El Heliocentrismo: astronomía al desnudo
Javier Zapata Romano – Edición 434
La formalización del Modelo Heliocéntrico en el Renacimiento fue un proceso que retomó las ideas griegas del desnudo y su belleza, y culminó en la redefinición de los esquemas de armonía y perfección y en una concepción diferente de Dios.
La Astronomía, su historia y su desarrollo, ha estado íntimamente relacionada con los conceptos de armonía, belleza y perfección. Ha sido, entre otras muchas cosas, la búsqueda y el descubrimiento de lo estético (lo que es bello); un conjunto de experiencias históricas que, a partir de la observación, generó modelos del funcionamiento de los cielos atados a estos conceptos. En el Renacimiento, cuando los modelos cosmológicos existentes ya no pudieron cuadrar más con las observaciones, se dio un divorcio entre las ideas y las experiencias. Los esquemas sufrieron una transformación, se crearon nuevas concepciones de belleza y armonía y se concibió una visión distinta de Dios y de la perfección. El hombre, su pensamiento, sus creencias religiosas y su historia se vieron arrastrados en este camino.
En la Antigua Grecia, los modelos cosmológicos se agruparon básicamente en dos grandes corrientes: los Geocéntricos, con el modelo aristotélico como su más grande ejemplo, y los Heliocéntricos, con Aristarco y Pitágoras.
Aristóteles, a partir de la observación, generó todo un esquema de perfección. Comparó los movimientos de los astros con los de la Tierra; los primeros, circulares y perpetuos; los segundos, rectilíneos y perecederos. Observó que aquí, en la Tierra, las cosas nacían, crecían, maduraban y morían. Al caer éstas, inevitablemente sus trayectorias eran verticales, todas hacia el centro de la Tierra. En cambio los astros eran permanentes, inmutables, siempre estaban ahí, brillando, de la misma forma y en la misma posición; girando alrededor, describiendo caminos circulares y eternos.
Estas asociaciones entre las trayectorias y los cuerpos lo llevaron, como consecuencia, a separar al Universo en dos. En los cielos, más allá de la Luna, estaba lo permanente, lo inmutable y, por ende, lo perfecto y divino, que se identificaba con el movimiento circular y con la eternidad. En cambio, en la Tierra, en el mundo supra lunar, habitaba lo perecedero, lo cambiante, lo corrupto y lo profano, cuyo movimiento natural era rectilíneo y finito. Es en este momento y con esta síntesis (la relación entre las formas de las trayectorias y las cualidades de los objetos), donde la idea de divinidad se unió con la geometría para concebir lo que yo llamo el primer gran esquema cosmológico de perfección y armonía de Occidente: las trayectorias circulares son perfectas y divinas, sin principio ni fin; todos los demás movimientos y formas son corruptas, deformes, profanas y perecederas.[1]
Conforme el tiempo pasó y las observaciones se hicieron más precisas se vio que los movimientos de los cuerpos celestes no concordaban con las ideas de perfección. Por ello, desde Tolomeo y en toda la Edad Media, continuamente se crearon nuevos modelos, pero no para encontrar nuevas formas de perfección y/o armonía, sino para obligar a las observaciones a concordar con los esquemas ideológicos de los tiempos.
Caminando durante 18 siglos (desde Aristóteles hasta Kepler) los conceptos de belleza, armonía y perfección dieron lugar a una ideología que permeó básicamente todas las áreas del intelecto humano: la religión, la filosofía, la ciencia y la astronomía. Esto generó una simbiosis, una codependencia, entre la Teología y las Matemáticas, en especial con la Geometría.
Así, desde la Edad Media, y en buena parte del Renacimiento, el hombre luchó por encontrar un modelo correcto del funcionamiento de los cielos que mantuviera las ideas de perfección, armonía y belleza vigentes hasta entonces: permanencia, inmutabilidad, eternidad, divinidad, circularidad, periodicidad, etcétera. Tales fueron los casos de Tycho Brahe, Nicolai Reymers Baer, Giambattista Riccioli, Nicolás Copérnico, Johannes Kepler y muchos otros.
En el Renacimiento, estos conceptos caen en su propia trampa. Los modelos celestes son ya tan complejos y complicados que han perdido su armonía y su estética. Su falta de belleza es lo que lleva a Nicolás Copérnico a retomar las ideas de Aristarco y Pitágoras.
El Modelo Heliocéntrico de Copérnico (que paradójicamente era más inexacto que muchos de los modelos existentes en su tiempo) convenció por la simpleza, la belleza intelectual y estética que desprendía su sencillez geométrica.
