Dilema de élite: ¿escribir o filmar?
Hugo Hernández – Edición 407
El dilema de escribir o filmar sólo se lo han planteado muy pocos. Aunque son numerosos los escritores que confiesan su afición por asistir a la sala oscura o los realizadores que son asiduos lectores, son escasos los que se han planteado cuál es el medio más pertinente para decir lo que quieren decir.
Abundan los realizadores que, luego de presentar una película, afirman que lo que querían hacer era “contar una historia”. Semejante aseveración habría que tomarse con reservas y, sobre la película, entonces, habría que adoptar una actitud sospechosa. Si nada más querían eso, ¿por qué no la escribieron y la colgaron en un blog? ¿Por qué el cine? ¿Por qué esa historia en ese medio?
Sirva esta introducción para aventurar que el dilema de escribir o filmar sólo se lo han planteado muy pocos artistas a lo largo de la historia del cine y de la literatura. Aunque son numerosos los escritores que confiesan su afición por asistir a la sala oscura o los realizadores que son asiduos lectores (bueno, tal vez éstos no sean tan numerosos), son escasos los que se han planteado cuál es el medio más pertinente para decir lo que quieren decir. Muy pocos son los que se han aventurado a brincar de la página a la pantalla (o viceversa). Y constituyen una rareza los que han entregado buenas cuentas en textos y cintas.
El estadunidense Paul Auster confiesa que sus aventuras por el cine son una extensión de su trabajo literario; el belga Jean-Philippe Toussaint no tiene empacho en declarar que en su época de estudiante la atracción por el cine era más grande que la que sentía por la literatura; para el español Ray Loriga, en cuya obra figuran novelas, películas y guiones para otros realizadores, incursionar en el cine no es una especie de “bandazo”, sino una forma de atender “distintas zonas de interés”.
Sacha Guitry
(1885-1957)
El versátil Guitry fue autor de más de cien piezas teatrales y del guión de más de 60 películas, realizador de 33 cintas y actor en la mayoría de ellas. Brillante en los contrastes, supo moverse bien entre la comedia (La poison o Désiré) y el drama histórico (Si Versailles m’était conté o Napoléon). “La vida sin mujeres me parece imposible”, afirmaba sin pudor mientras acumulaba matrimonios, cinco en total (todos con actrices). También alimentaba la fama de misógino; decía que con relación a ellas estaba “en contra, totalmente en contra”. En alguna ocasión aseveró que “se puede pretender ser serio, pero no se puede pretender ser ingenioso”. Que conste que lo decía un hombre serio e ingenioso, misógino y enamorado…
Jean Cocteau
(1889-1963)
En su excepcional persona cohabitaron el poeta, el novelista, el dramaturgo, el pintor… y el cineasta. Su biografía lleva la marca de la tragedia; sus relaciones amorosas (la más duradera con el actor Jean Marais), la del escándalo. Su obra, que a menudo bebía de fuentes clásicas, es pródiga en símbolos y tiende puentes con el surrealismo. Alcanzó merecida celebridad con La bella y la bestia (1946). El testamento de Orfeo (1960) fue su última entrega, y es una autobiografía que lo mismo explora las pasiones y los sinsabores del “poeta” (interpretado por él mismo), que reflexiona sobre el acto creador. En alguna ocasión comentó que “la cámara de cine registra lo invisible”. En sus manos, incluso lo inefable.
Pier Paolo Pasolini
(1922-1975)
Escandaloso, conflictivo y polémico, pero siempre lúcido, Pier Paolo Pasolini asumió el acto creador como forma de vida. Para cuando filmó su primera película, Accattone (1961), ya era poeta celebrado, novelista consagrado y ensayista incendiario. Su obra, tanto la escrita como la audiovisual, se caracteriza por el abordaje ideológico y reflexivo de asuntos espinosos. Con su “trilogía de la vida” (El decamerón, Las mil y una noches y Los cuentos de Canterbury) y su última cinta, Saló o los 120 días de Sodoma y Gomorra, escandalizó a las mentes conservadoras de más de una generación. Pasolini fue arriesgado, valiente y honesto. Como él, ya nos quedan muy pocos. Mejor dicho, ya no nos queda nadie.
Alain Robbe-Grillet
(1922-2008)
Fue uno de los padres del famoso movimiento literario nouveau roman y contribuyó al despegue del no menos famoso movimiento cinematográfico la nouvelle vague con su guión para El año pasado en Marienbad (1961), de Alain Resnais. Con su primera incursión en el cine, La inmortal (1963), obtuvo el prestigioso premio Louis Delluc. Con El hombre que miente (1968) participó en la Sección Oficial del Festival de Berlín y, mientras su labor fue reconocida con un premio secundario, Jean-Louis Trintignant, responsable del papel principal, levantó el Oso de Plata a Mejor Actor. Robbe-Grillet vivió entre las vanguardias y apostó, con éxito, por ofrecer al lector y al espectador la posibilidad de participar en el acto creador.
Paul Auster
(1947-)
En 1995 escribió Smoke para Wayne Wang, e incluso participó en la realización. La experiencia fue tan buena que ambos decidieron repetirla, y también volvieron a invitar al actor Harvey Keitel: el resultado lleva por título Blue in the face (1995). Luego ya se siguió solo, con Lulú en el puente (1998) y La vida interna de Martin Frost (2007). Para Auster “no todas las historias deberían ser novelas. Algunas deberían ser piezas teatrales. Algunas deberían ser películas. Algunas, poemas narrativos”. Su desempeño como realizador no es del todo desafortunado. Tampoco lo contrario. Lo cierto es que ha sido tan cuestionado que bien pudiera concluirse que algunos escritores deberían ser sólo escritores.
