El cineasta más lento
Hugo Hernández – Edición 423
En este condenado mundo, no hay paraje más extraño que una ciudad.
Haruki Murakami
En el paisaje del cine independiente estadunidense brilla desde hace más de 30 años la luz de Jim Jarmusch (Ohio, 1953). A diferencia de muchos realizadores que abandonan las filas de la independencia para hacer carrera en Hollywood, Jarmusch ha sido fiel a su forma de concebir el cine y ha sabido mantenerse lejos de la industria para conservar el control total de sus películas —tiene claros los límites del control, como sugiere su más reciente entrega—, que, por lo general, no generan mucho dinero.
Para él, el cine es un asunto de amistad, un buen pretexto para convivir con la gente que quiere y aprecia. Por eso, en el reparto de sus películas a menudo los roles protagónicos son cubiertos por amigos (Bill Murray, Isaach De Bankolé, Roberto Benigni), a menudo músicos (John Lurie, Tom Waits, Iggy Pop, Jack y Meg White, The Gza y Rza). Lo mismo ocurre detrás de cámara, y el cinefotógrafo alemán Robby Müller ha sido el responsable de la luz en la mayor parte de sus cintas. Como la amistad, el cine también requiere tiempo, por lo que filma con una lentitud inusual en su país (once largometrajes en 30 años). De hecho, Aki Kaurismäki, su amigo finlandés, lo considera “el cineasta más lento”. Los cortometrajes que conforman Café y cigarrillos, por ejemplo, comenzaron a aparecer en 1986, y el largo que los congrega fue concluido 17 años después.
Jarmusch estudió cine en Nueva York, y parte de su formación la tuvo, como Wim Wenders —cuyo cine ha dejado una huella perceptible en el de Jim—, en la Cinemateca de París. De su vena “europea” da cuenta Emir Kusturica: “Jarmusch tiene un lado europeo; su visión de las cosas y su sentido del humor son muy importantes porque muestra una América completamente reinventada”.
Extrañeza entrañable
Con su cabellera alborotada en blanco y gris, Jarmusch es una figura excéntrica, como los personajes que habitan sus cintas: seres más o menos marginados por voluntad propia que están más allá de los estereotipos. Estáticos, pasivos y ensimismados, los personajes de Jarmusch han de ponerse en el camino para hacerse cargo, si no de su vida, por lo menos del tiempo del viaje. Así, la filmografía del norteamericano es un largo road movie que dura ya 30 años —y contando—, a lo largo del cual algunas ciudades (Nueva York, Memphis, Roma, París y hasta Helsinki) ofrecen fachadas, ambientes y atmósferas. Pero todos transitan con tedio, y si en el camino tienen la oportunidad de sacudirse la modorra, nunca pueden sacudirse a ellos mismos. Pero lo que importa es desplazarse, y la cámara se mueve para acompañarlos a pie, en tren, en automóvil, en avión, incluso en la imaginación —y dicen que, bajo los efectos de la mariguana, las películas del norteamericano se convierten en viajes inolvidables. Jarmusch da cabida al otro; y en su cine, casi como en ningún otro, se ven y se sienten auténticos los otros: negros, indios, italianos y latinos son esbozados con el respeto que sólo puede tener el que los aprecia más allá del lugar común cinematográfico. Esta autenticidad es patente incluso cuando esboza gángsters de caricatura, como los de Ghost Dog.
Lento en su gestación, el cine de Jarmusch también avanza con una lentitud prodigiosa. Aquí el tiempo cobra sentido y adquiere peso, densidad. Y mientras sus personajes viven desplazándose, lo que sienten y piensan se hace sensible para el que mira y escucha. Y la extrañeza se instala con naturalidad. Y resulta entrañable. m
Más extraño que el paraíso (Stranger Than Paradise, 1984)
Willie (John Lurie), un tipo que vive en Nueva York y reniega de sus raíces húngaras, recibe, contra su voluntad, la visita de una prima… de Hungría. La convivencia es hostil, pero un año después Willie y un amigo la visitan en Cleveland. Juntos viajan a Miami, el paraíso del título. Pero llevan su aburrimiento a cuestas… y así no hay paraíso que alcance. Jarmusch exhibe en blanco y negro a jóvenes ociosos que no han inventado un sentido a sus existencias. Para ellos el viaje es atractivo por el trayecto, no por el destino. La cinta sí tuvo un destino feliz: la Cámara de Oro en Cannes.
Bajo el peso de la ley (Down by Law, 1986)
Zack (Tom Waits) es un dj que rehúye todo compromiso, con las mujeres y su trabajo; Jack (John Lurie) se gana la vida como proxeneta, aunque no entiende a las mujeres. Uno y otro caen en trampas de forma ingenua y van a dar a la cárcel. Ahí llega Roberto (Roberto Benigni), un italiano parlanchín que mató a un hombre. Los tres huyen de la prisión… e inicia el road movie. Zack y Jack son personajes “gemelos” que se rechazan, que sólo pueden convivir mientras se desplazan. El trayecto, juntos, alcanza hasta para el goce. Pero porque sólo dura un rato, como la vida.
