Diferencias de la Espiritualidad Ignaciana frente a la Devotio Moderna
Alexander Zatyrka, SJ – Edición 490
A diferencia de la Devotio Moderna, Ignacio entiende que el contacto con la Buena Noticia de Jesús despierta en el ser humano el anhelo de alcanzar la plenitud del amor compartido, sentido último del proyecto divino.
En su búsqueda de recuperar el dinamismo de la fe cristiana para transformar radicalmente a las personas, la Devotio Moderna tomó muchos elementos de la espiritualidad cristiana anterior a la Escolástica. Por ejemplo, adopta el talante afectivo agustiniano, enriqueciéndolo con la visión de escuela de san Buenaventura, pero haciendo ciertos cambios y adaptaciones. O no adopta la visión franciscana de pobreza, sobre todo la exaltación de la mendicidad, sino que subraya la importancia del trabajo para ganarse la vida. Recupera con esto el ethos original cristiano paulino de la virtud del trabajo como modus vivendi, que había quedado olvidado en el entorno feudal (cfr. 2 Tesalonicenses 3, 10: “El que no trabaje que no coma”). Esta actitud de aprecio por el trabajo diligente y la responsabilidad de procurarse la vida con el propio esfuerzo será transmitida a otra de las principales herederas de la Devotio Moderna: la reforma protestante.
En sentido similar, la espiritualidad ignaciana considera al ser humano como partícipe activo y responsable del proyecto de salvación de Dios en la historia. Llama la atención la manera como Ignacio integra las dos intuiciones, trabajo responsable y confianza en Dios, presente en la famosa frase que se le atribuye: “Haz las cosas como si sólo dependieran de ti, manteniendo la certeza de que todo depende de Dios”. El buen cristiano está invitado a mantenerse permanentemente en la tensión dinámica entre el necesario esfuerzo personal sin perder la referencia constante a Dios. Éste es, en buena parte, el sentido fundamental del discernimiento.
Aquí descubrimos también otra de las particularidades de la espiritualidad ignaciana que la separan de la Devotio Moderna. Para san Ignacio, pobreza y diligencia apostólica no son dos actitudes encontradas, sino complementarias. El jesuita se entiende a sí mismo como colaborador en el proceso de redención centrado en Cristo y posibilitado por el Espíritu Santo. La meditación de los Ejercicios Espirituales sobre el llamamiento del Rey Eternal subraya al unísono una vida de máximo “despojo” (entendido como el deseo profundo de entregarse por completo al proyecto del Señor poniendo a su servicio todo lo que se tiene y se es, en lo que consiste la verdadera pobreza) y su famoso magis, la búsqueda del bien mayor, de la mayor gloria de Dios. El compañero de Jesús se sabe y se vive pobre (dependiente de Dios y sus dones) y, al mismo tiempo, llamado a entregar de manera diligente y creativa todos los dones y talentos que Dios le confió.
Otra diferencia fundamental de la espiritualidad ignaciana con la Devotio Moderna es que no asume el pesimismo antropológico agustiniano y su visión de sospecha ante el mundo, como sí hizo en buena parte esta última. Una consecuencia de este talante es su tendencia al individualismo y al subjetivismo, que finalmente tuvo como resultado su desaparición. Esta actitud también pasa al imaginario de la reforma protestante, que considera la situación del hombre caído como desesperada. Solamente la intervención directa de Dios podría entonces salvar al ser humano de su pecado. Afirmar esto a ultranza y sin el sano balance del ejercicio de la libertad humana, lleva a algunas de estas tradiciones reformadas (en especial el calvinismo y sus derivados) a afirmar la predestinación. Para estas comunidades, Dios sabría quiénes habrían de salvarse (Él mismo habría dispuesto quiénes serían) y les otorgaría la gracia necesaria para alcanzar la salvación. El resto de los seres humanos sería la massa damnata, la multitud de los condenados, que hagan lo que hagan no tienen remedio porque Dios, que ya los habría destinado a la perdición, les negaría su gracia. Podemos imaginar lo que este absurdo significa para el mensaje central de la Buena Noticia cristiana: Dios es Padre (Abba) de todos los seres humanos, providente y misericordioso, con un amor universal e incondicional, como lo encontramos descrito en los evangelios.
