El mundo es, en verdad, una boda
Héctor Eduardo Robledo – Edición 444
Con las costumbres pretendemos que la vida no se nos salga de control. Por eso se instauran como instituciones que, según Émile Durkheim, “al mismo tiempo que se nos imponen, nos aferramos a ellas; ellas nos obligan y nosotros las amamos”
La frase del título es de Erving Goffman y apunta a uno de los problemas más interesantes de la psicología social: el de la relación entre las costumbres y la afectividad.
La vida cotidiana consiste en un conjunto de costumbres que son, como les llama Randall Collins, cadenas de rituales de interacción, o sea, de situaciones periódicas en las que las personas siguen pautas de conducta para darle sentido y estabilidad al propio mundo. Para querer —aunque sea un poquito— la propia vida: beber café por la mañana, regar las plantas, comer con la familia, pasear al perro. Los rituales definen la propia situación: un funeral es donde todos visten de negro y están tristes y un partido de futbol es donde muchos se pintan la cara y gritan eufóricos. Estos rituales son el esqueleto de la vida cotidiana y enmarcan incluso los eventos extraordinarios, momentos en los que uno tiene, por ejemplo, inesperado éxito laboral o fracaso rotundo en el amor —caso en el que, como sugiere una canción, la costumbre es lo último que se pierde—.
Con las costumbres pretendemos que, pese a los eventos extraordinarios, la vida no se nos salga de control. Por eso se instauran como instituciones que, según Émile Durkheim, “al mismo tiempo que se nos imponen, nos aferramos a ellas; ellas nos obligan y nosotros las amamos”, pues se supone que garantizan el buen vivir (o el menos peor). Pero principalmente dotan de sentido de pertenencia a un mundo compartido: uno cumple con los rituales —cómo saludar, cuándo beber, a qué edad tener hijos— para ser pertinente con la situación. Eso pareciera ser bueno de facto y, de pronto, por más ateo que se presuma, uno se encuentra haciendo boda y bautizando a los hijos, fortaleciendo los lazos comunitarios con las alegrías que proporcionan los respectivos festejos.
Sin embargo, las costumbres también son ejercicios de poder y se utilizan para reproducir la dominación: la ritualización de actos que pretenden “naturalizar” la desigualdad, como la ceremonia en la que el novio pide la mano a los padres de la novia, tan frecuente aún en nuestro país. O el desfile militar del 20 de Noviembre, en el que la gente aplaude su heroísmo a los cuerpos militares y policiacos, más criminales y represores que nunca. Es por ello que los movimientos vanguardistas del siglo xx —como anarquistas, dadaístas, situacionistas y feministas— se rebelaron contra las costumbres burguesas del mundo desarrollado y desafiaron los símbolos cívicos y religiosos tomando el arte como herramienta y blanco de sus ataques: porque ésos son los pilares de una cultura que genera el hastío por una vida que no es digna de ser vivida. m.
Para saber más
Miradas psicosociológicas
:: “La crónica sentimental de la sociedad”, de Pablo Fernández Christlieb.
:: “La ritualización de la femineidad”, de Erving Goffman.
Sobre las vanguardias:
:: Historia de un incendio, de Servando Rocha (La Felguera, 2007).
:: El puño invisible, de Carlos Granés (Taurus, 2011).