El ejemplo maorí
Eugenia Coppel – Edición 471
Tres indígenas maoríes de Nueva Zelanda visitaron el lago más importante de México invitados por un grupo de artistas. Acudieron en representación de la etnia que logró darle derechos de persona a su río, convirtiéndose así en un referente internacional de protección de la naturaleza. ¿Sería posible importar este modelo para un lago que es vital para Guadalajara?
Una pequeña delegación de indígenas maoríes, de Nueva Zelanda, visitó en mayo pasado el Lago de Chapala. Un hombre y dos mujeres cruzaron el océano Pacífico para venir a hablar de su río, el Whanganui, y de cómo su tribu logró que el gobierno neozelandés le otorgase personalidad jurídica a un cuerpo de agua que ellos consideran sagrado.
Un sábado temprano, con el agua como espejo, Tamahau Rowe, Pipiana Rowe y Pekaira Rei se montaron en una panga de motor rumbo a la Isla de los Alacranes, un pedacito de tierra que flota en medio del lago más importante de México. Llevaban ropa negra y de su cuello colgaba una especie de capa confeccionada con cuero y plumas de aves. Junto a ellos viajaba otro grupo de indígenas, pero este, originario de la sierra norte de Jalisco: tres hombres del pueblo wixárika enfundados en sendos trajes blancos con bordados fluorescentes. Dos jóvenes, Julio y Arturo, y un viejo marakame (o chamán), don Jesús, desembarcaron con los visitantes en Xapawiyeme, como se conoce al lago en el universo wixárika, para el que constituye uno de sus cinco territorios sagrados y de peregrinación.
En la cosmovisión de este pueblo, el Lago de Chapala es el sitio donde nació la lluvia y emergió la humanidad tras el diluvio universal. Por eso, los wixaritari (plural de wixárika) acuden cada año a dejar ofrendas y pedir por una buena temporada de lluvias que sea beneficiosa para sus cosechas. Allí se llevó a cabo, en mayo pasado, una ceremonia por el agua en la que también participaron los indígenas maoríes. Ambos grupos se turnaron para hacer oraciones en voz alta y cantar en sus lenguas, mientras unos 50 invitados presenciaban el rito.
El acto simbólico protagonizado por wixaritari y maoríes fue parte del encuentro cultural Lugar de Voz, organizado por la artista tapatía Icari, con la colaboración de varios creadores y organizaciones (como Casa Huichol). Del 3 al 5 de mayo, la ribera de Chapala fue sede de un conjunto de actividades —una exposición de arte, una serie de charlas y un concierto colectivo— que tenían un mismo fin: promover nuevas formas de relación con los elementos de la naturaleza y, en específico, con el lago, inspiradas en el caso de éxito de los maoríes.
Un río con derechos y responsabilidades
“El gran río fluye de las montañas hacia el mar, yo soy el río y el río soy yo”, dice un proverbio de la tribu Whanganui, perteneciente al pueblo maorí. Se refiere al río del mismo nombre, el Whanganui, localizado en la isla norte, el tercero más largo de Nueva Zelanda, y al que esta tribu venera como a un ancestro. Lo consideran una entidad viva e indivisible, cuyo bienestar está ligado intrínsecamente al bienestar de su gente. Es visto como fuente de sustento físico y espiritual para ellos y para cientos de especies. “Nosotros no poseemos el río, pertenecemos a él”, me dijo Pipiana Rowe en la Isla de los Alacranes.
Esta convicción ha existido durante siglos en la cosmovisión maorí, mucho antes de la colonización del territorio por la Corona británica. Pero fue hace apenas un par de años, en un hecho inédito, cuando la tribu logró trasladar al derecho occidental su relación de iguales con la naturaleza. En marzo de 2017, el gobierno neozelandés aprobó una ley que reconoce al río Whanganui como persona jurídica, lo que le otorga derechos y responsabilidades equivalentes a los de una persona. Para ejercerlos, le fueron asignados dos guardianes legales que hablan y actúan en nombre del río: un representante del Estado y un representante del pueblo maorí.