La antropología ignaciana es básicamente positiva y optimista. En esto sigue la tradición cristiana más antigua que subraya que el ser humano es “imagen y semejanza” de Dios (Gen 1, 26). El ser humano ha sido creado para entablar una relación con Dios, relación que tiene características específicas. Para esto, el ser humano ha sido dotado con una afinidad constitutiva con Dios. Esta afinidad consiste en la capacidad de “ser/existir a la manera de Dios”. El centro del anuncio cristiano es que Dios es amor o, mejor aún, Dios es amando. Por lo que existir a la manera de Dios es existir amando. Por esto, la fe cristiana desde sus orígenes afirma que el ser humano es “capaz” de amar y, por lo tanto, es “capaz” de Dios.
Poder existir “a la manera” de Dios se traduce en poder dar vida donándose y al mismo tiempo recibir vida en la donación del otro. La imagen divina que es constitutiva de la naturaleza de todo ser humano consiste en su capacidad de amar en libertad y gratuidad: libre e incondicionalmente. Pero para amar a la manera de Dios necesitamos una sensibilidad particular: captar que somos más que meros individuos, descubrir que somos “personas”, identidades (autopresencias) relacionales. Mientras más nos relacionamos siguiendo el dinamismo del Amor divino, más somos nosotros mismos. Un individuo es meramente una identidad centrada en sí misma, incapaz de abrirse a la alteridad. No alcanza a entender que la comunión con otras personas es un elemento fundamental para alcanzar su propia potencialidad.
Por lo tanto, la “imagen divina” describe la sensibilidad correcta para el uso de las notas (características) que constituyen a cada persona. La imagen divina es un regalo y no requiere nuestra aceptación. Pero la patrística también subraya la importancia del segundo término del texto bíblico. El ser humano es creado a “imagen” y también a “semejanza” de Dios. La semejanza se entiende como la necesidad de encarnar en el concreto de la vida la vocación a ser personas, día a día, instante a instante. Esto se logra por medio de actos de amor concreto, de entrega de sí, a la manera de las personas trinitarias: el Padre, de toda la eternidad, se entrega al Hijo engendrándolo. El Hijo, de toda la eternidad, se entrega totalmente al Padre en un movimiento de amor recíproco. El Espíritu es este dinamismo personificado y actuante. El Espíritu Santo recibe su ser del Padre (procedencia) y al Padre se entrega completamente en reciprocidad. Un dinamismo equivalente impera en la relación del Espíritu con el Hijo y viceversa. Así, el creyente está llamado a construir con su voluntad (en libertad) y ayudado por la gracia, su manera irrepetible de encarnar el amor, su camino de santidad. Todo lo que somos y tenemos está para que encarnemos el Amor, construyendo Comunión. Así logramos que la imagen divina se convierta en semejanza, que el potencial llegue a ser realidad de plenitud.
La visión ignaciana del ser humano —en consonancia con la antropología que descubrimos en los evangelios— es básicamente optimista. A diferencia de la Devotio Moderna, que ve con sospecha y desprecio la aportación humana a la historia, Ignacio entiende que el contacto con la Buena Noticia de Jesús despierta en el ser humano el anhelo de alcanzar la plenitud del amor compartido, sentido último del proyecto divino. El ser humano es capaz de Dios, equivalente a decir que es capaz de amar a la manera de Dios, de transmitir vida divina y constituirse así en cocreador del Reino.
El resumen de la visión ignaciana del ser humano (su antropología) lo encontramos en el famoso “Principio y Fundamento” que Ignacio pone como introducción a los Ejercicios Espirituales. Ése será el tema de nuestra siguiente entrega.
1 comentario
“La plenitud del Amor Compartido”.
Estimado Rector: Ese bien podría ser el lema que define hoy al ITESO. Y no eso de “Libres para Transformar”.
El lema original de nuestra Alma Mater es, para mí, una Promesa: “El Espíritu redimirá a la materia”. Y creo que el verbo está en futuro. Y” la plenitud del Amor Compartido” camina hacia allá.
No fue una ocurrencia que los lemas de las universidades jesuitas mexicanas fueran tomados del Nuevo Testamento, nada menos que del apóstol y evangelista San Juan. Eso de “libres para transformar” parece algo sacado de la mercadotecnia. No dice nada.