¿Dónde quedó el gusto?
Kaliope Demerutis – Edición 432
El placer de comer va más allá de los sentidos: es el resultado de la percepción general, integrada por una suma de factores: desde las necesidades físicas hasta la experiencia de vida, las costumbres familiares, los recuerdos y la educación.
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Para la mayoría de las personas, el paladar es el receptáculo de los estímulos gustativos, y en él sucede el milagro del placer que nos produce alimentarnos: ahí se eleva el acto de comer a un plano más sensorial. Pero, ¿qué haría la lengua sin la nariz? El francés Brillat-Savarin, uno de los primeros estudiosos de la gastronomía, decía: “Estoy tentado a creer que el olfato y el gusto no forman más que un sentido del que la boca es el laboratorio y la nariz la chimenea, o, para hablar más exactamente, del que uno sirve a la degustación de los cuerpos táctiles y el otro la degustación de los gases”. Así que ambos sentidos, el gusto y el olfato, son un equipo inseparable en el momento de disfrutar lo que comemos. Según Julio Camba, escritor gallego, en realidad el paladar no percibe más que dos sabores, lo dulce y lo amargo: “La lengua responde a lo ácido y lo salado por el efecto de su ataque a las mucosas de la boca químicamente”. Hace poco se sumó un sabor más, el llamado umami, y que se refiere al de las proteínas de la carne.
Seguramente un buen gastrónomo debe tener buena nariz, que además es un excelente centinela que percibe la corrupción de los alimentos mucho antes que la lengua. Pero el placer del acto de comer va más allá de los sentidos, ya que es el resultado de la percepción general, integrada por una suma de factores, desde las necesidades físicas hasta la experiencia de vida, las costumbres familiares, los recuerdos y la educación. Por ello, el verdadero gozo no sólo se origina en los sentidos, sino en todo lo que los aromas y sabores disparan en la mente, como recordar la suave manera en que se disolvía en su boca ese merengue que su abuela le daba en la merienda… que no se comparará, por ejemplo, con la experiencia que usted tendría al probar un sofisticado queso francés llamado munster, de olor penetrante, sabor intenso y picante, que para un experto en lácteos será un manjar, y quizá para usted parezca casi putrefacto. No importa qué tan valioso y exquisito sea el manjar que le sirvan, si usted no está familiarizado con los ingredientes y si en su casa son conservadores al comer, seguramente será una experiencia desagradable. Entonces, la mejor comida es la que a usted le guste más, la que comparta con personas que le agraden, con la bebida ideal, la música, el clima…
Si nos situamos en el contexto urbano en el que vivimos, lo que se come pasa a segundo plano: sólo se busca que sea práctico y “que no engorde”, de manera que se recurre a comida procesada que afecta a nuestro sentido del gusto y a nuestra alimentación. Se ha comprobado que las personas que consumen edulcorantes tienden a perder sensibilidad en las papilas gustativas y terminan por buscar sabores cada vez más intensos. Otro de los errores actuales es asociar la cantidad con la calidad; así, cada vez se consumen porciones mayores de alimentos de escaso valor nutrimental. Es muy probable que si usted pregunta en la calle a diversas personas qué prefieren, si una ensalada con germinados, queso de cabra, semillas y verduras al vapor, o unas papas a la francesa bañadas en salsa cátsup, la mayoría opte por la segunda opción. La dieta actual de las sociedades occidentales se compone de doble cantidad de grasas, poca fibra, mucha más azúcar y sodio, y casi todo proviene de una caja, un sobre de plástico, una botella…
El verdadero reto de buenos cocineros y chefs es lograr seducir a los comensales para que prueben más sabores de los acostumbrados, con ingredientes más rústicos y naturales, menos procesados y, por consiguiente, más nutritivos. Lo que sucede hoy en casi todas las mesas caseras está muy lejos de lo que planteaba el mismo Savarin, quien tenía claras reglas para “regular una cena que reúna los requisitos para el mayor placer en la mesa”: pocos comensales, bien elegidos y con puntos en común para que la conversación fluya; que los platos sean pocos, pero selectos; el vino de mejor calidad; que el café esté caliente y los licores escogidos; que el té no sea muy fuerte, las tostadas bien untadas de mantequilla, y que nadie se vaya antes de las once, pero que a la medianoche ya estén todos en la cama. “Quien haya asistido a una cena donde se cumplieran estas condiciones, puede presumir de haber participado en su propia apoteosis”: palabras textuales de La physioligie du goût, publicado en 1825. m