La figura legal no es extraordinaria si se considera que otras entidades no humanas gozan de personalidad jurídica: las empresas, los Estados-nación o las organizaciones civiles, por ejemplo. Sin embargo, el Whanganui se convirtió en emblema al ser el primer río del mundo protegido por este mecanismo, lo que implica que dañarlo o contaminarlo es equivalente a dañar a una persona. Sólo unos días después de la aprobación de la ley, una corte provincial en el norte de la India siguió los pasos de Nueva Zelanda al otorgarle personalidad jurídica a los ríos Yamuna y Ganges, este último considerado uno de los lugares más sagrados para el hinduismo. ¿Podría existir un mecanismo similar para el Lago de Chapala? ¿Sería posible que el gobierno mexicano le otorgase derechos a sus montañas, sus lagos y sus ríos?
El caso del Whanganui no comenzó en tiempos recientes, sino que es una de las batallas legales más largas de la historia. En 1840, los jefes maoríes y funcionarios de la Corona británica firmaron el tratado de Waitangi, considerado como el documento fundacional de Nueva Zelanda. Pero 30 años después, y ante las evidencias de la explotación colonial del río, los pobladores originarios hicieron las primeras reclamaciones en las cortes, alegando violaciones al tratado. La lucha continuó durante décadas ante diversas instancias, incluido un tribunal especial creado en 1975. El acuerdo alcanzado finalmente en 2014, y convertido en ley en 2017, incluyó una compensación de 56 millones de dólares para reparar las acciones y omisiones de la Corona. La ley reconoció al río como “un ente vivo e indivisible, que va desde las montañas hacia el mar, con sus elementos físicos y metafísicos”.
Un barco de vapor navega sobre el río Whanganui, c. 1910. Foto: William Archer Price
Dos Estados frente a sus indígenas
Un video de la sesión parlamentaria en la que oficialmente se otorgaron derechos al Whanganui muestra cómo aproximadamente 50 maoríes presentes celebraron con canciones y bailes que son un sello de su cultura. La delegación que visitó Chapala en mayo hizo lo propio en varias ocasiones. “A través de las canciones o waiatas convocamos a nuestros ancestros: a nuestras montañas y nuestros ríos, y les pedimos respetuosamente su apoyo”, me dijo el hombre del grupo, Tamahau Rowe. Él afirma que la legislación aprobada no cambia la relación de su comunidad con la naturaleza, sino que sirve para insertar su visión del mundo en las normas occidentales y poner límites a quienes pretenden explotar sus recursos.
Rowe es un educador en la tribu Whanganui y ahora también un colaborador del Ministerio de Medio Ambiente de Nueva Zelanda. Su misión allí, explica, consiste en coordinar los esfuerzos de ambas partes para “proteger la salud y el bienestar del río, desde las perspectivas legal, espiritual y comunitaria”. Resulta muy significativo que este hombre maorí sea actualmente un funcionario, pues cuenta que su infancia todavía estuvo marcada por los abusos de la colonización: “Mi madre no nos habló en su lengua a nosotros, sus hijos, porque era golpeada por sus maestros si la hablaba. Así que crecí sin conocer mi lengua ancestral hasta que cumplí 12 años. En ese momento se encendió en mí el fuego por aprender más de mi cultura, o maoritanga”.
El caso de Tamahau Rowe es una muestra de la enorme evolución que ha habido en la relación entre maoríes y el gobierno de Nueva Zelanda, país que se define como bicultural, y cuyas lenguas oficiales son el maorí y el inglés. Hoy en día, la población indígena representa 14 por ciento de la población total del país, que es de 4.8 millones de habitantes. Pero el legado cultural maorí se presenta al mundo, al menos en el discurso oficial, como un elemento clave en la construcción del Estado. Si bien es cierto que este país de Oceanía ha dado ejemplo con sus políticas progresistas en otras ocasiones —fue el primero que permitió el sufragio femenino, en 1893—, también es verdad que la desigualdad no ha sido erradicada del todo: la minoría indígena presenta mayores índices de pobreza y de abandono escolar que el resto de la población, tiene escasa presencia en las universidades y está sobrerrepresentada en las cárceles, donde más de 50 por ciento de los presos es de origen maorí. El propio Tamahau afirma que muchas veces se ha sentido discriminado por su identidad cultural y su lengua, especialmente cuando era más joven.
