Deseo de Dios
Luis Orlando Pérez Jiménez – Edición 466
Entrar en uno mismo para llegar al centro de nuestra vitalidad es caminar hacia la fuente de la existencia que nos sacia de esas búsquedas incesantes, a la que, por fortuna, todos tenemos acceso si lo deseamos con todo nuestro ser
¿Vacío de todo? ¿Sin rumbo ni fuerzas para saber a dónde ir? En la vida existen momentos en que necesitamos confirmar el camino que hemos elegido o, por el contario, es tiempo de comenzar una nueva etapa en el trabajo, en la vida familiar o con los amigos. Sin embargo, cuando el horizonte no es claro y no se sabe muy bien por dónde comenzar el proceso de elección o de confirmación, pedirle a Dios que nos dé deseos de Él puede ser el ancla que necesitamos para comenzar.
Para comprender lo que significa tener a Dios como polo a tierra, empezaré con la historia de vida de Carlos de Foucauld. Él —un soldado en la Tercera República Francesa—, cansado de las fiestas y viajes, con serias dudas sobre el sentido de la vida, sentado en una iglesia, sin creer, sintió un profundo deseo: “Dios mío, si existes, haz que te conozca”. El deseo de conocer el fundamento de su vida salía de su ser como un grito silencioso. Ese deseo lo empujó a comenzar un nuevo estilo de vida.
Tener a Dios como centro de la vida es una intuición que también Ignacio de Loyola experimentó en el proceso de reconstrucción de sí mismo. Cuando se hallaba devastado ante la incertidumbre de su salud y con un futuro profesional sin claridad, Ignacio tuvo el deseo de parecerse a dos de los grandes paradigmas del cristianismo de la época: Francisco de Asís y Domingo de Guzmán. Con ese deseo inicial en su interior, emprendió también un viaje hacia lo más profundo de su vida.
Entrar en uno mismo para llegar al centro de nuestra vitalidad es caminar hacia la fuente de la existencia que nos sacia de esas búsquedas incesantes, a la que, por fortuna, todos los seres humanos podemos tener acceso si lo deseamos con todo nuestro ser. Se puede decir que todo es cuestión de desear. Algunas pistas que Ignacio descubre en su proceso de búsqueda son las siguientes:
Pedirle a Dios lo que deseo. Pedir es un acto de humildad, es reconocer que no me basto a mí mismo, que soy incapaz de encontrar eso que busco. Pedir asumiendo la pobreza propia de no saber a dónde ir es un primer paso. Reconocer las limitaciones y la fragilidad de uno mismo puede ayudar a caer en la cuenta de eso que necesitamos.
Tener testigos de mi deseo. Los testigos nos recuerdan que sólo es posible caminar con el soporte de los otros. La vida del espíritu —si es real— no es un asunto personal, sino que se comparte con los demás. Sin los otros, testigos y maestros, buscar a Dios puede entrañar el peligro de perderse en una búsqueda de la propia vanidad, camuflada de nobles intereses.
“Desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio y prudente de este mundo” (EE 147). Tanto Carlos como Ignacio, una vez que reconocen en ellos el deseo de Dios con todas sus fuerzas, experimentan que todo lo demás es relativo. El deseo de Dios es —en definitiva— la absoluta incertidumbre de ser guiados por el amor que nos hace experimentarnos plenos y hermanos de los demás.