El cuerpo como paisaje: violencia perpetuada en Jalisco
Diego Esteban Vargas Quesada SJ – Edición 470
En septiembre de 2018, el paisaje de la Zona Metropolitana de Guadalajara fue modificado por dos contenedores refrigerantes que almacenaban 444 cuerpos sin identificar, a resguardo del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses: dos fosas comunes —una de ellas ambulante—
Para las antiguas tribus nómadas del desierto —que posteriormente conformaron el pueblo hebreo—, el cuerpo resultaba un cierto tipo de paisaje. En la extensión desértica, el cuerpo rompe con la monotonía de un espacio carente de caminos y seguridades y que exige desplazamientos constantes. El cuerpo es lugar frente al no-lugar, es espacio habitado frente al no-espacio de la mera extensión.
Que en aquel contexto el cuerpo sea paisaje sugiere, además, otro aspecto: es espacio personal y, por ende, relacional, lugar de encuentro y posibilidad de vida que se comparte en bien de la tribu. Ante lo estéril de la arena, de la roca y de la sequía constante, la vida se gesta como misterio divino, deseo de la divinidad y, en virtud de ello, como lugar de conocimiento del otro, e incluso de salvación.
Paisaje viene del francés pays y del sufijo aje, que denota acción, es decir, esfuerzo de crear espacio. Así, el paisaje es la determinación de un lugar que no es y no podría ser como otros lugares.La connotación que se extrae de todo lo anterior da cuenta del carácter único e irrepetible que tiene el cuerpo y, por lo tanto, de su dignidad intrínseca. Cuando hablo de cuerpo, no estoy reduciendo a la persona a mera materialidad fisiológica, sino que reafirmo la forma concreta en la que nos percibimos y pensamos los seres humanos y que contiene, en sí, el carácter relacional. No tenemos memoria, por ejemplo, de nuestros seres amados como concepto abstracto, sino como cuerpos personales.
En septiembre de 2018, el paisaje de la Zona Metropolitana de Guadalajara fue modificado por dos contenedores refrigerantes que almacenaban 444 cuerpos sin identificar, a resguardo del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses: dos fosas comunes —una de ellas ambulante y que fue paseada con total cinismo e ilegalidad— y que validaron, tácitamente, la violencia con que el crimen organizado desaparece a sus víctimas. El drama no acaba allí, sino que luego de indagaciones dentro del referido instituto por parte de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Jalisco, se determinó que el total de cuerpos que en aquel momento habían recibido un trato inadecuado, violando el proceso indagatorio, alcanzaba los 605.
La violencia que padecemos en Jalisco (y, por supuesto, en todo México) es un ejercicio del poder absurdo. Si el poder, de cualquier tipo, radica en el cuerpo (aun el más abstracto de aquéllos, el simbólico, por ejemplo, requiere esta fundamentación) y la violencia consiste en la destrucción parcial o total de aquello en lo que el poder se sostiene, entonces estamos hablando de un modo perverso y depravado que sólo tiene sentido en el escalofrío.
No podemos pensar, por otra parte, que haya una verdadera disputa de la soberanía de aquel poder que decide sobre la vida y la muerte dentro de la polis, como insinúan algunos teóricos, y que esto explique la aparente guerra entre grupos. Quizá se pueda plantear, más bien, una lucha agónica y no antagónica entre actores (crimen organizado, grandes industrias extractivistas y Estado) que no siempre son tan distantes ni tan distintos, sino que se confunden en tanto calculan sus movimientos, colaborando o persiguiéndose, en el cuidado de sus intereses.
Las instituciones del Estado perpetúan, con su accionar, la desaparición. Sólo en Jalisco, la cantidad de desaparecidos supera las 7 mil personas. Los procedimientos investigativos están diseñados para devolverle la dignidad al cuerpo violentado. Esto consiste en aplicar todas las técnicas y los procesos científicos para individualizar aquello que la violencia ha convertido en una masa o en un simple signo de terror y amenaza. Pero ni el ijcf ni otros actores estatales parecen tener intenciones de corregirse, salvo dignas excepciones que, muchas veces a contracorriente, intentan trabajar con inteligencia y compasión.
El cuerpo como paisaje, como lugar de encuentro, como novedad de vida, es transformado, en esa disputa agonista por el poder, en un espacio indeterminado, de miedo e incertidumbre. Cuando se observa las fotografías realizadas por los forenses donde se demuestran su incompetencia y la capacidad rebasada de trabajo, o cuando a una familia le entregan los restos de su desaparecido cuatro o seis meses después de ingresado al ijcf, ya en putrefacción e irreconocible, no se salva uno de la rabia y el dolor, porque allí no se está buscando la dignificación de lo único, sino el mantenimiento de la desaparición. Unos ejecutan, otros perpetúan y muchos miembros de la sociedad piensan que pueden salvarse en la expresión ingenua de unos prejuicios que sólo reproducen la violencia que se comete: “En algo estaban metidos”, como muestra de la estupidez colectiva y la falta de empatía. Todas ellas son aristas de un mismo poder que quiere sostenerse mediante la destrucción de lugares únicos e irrepetibles. .