En actitud filosófica permanente
Lizeth Arámbula – Edición 464
Podemos hacer todo tipo de preguntas, cultivar esa actitud filosófica ha sido labor humana durante siglos y todos nos preguntamos lo mismo, con mayor o menor ingenuidad
“Vamos, Sara, eres madre, ¿no sientes un ápice de empatía por lo que están atravesando estos niños?”. Es la pregunta con la que un reportero interpeló a Sarah Sanders, secretaria de Prensa de la Casa Blanca, acerca de la separación de padres e hijos migrantes que ocurre en Estados Unidos al incriminarlos en su intento por cruzar la frontera ilegalmente.
Se filosofa con el cuerpo porque sentimos. Aunque ese sentir también está moldeado por la cultura y las certezas que heredamos, y que preferimos no poner en duda —como la ley, a pesar del horror—. A la mayoría nos han recitado que la filosofía es el amor a la sabiduría. Ya. ¿Saber qué? ¿Saber como conocimiento? ¿Saber la verdad? Nunca me ha parecido más útil la filosofía que cuando escucho a alguien, como yo, gritar desde la rabia, la depresión o la angustia (y sí, la alegría, pero en estos días parece predominar la desazón), como ese reportero, porque tiene un deseo de saber.
La actitud del reportero es filosófica; entendida como afición, corresponde a un asunto de los afectos. Averiguar qué siente otra persona a la que parece que los niños en jaulas no le producen una alteración es hacer filosofía. Para mi maestra de lógica, Eneyda Suñer, la vocación del filósofo es no temer el cuestionar las certezas, por eso “es siempre un aficionado; el aficionado no es un profesional, es un aficionado al saber y al conocimiento, pero no es el sabio ni el científico (es decir, no es el profesional), y los aficionados somos aprendices permanentes sin acomodarnos en certezas. No somos afectos a las certezas, somos afectos a una vocación humana más profunda que es la de preguntarnos, lo cual genera una angustia constante con la que el filósofo tiene que convivir. Necesitamos certezas, pues nos volveríamos locos sin ellas, pero las sabemos precarias y no sabemos hasta cuándo podremos descansar en ellas”.
El filósofo Paul Preciado habla de las prácticas filosóficas como prácticas de invención de la verdad, una verdad cuya realización sucede socialmente. Por ejemplo, las imágenes que transmiten los medios afines a la política de cero tolerancia de la Administración de Trump son máquinas de producción de un tipo de verdad: los inmigrantes son criminales. Preciado urge a percatarnos de que esas máquinas las inventamos nosotros, y debemos hacer todo lo posible por que sean abiertas, es decir, que funcionen para compartir y tomar decisiones consensuales y lo más plurales posibles. Que esas máquinas de producción de verdad no sean capturadas por el neoliberalismo, como está sucediendo, sino que, como filósofos contemporáneos, intervengamos y las reinventemos… ¿o acaso debemos apartarnos del mundo?
Hanna Arendt solía tumbarse a pensar “con los ojos cerrados, como si durmiera”. Ella se definía a sí misma como teórica. Se despidió de la filosofía, decía, porque se planteaba que ante las preguntas “¿Qué puedo hacer?” y “¿Cómo?” hay una tensión en el hombre como ser que filosofa y ser que actúa. “El filósofo se sitúa ante la naturaleza como todos los demás seres humanos, cuando medita sobre ella habla en nombre de toda la humanidad. En cambio, frente a la política el filósofo no tiene una postura neutral”.
¿Cómo sería todo aquello que queda fuera de lo establecido?, plantea Judith Butler. Podemos hacer todo tipo de preguntas, cultivar esa actitud filosófica ha sido labor humana durante siglos y, aunque el canon pueda ser hermético e inaccesible, nos preguntamos lo mismo con mayor o menor ingenuidad y dispuestos a ciertas prácticas y métodos; los pensadores contemporáneos y los que a menudo no queremos saber la verdad, sentimos. Haría falta saber amar. m.