Pero no se puede negar que el país ha dado pasos importantes hacia la biculturalidad. Como me dijo Pipiana Rowe, la pareja de Tamahau: “Cuando viajamos alrededor del mundo nos damos cuenta de que somos afortunados. A diferencia de muchas comunidades indígenas en otros países, tenemos un entendimiento mutuo con el gobierno. Cuando no vemos las cosas de la misma forma, podemos debatir”.
Lo anterior contrasta con la situación de los pueblos indígenas en México, donde las condiciones son radicalmente distintas. El nuestro es un país con más de 120 millones de habitantes y 68 pueblos originarios, que en muy pocos casos tienen representación en las instituciones. Las distintas etnias que habitan el territorio mexicano sufren especialmente marginación y pobreza. Según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), 72 por ciento de la población indígena (8.3 millones de personas) se encontraba en situación de pobreza en 2016. Al rezago socioeconómico y a la indiferencia del Estado mexicano se suman los altos grados de violencia e impunidad que afectan en particular a los defensores del territorio. De acuerdo con una investigación de la periodista Laura Castellanos (mención honorífica en el Premio Breach-Valdez de Derechos Humanos), 66 por ciento de los ambientalistas asesinados en México en la última década pertenecía a algún pueblo originario.
Lo anterior no ha impedido la formación de movimientos indígenas tan importantes como el Frente de Defensa por Wirikuta, en el que los wixaritari lucharon legalmente contra dos mineras canadienses que pretendían explotar otro de sus sitios sagrados. Aunque se lograron detener temporalmente los proyectos, aún no existe una sentencia definitiva a los amparos tramitados en 2012 contra las concesiones otorgadas por el gobierno de Felipe Calderón.
Isla de los Alacranes en el lago de Chapala. Foto: Adrien-Bellic
Un lago de metales pesados
También en Xapawiyeme, o Chapala, el pueblo wixárika ha impulsado acciones de conservación. Durante 17 años, los líderes indígenas insistieron a las autoridades estatales acerca de la necesidad de proteger su centro ceremonial en la Isla de los Alacranes. Finalmente, en julio de 2017, el sitio fue declarado por el gobierno de Jalisco como Patrimonio Cultural Inmaterial, aunque el espacio sagrado sigue rodeado de restaurantes para turistas que muchas veces saquean las ofrendas.
En lo que respecta al ecosistema lacustre, éste obtuvo en 2009 la clasificación de sitio Ramsar, por ser considerado un humedal de importancia internacional. Lo anterior implica el reconocimiento de que Chapala es un sitio clave por sus reservas de agua: “para la conservación de la biodiversidad biológica mundial y para el sustento de la vida humana a través del mantenimiento de los componentes, procesos y beneficios/servicios de sus ecosistemas”, de acuerdo con el tratado intergubernamental. La Convención Ramsar, creada en 1971, adquirió el compromiso de ayudar a sus Estados miembro a adoptar las medidas necesarias para manejar sus humedales de manera eficaz y mantener sus características ecológicas.
No obstante, algunos pobladores alrededor del lago enfrentan amenazas graves y silenciosas, derivadas de los altos grados de contaminación del agua. El problema afecta de forma directa a los grupos más vulnerables asentados en la ribera y, en menor medida, a los habitantes de Guadalajara: 60 por ciento del agua de la ciudad proviene de Chapala, aunque pasa previamente por procesos de saneamiento.
