El pasado es un lugar por descubrir
Juan Nepote – Edición 484
La primera versión del óleo no mostraba a esa moderna dupla de científicos y cómplices intelectuales, sino que representaba a una pareja perteneciente a la alta sociedad de la burocracia monárquica
Al Museo Metropolitano de Arte de Nueva York llegó, en 1977, un majestuoso óleo de grandes dimensiones, en el que, casi dos siglos antes, el francés Jacques-Louis David, una de las super-
estrellas del arte de aquellos años, retrató a una de las superestrellas de la ciencia de entonces: Antoine de Lavoisier, quien, además de revolucionar las ciencias naturales con su Tratado elemental de la química, también tuvo energía para dedicarse a una fructífera carrera como funcionario de la monarquía, responsable de cobrar impuestos —de tal suerte que el triunfo de la Revolución lo encontró en el bando incorrecto, y la tarde del 8 de mayo de 1794 murió ejecutado en la guillotina—.
Esta obra, inquietante, espectacular, es uno de los retratos más importantes del siglo xviii, tanto por lo que muestra como por lo que sugiere: en una sección de un elegante salón se distingue una tersa manta escarlata que cubre una mesa sobre la cual han colocado un perfecto alambique, ese barómetro con mercurio, una campana de vidrio. La mirada encuentra papeles, un cofre, un tintero, aquel enorme matraz acomodado inexplicablemente en el piso; y a Lavoisier sentado al centro junto a su esposa, Marie-Anne Pierrette Paulze, quien aparece delante suyo, sobresaliente hasta el punto de opacar al marido, algo impensable en un retrato de aquella época.Y es que el retrato del más importante químico hasta ese momento es, en realidad, el retrato de dos personalidades de la ciencia. O mejor aún: se trata del retrato de uno de los primeros equipos modernos de investigación científica porque, en vez de hijos, Lavoisier y Paulze parieron infinitos experimentos.
Así que aquel gran retrato no es otra cosa que la imagen de una vanguardista pareja dedicada casi por igual a la ciencia. ¿O no?
Cuando este óleo llegó al Museo Metropolitano no existía aún la tecnología necesaria para contestar bien esa pregunta. Fue hasta hoy que otro innovador equipo científico pudo descubrir que Jacques-Louis David había elaborado, originalmente, un retrato muy distinto al que conocemos. Silvia Centeno, Dotothy Mahon, David Pullins y Federico Caró combinaron sus talentos en química, microscopía y espectroscopía, reflectografía infrarroja, macrofluorescencia de rayos x, entre otros, para trabajar por más de tres años hasta publicar los sorprendentes resultados de sus investigaciones en Heritage Science y Burlington Magazine: la primera versión del óleo no mostraba a esa moderna dupla de científicos y cómplices intelectuales, sino que representaba a una pareja perteneciente a la alta sociedad de la burocracia monárquica. En vez de instrumentos químicos había un globo terráqueo decorativo; en los muros traseros, estantes de una biblioteca. Y ella portaba un gran sombrero rojo decorado ostentosamente, además de unos moños rojos en cintura y brazos. ¿David cambió de opinión, o los Lavoisier le pidieron no aparecer como ricos recaudadores de impuestos, en los turbulentos meses previos a la Revolución francesa? Esa parte de la respuesta no la conocemos todavía, pero esta historia de detectives del arte y la ciencia es un estímulo para imaginar lo que el trabajo transdisciplinario, las nuevas tecnologías y el ingenio pueden hacer por reelaborar nuestras historias más icónicas.