El tren del misterio (Mystery Train, 1989)
Mystery Train reúne tres historias que tienen en común el espacio (un hotel en Memphis), el tiempo y un disparo. En la primera, una pareja de japoneses llega para rastrear las huellas de Elvis Presley; en la segunda, una viuda italiana que conduce a su país el cadáver de su marido comparte el cuarto con una desconocida que habla hasta por los codos; la última sigue los traspiés de un grupo de amigos que roban una licorería. En este tren viajan ecos y homenajes musicales, su ruta escapa de la mirada turística y avanza con sutil humor que debe mucho a su estructura.
Noche en la Tierra (Night on Earth, 1991)
Los Ángeles, París, Roma, Helsinki y Nueva York: cinco ciudades y cinco cortometrajes, todos protagonizados por taxistas; todos simultáneos. Jarmusch juega una vez más con la coincidencia temporal y por medio de las historias explora las similitudes y las singularidades de la vida nocturna en ciudades por las que ha manifestado particular aprecio. Una vez más el cine le ofrece un pretexto para el viaje y la convivencia con sus amigos. Y su mirada alcanza para que en lo ordinario aparezca lo insólito. Y siempre están el humor, la soledad compartida…
Hombre muerto (Dead Man, 1995)
Corre la segunda mitad del siglo XIX y William Blake (Johnny Depp) viaja al Salvaje Oeste por asuntos laborales. Es testigo de violentos episodios y posteriormente se involucra en uno: mata a un hombre. Resulta herido y es auxiliado por Nadie, un indio que lo confunde con el poeta británico. Encuentra entonces la ruta a la salud espiritual. Jarmusch se aleja del paisaje urbano y de la épica y sigue a un personaje pasivo. Su afán es esbozar respuestas a preguntas relativas al pasado de su país, su violencia, su relación con las culturas indígenas. ¿El resultado? Un genial western “a contrapié”.
El año del caballo (Year of the Horse, 1997)
En 1996, Neil Young y su banda, Crazy Horse, hicieron una gira de conciertos. Jim Jarmusch los acompañó y conversó con ellos sobre los 25 años de historia del grupo. Registra además la convivencia fuera del escenario, y en particular la contrastante personalidad de Young. Si bien es cierto que algunos pasajes son afortunados y algunas conversaciones son tan reveladoras como humorísticas —y casi se insertan en el absurdo—, el resultado deja ver que a veces el tiempo compartido, así sea con un viaje de pretexto, no es tan entrañable. Pero siempre quedará la música…
Ghost Dog, el camino del samurái (Ghost Dog, The Way of The Samurai, 1999)
Ghost Dog (Forrest Whitaker) vive en la azotea de un edificio, acompañado de decenas de palomas mensajeras. Por medio de ellas recibe encargos de un gángster. Vive de matar, pero no es un asesino a sueldo, pues sigue escrupulosamente los preceptos de El libro del samurái y sus servicios son cosa de gratitud. Jarmusch concibe aquí un homenaje a la literatura y el cine de Japón, y además de las referencias al libro citado, las hay al Rashomon de Akutagawa. La música, cortesía del rapero rza, aporta otras dosis de extrañeza. El resultado: una de las mejores pe-lículas de Jarmusch.
Café y cigarrillos (Coffee and Cigarettes, 2003)
Once cortometrajes en blanco y negro conforman Café y cigarrillos. Todos se ubican frente a una mesa —la mayoría en un café— y la cámara alterna planos cenitales y frontales o laterales. Por lo general, un personaje espera la llegada de otro; luego inician una conversación, a menudo accidentada y hostil, reconocen lo poco saludable de almorzar café y cigarros, y se separan. En el reparto coinciden, una vez más, actores y músicos amigos, y todos se representan a sí mismos. Al final, la reunión de actores y músicos, café y cigarros es tan apacible como inquietante.
Flores rotas (Broken Flowers, 2005)
Don Johnston (Bill Murray) es casi homónimo de un actor de Miami Vice, pero es lo opuesto a un hombre de acción. Su mujer lo abandona, y luego recibe una nota que dice que tiene un hijo. Incitado por sus vecinos, viaja para visitar a sus exmujeres y dar con la posible madre. Tiene felices encuentros y más de un encontronazo. Jarmusch explora una vez más el vacío existencial, pero también “la necesidad por el hijo”. Al final queda claro el estado emocional de Don, sin palabras y mediante un travel circular. Es un prodigio en movimiento: cine por definición, pues.
Los límites del control (The Limits of Control, 2009)
El Solitario (Isaach De Bankolé) recibe instrucciones de dos hombres. Se oyen frases como “Todo es subjetivo” o “El universo no tiene centro ni bordes; la realidad es arbitraria”. Luego viaja por España, sostiene encuentros con personajes singulares y recibe más instrucciones. Su objetivo es un hombre muy custodiado. En la ruta son abundantes las referencias a las artes, a las que no son ajenos los límites del control —sobre uno mismo o el que uno permite a los demás. Muchos espectadores no saben cómo catalogarla; para Jarmusch es “una película de acción sin acción, o algo así”.