Un estudio sobre la calidad del agua realizado por un equipo multidisciplinar del iteso, a partir de datos recogidos por Conagua entre 2012 y 2018, revela que en el lago existe una concentración excesiva de coliformes fecales, muy por encima del grado máximo recomendado por la norma oficial mexicana para proteger la vida acuática. También se encontraron sustancias altamente tóxicas, como arsénico, mercurio y plomo (bit.ly/rio_maori4).
Este equipo de académicos estudia actualmente los problemas de salud pública en dos poblaciones de indígenas coca que viven a orillas del lago: en la isla de Mezcala y en San Pedro Itzicán (las dos en el municipio de Poncitlán). Uno de los involucrados en la investigación, Carlos Peralta Varela, explica que en ambas comunidades se ha registrado un aumento sin precedentes de enfermedades renales, daños cerebrales, cáncer y malformaciones genéticas. Algunos investigadores de la Universidad de Guadalajara sostienen que dichos problemas responden a diversos factores, aunque Peralta y los académicos del iteso creen que hay mucha vinculación: “Puede que el agua no sea el único motivo, pero sí es un hecho que hay una gran contaminación en el Lago de Chapala; los peces están contaminados con diferentes metales y eso es lo que comen los pobladores”.
El proyecto del iteso, que cuenta con el apoyo de la Universidad de Berkeley, está en una etapa de análisis de las muestras de agua recogidas en las casas de la gente. De igual forma, con la difusión, se busca apoyar a las personas con problemas renales, ya que deben someterse a tratamientos muy costosos. “Para nosotros es claro que la contaminación de Chapala tiene efectos sobre la población que vive en la ribera”, insiste el investigador del Departamento de Estudios Sociopolíticos y Jurídicos. “Además, se está rompiendo su lógica de relación con el lago: ya no se meten a nadar porque les sale sarpullido, ya no tienen confianza en comer el pescado, se está rompiendo su estilo de vida y su fórmula cultural de relación con él”.
Este caso se presentó en el Tribunal Latinoamericano del Agua, que celebró su última audiencia en octubre de 2018 en el iteso. Ante esta instancia —de carácter ético, y no vinculante—, los habitantes de Mezcala y San Pedro Itzicán denunciaron el incumplimiento, por parte del Estado mexicano en sus tres órdenes de gobierno, y de las obligaciones establecidas en los tratados internacionales respecto a la violación del derecho humano al agua y al saneamiento, a la salud, a un medio ambiente sano, a los derechos de los pueblos indígenas y de los niños y niñas.
Desde las instituciones
Sergio Graf, el secretario de Medio Ambiente y Desarrollo Territorial de Jalisco, considera que “sería muy complicado” importar la figura legal de personalidad jurídica para los recursos naturales, “por la complejidad y el tamaño de la sociedad mexicana”. Sin embargo, el funcionario estatal sí cree en la necesidad de modificar el marco legal para actuar y detener el proceso de deterioro ambiental: “Estamos preparando una propuesta de ley de justicia ambiental que modifique radicalmente la aproximación al tema, y que ofrezca la posibilidad real de defender el derecho humano a un ambiente sano. Con el marco legal vigente no está asegurado y a veces hay más barreras que posibilidades para actuar”.
Por otro lado, Graf defiende la actuación institucional, en particular la de las Juntas Intermunicipales de Medio Ambiente (JIMA), que él mismo ha impulsado desde que fue director de la Reserva de la Biosfera Sierra de Manantlán. Hoy en día, 87 de los 125 municipios jaliscienses están integrados a una jima, con el objetivo de resolver asuntos de gestión territorial que rebasan los límites y las capacidades municipales. Por ejemplo, el tratamiento de residuos, la conservación de áreas naturales o la elaboración de planes de acción contra el cambio climático.
