepa ITESO han mostrado que no todo es cuestión de adecuaciones curriculares. A veces, lo más efectivo es hablar con el grupo. Explicar qué es el espectro autista, permitir que el propio alumno cuente cómo vive sus diferencias. Poner el asunto sobre la mesa y desestigmatizarlo. Hacer comunidad, en lugar de silencio.

El sistema educativo mexicano, como recuerda Arce, ha favorecido la estandarización en lugar de la comprensión. Desde el proceso de admisión universitario —con sus pruebas diseñadas para quien sabe contestar exámenes— hasta las plataformas digitales que exigen una destreza técnica adicional, la escuela ha olvidado algo básico: enseñar también es adaptarse.
Lo que sucede en las aulas del ITESO es apenas un principio. Pero es un principio valioso. Porque nace desde la escucha, desde la pregunta por el otro. La neurodiversidad no pide privilegios, pide caminos. Y en esos caminos, todos, absolutamente todos, podemos aprender algo que no sabíamos de nosotros mismos.
No es una moda ni una concesión. Es un recordatorio de que la educación debe ser un lugar donde caben todos los mundos. No se trata de enseñar lo mismo a todos, sino de encontrar con cada quien la mejor forma de aprender. Ésa es la tarea. Y también, la construcción de una forma de esperanza.

1 comentario
Agradecimiento institucional por la atención a la neurodivergencia en el ITESO
Como académica del ITESO y madre de una alumna con diagnóstico de Asperger, quiero expresar mi más profundo reconocimiento a nuestra universidad por asumir con seriedad, sensibilidad y compromiso el tema de la neurodivergencia dentro del ámbito educativo.
La apertura institucional para reflexionar, capacitar y actuar frente a esta realidad —que está presente en nuestras aulas, muchas veces de manera no identificada o no nombrada— representa un avance significativo hacia una educación más incluyente, empática y justa.
El que mi hija, una joven neurodivergente, haya tenido la oportunidad de ingresar, desarrollarse y ser acompañada en su trayectoria formativa dentro de esta comunidad universitaria, no solo me enorgullece como madre, sino que también me interpela como docente: me compromete a visibilizar y acompañar a estudiantes que requieren condiciones diferenciadas para que sus talentos puedan florecer.
Agradezco que el ITESO no eluda esta responsabilidad, que no opte por el silencio o la exclusión, sino que esté generando condiciones reales de inclusión, tanto a través de la sensibilización del personal académico como mediante acciones concretas que tienden puentes para quienes históricamente han sido marginados del ámbito universitario.
Gracias por transformar el cómo no, en el cómo sí. Por demostrar que es posible acompañar con profesionalismo, ética y humanidad a quienes aprenden de manera distinta, pero tienen la misma capacidad de aportar y transformar.