En América Latina son aún más raros
Mario Vargas Llosa se retiró de la realización apenas concluido su debut, felizmente: la versión que perpetró de su novela Pantaleón y las visitadoras (1975) es tan mala que ha caído con sobradas razones en el olvido y la ignominia. Seguramente el peruano descubrió que cine y literatura son dos medios (dos enteros, si se me permite el desliz) tan distantes que no basta con tener una historia propicia para que funcione en ambos lados (prueba de ello es la afortunada versión de la misma novela que Francisco J. Lombardi entregó 25 años después).
La leyenda sugiere que en algún momento Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez se debatieron entre el cine y la literatura. Mientras el mexicano participó en algunas aventuras (en el guión de Los caifanes), el colombiano ha sido más constante y ha puesto su rúbrica a guiones que no van más allá de la medianía (y sus novelas han inspirado cintas que tampoco llegan muy lejos).
En todo caso, en América Latina es mucho más difícil plantearse el dilema: la ausencia de industrias cinematográficas en los países del subcontinente hace difícil alcanzar la pantalla grande, incluso a los que se formaron como cineastas y pretenden ejercer el oficio. Así, en el paisaje habría que consignar tan sólo dos casos: el del mexicano Guillermo Arriaga y el del chileno Alberto Fuguet. El primero nunca se resignó a ser sólo un guionista; el segundo afirma que el cine siempre estuvo en su forma de escribir, y pasar a dirigir, “en cierto sentido, es parte de lo mismo.
Michel Houellebecq
(1956)
Hay quien afirma que Houellebecq escribe mientras acumula el valor para suicidarse. Lo cierto es que este irritante campeón de la lúcida depresión no pierde la oportunidad, en su novela más reciente, La posibilidad de una isla, de mofarse de la falta de imaginación de guionistas y cineastas. La explicación está, tal vez, en la poca fortuna que dos de sus novelas, Las partículas elementales y Ampliación del campo de batalla, tuvieron en su tránsito a la pantalla. Acaso por eso él mismo se encargó de la realización de La posibilidad de una isla (1998). Su desempeño detrás de la cámara unifica a la crítica francesa: es plano (para la revista Cahiers du Cinéma, la cinta “es un montón de planos”). Pero Houellebecq no se deprime.
Jean-Philippe Toussaint
(1957)
“Cuando era estudiante, tenía una atracción más grande por el cine que por la literatura. Es porque no podía hacer películas que escribí. Llegué a la literatura por medio del cine”. Para el belga Jean-Philippe Toussaint, el orden de los factores sí altera el producto. No obstante, entre su literatura y su cine hay más que continuidad: ambos se caracterizan por un minimalismo que linda en la llaneza. Como guionista debutó con la adaptación de su novela El cuarto de baño; como realizador, con Monsieur (1990). Luego filmó La sevillana (1992) y La patinadora (1998). Sus historias son casi inexistentes, casi un accidente. No pasa lo mismo con los resultados, que son buenos tanto en la página como en la pantalla.
Guillermo Arriaga
(1958)
Desde que apareció en el paisaje cinematográfico rechazó el plebeyo título de guionista y se definió a sí mismo como “un escritor de cine”. Debutó con el cortometraje Campeones sin límite (1997); luego padeció la mediocre “adaptación” que Gabriel Retes hizo de su novela Un dulce olor a muerte. Saltó a la fama con el guión de Amores perros (2000): sus diálogos inteligentes y su estructura sugerente dan cuenta de lo que llegaría a ser su sello. Luego de su divorcio de Alejandro González Iñárritu y de ganar la Palma de Oro a Mejor Guión por Los tres entierros de Melquiades Estrada (2005), presentó en Venecia su ópera prima, The burning plain (2008), en la que se ve que como director de cine es un buen escritor de cine.
Alberto Fuguet
(1964)
Su biografía se mueve entre las letras y las imágenes: es egresado de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile y coordina el programa de cultura audiovisual en otra universidad. Llamó la atención como escritor gracias a su novela Mala onda (1991). Otra de sus novelas, Tinta roja (1996), vivió una afortunada adaptación cinematográfica por el peruano Francisco J. Lombardi. Su primer largometraje como realizador es Se arrienda (2005) y sigue los pasos de un artista frustrado. En octubre de 2008 filmaba en el desierto de Antofagasta su segundo largo, Perdido. Fuguet no está perdido, como lo prueban los buenos comentarios que han recibido sus libros y su película.
Ray Loriga
(1967)
Participó en la escritura del guión de Carne trémula de Pedro Almodóvar, estrenada en 1997. Ese año también presentó su ópera prima, La pistola de mi hermano, inspirada en su novela Caídos del cielo. Diez años después estrenó su segundo y más reciente largometraje, Teresa, el cuerpo de Cristo (2007). En la primera sigue a un asesino en fuga y el diario El País concluye que el debut de Loriga en el cine es “fallido”. En la segunda aborda la vida de Santa Teresa de Jesús, y el mismo diario la califica como “un bello acercamiento a la figura de la religiosa” (y cómo no, si en el protagónico estuvo Paz Vega). Como escritor fue ubicado en la generación X. Su cine no cabe en la categoría “X”, pero sí escandaliza a más de alguno.m.