Creo que no fue casualidad que una de las tantas características del Renacimiento, el redescubrimiento de la belleza del desnudo —esta esta idea que nace de lo hermoso y cautivador que es la sencillez de un cuerpo—, se haya proyectado también a la ciencia, en concreto a la astronomía y, valga el juego de palabras, des-cubriendo (despojando de todos los artilugios) a los modelos existentes, para dar lugar al sencillo (desnudo y hermoso) Heliocentrismo Copernicano.
El Heliocentrismo, mucho más armonioso que el intrincado sistema de epiciclos de Tolomeo, también abordó una estética religiosa. Copérnico pensó que si el Sol era la fuente de la luz, del calor y, por ende, de la vida en la Tierra, Dios debió de haberlo puesto en el centro del Universo. Seducido con estas ideas, Copérnico no abandonó los esquemas de perfección y armonía reinantes de su tiempo. Él no sólo dio a los planetas órbitas circulares —cuyo centro era el centro de la órbita terrestre— sino que además defendió la superioridad del movimiento circular, resaltando que sólo este movimiento posibilitaría una repetición interminable e infinita. Lo mismo pasó con Galileo.
La historia tuvo que esperar a alguien que, en una línea similar a la de Pitágoras, creía que “el universo lleva impreso el ornamento de sus proporciones armónicas”[2], para así deconstruir las estructuras de armonía, belleza y perfección y conciliarlas con la fe en Dios: Johannes Kepler.
Antes de enfrentarse a los sistemas de pensamiento de su tiempo, Johannes Kepler se enfrentó a su propia fe, y eso no fue fácil ni rápido. Para él, Dios era el dios de la armonía geométrica. “La Geometría existía antes de la creación. Es coeterna con la mente de Dios… La Geometría ofreció a Dios un modelo para la creación…. La Geometría es Dios mismo”[3]. Al igual que los demás, Kepler partió de las estructuras y de las concepciones existentes en su tiempo. El círculo era la forma perfecta, no tenía duda de eso, y pasó años tratando de ajustarlo a las observaciones. Pero en un acto que para mí es una prueba de valor y de amor a la verdad (y que lo llevó a dudar de Dios mismo), aceptó la realidad: las trayectorias no eran circulares. La armonía y la belleza del universo debían de estar constituidas de otras formas, además de las circunferencias, y que de alguna manera también tenían que ser hermosas, perfectas y, en consecuencia, provenir de Dios.
Al liberarse de sus creencias (de las ideas de perfección, armonía y belleza imperantes en su tiempo), Kepler descubrió otras armonías geométricas y matemáticas del sistema solar: no sólo resolvió el funcionamiento de los cielos, sino que agrandó la creación. Encontró a Dios, su belleza y su perfección, presente en muchas otras formas en donde el hombre no lo creía. Sus 3 leyes de movimiento planetario, consecuencia de este proceso (de este desnudarse), lo demuestran: el Universo opera como una máquina de relojería. Su valor para aceptar la verdad y desprenderse de sus estructuras, a pesar de su fe, lo llevó a conocer la belleza, la perfección y la armonía —más amplias y profundas— que tenía la desnudez del Heliocentrismo; y lo llevó a rencontrarse con un Dios por mucho más grande que el anterior:
“Con esta sinfonía de voces el hombre puede tocar la eternidad del tiempo en menos de una hora, y puede saborear en una pequeña medida el deleite de Dios, Artista Supremo… Me abandono libremente al frenesí sagrado… porque la suerte está echada y estoy escribiendo el libro; un libro que será leído ahora o en la posteridad, no importa. Puede esperar un siglo para encontrar un lector, al igual que Dios mismo esperó 6000 años para tener un testigo”[4].
[1] Por otro lado Pitágoras y Aristarco, que defendieron un modelo en donde la Tierra giraba alrededor del Sol, no abandonaron la idea de las trayectorias circulares como la forma perfecta de movimiento, ni tampoco la de un punto o centro de giro, que los pitagóricos llamaron Fuego Central, alrededor del cual todo se movía, incluyendo el Sol con los planetas. Para Pitágoras, la armonía y la perfección las encontraba en los números: todo (ideas, sentimientos, música, objetos, eventos, etc.) se podía enraizar en los números, en su estructura y su belleza.
[2] SAGAN, Carl. Cosmos, editorial Planeta, pág. 61
[3] Ibídem, pág. 56.
[4] Ibídem, pág. 63.