Desde 2009 existe la Asociación Intermunicipal para la Protección del Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable del Lago de Chapala (Aipromades), integrada por 16 municipios vinculados al ecosistema lacustre. Su director, Gabriel Vázquez Sánchez, dice que en los últimos años se han hecho avances significativos desde esta organización. Destaca el proyecto Anillo Verde, que busca decretar un Área Natural Protegida de casi 200 mil hectáreas en la cuenca alta e inmediata del lago. El objetivo es resguardar las áreas verdes que brindan importantes servicios ecosistémicos: carga y recarga de acuíferos, condensación e infiltración, albergue de flora y fauna, aire puro, entre otros. El Anillo Verde servirá también para poner límites al crecimiento urbano, otro factor que amenaza al lago.
Tamahau Rowe, Pipiana Rowe y Pekaira Rei cantando en la Isla de los Alacranes. Foto: Eugenia Coppel
La Aipromades, constituida como Organismo Público Descentralizado Intermunicipal (OPDI), ya logró obtener los decretos de Área Estatal de Protección Hidrológica, en tres de siete polígonos propuestos. “Es inédito que desde el municipio se propongan zonas de conservación”, señala Vázquez. “Los municipios no suelen tener capacidades técnicas para hacer el trabajo que se requiere y ésa una de las bondades de la JIMA”.
En opinión de Carlos Peralta, los esfuerzos de la asociación intermunicipal son buenos, aunque no suficientes. Primero, porque la mayor parte de sus recursos proviene de las aportaciones municipales (en proyectos específicos también del estado, la federación o instituciones internacionales). Pero además, hay un asunto de límites territoriales. “La Aipromades sabe de la contaminación, pero no puede combatirla porque ésta llega desde el río Lerma”, sostiene Peralta, convencido de que el saneamiento de Chapala es una empresa que debe asumir la federación. El río Lerma, pues, debería limpiarse desde arriba, tanto en el sentido en que corre el agua a lo largo de la cuenca, como en el sentido que refiere a los poderes del Estado.
Otra tarea de México, como afirma el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (Cemda), es garantizar la consolidación del Estado pluricultural, establecido en la Constitución desde 1996 (bit.ly/rio_maori5). Entre otras cosas, porque está comprobado que la destrucción de la naturaleza en las tierras donde viven los pueblos indígenas es menor que en las que habita el resto de la población del planeta. “Al apostar por la autonomía de los pueblos originarios, se contribuye significativamente a combatir la crisis de la biodiversidad y el cambio climático”, señala el Cemda. Tomarse en serio el Estado pluricultural obligaría a revisar todo el marco jurídico y la política pública, en particular en lo tocante a los recursos naturales y los procesos de toma de decisiones. Para ello es fundamental fomentar procesos de revalorización de las otras formas de ver y entender el mundo, como sucedió con éxito en el caso maorí.
Lecciones de la sabiduría indígena
“Para nuestra hapu (tribu), el río Whanganui es el cordón umbilical que nos conecta a los cielos”, me dijo Tamahau Rowe. Pero la responsabilidad colectiva, aclaró, es con todos los elementos del mundo natural: “Los pueblos indígenas tenemos una relación mucho más fuerte con la naturaleza porque hemos tenido que coexistir con ella para sobrevivir. Y a través de esa coexistencia se hace clara la estructura jerárquica: en el orden de las cosas, los humanos no estamos en la cima, sino que somos el teina, o hermano menor de la naturaleza”.
En la reunión de Chapala, wixaritari y maoríes intercambiaron sus aguas sagradas como un recuerdo mutuo: los neozelandeses viajaron a México con un frasco lleno de agua del Whanganui y volvieron a casa con agua de Xapawiyeme. Gracias a los traductores, el marakame y sus acompañantes de la sierra de Jalisco conocieron la historia de la tribu que logró insertar su cosmovisión en las leyes para cuidar de su río, y admiraron los alcances de su lucha. El educador maorí se despidió con un consejo: “No dejen de creer en su sabiduría indígena. Allí están las respuestas que mejor le funcionarán a su medio ambiente, a sus lugares y sus espacios”. .