(des) antojo de ciencia
Juan Nepote – Edición 504

A nosotros cada vez se nos antoja menos la ciencia. Los resultados más recientes de ingreso a la Universidad de Guadalajara evidencian un alarmante descenso en el interés por las humanidades y las ciencias
El Diccionario de la Real Academia Española cerciora que un antojo es aquel “Deseo apremiante y pasajero, habitualmente caprichoso”. Sin embargo, y a pesar de esa supuesta condición de fugacidad y fragilidad que la filología les asigna, los antojos son invencibles, casi inevitables —hay estudios clínicos que confirman que 90 por ciento de la población es víctima constante de algún antojo— y han tenido una influencia determinante en nuestra historia colectiva: desde el hipotético origen de la mítica Guerra de Troya a causa del antojo del príncipe Paris, “el de la hermosa figura”, por huir con Helena, “la más hermosa de todas las mujeres” y esposa del rey Menelao (que entre otras consecuencias tuvo la creación de La Ilíada de Homero, uno de los pilares de la literatura occidental), hasta la fortuita llegada de Cristóbal Colón a este lugar del planeta (que, seguramente, ya había sido descubierto antes, pero se mantuvo más o menos desconocido para el resto del mundo), que transformó los mapas, las economías y las sociedades, aventura marítima que inició por un antojo específico: llegar lo más rápidamente posible a Asia para conseguir suficientes y variadas especias que hicieran más antojables los alimentos.
Y es que “el mundo es una enorme cocina, y nuestras cocinas pequeños universos donde todo el tiempo ocurren las más variadas reacciones químicas, físicas y biológicas”, nos han enseñado Diego Golombek y Pablo Schwarzbaum en El nuevo cocinero científico. Cuando la ciencia se mete en la cocina,y quizá por ello, nosotros en México, experimentadores empíricos, hemos hecho de los antojos toda una galaxia de diversidad y riqueza, que desde noviembre de 2010 ha sido nombrada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO: tamales, pambazos, el chivo tapeado, las tlayudas, la sopa de milpa, las tortas ahogadas, la butifarra, los tlacoyos, los sopes y las tostadas, antojitos mexicanos que son generosas fuentes de carbohidratos y nos proveen proteínas de calidad, fibra, vitaminas y minerales esenciales, antioxidantes para combatir los radicales libres.
De manera que nuestros antojos son un asunto de interés para la investigación científica, desde la arqueología hasta las neurociencias, pasando por la gastronomía y la biología evolutiva. Pero a nosotros cada vez se nos antoja menos la ciencia. Los resultados más recientes del proceso de ingreso a la Universidad de Guadalajara evidencian un alarmante descenso en el interés de los jóvenes por las humanidades y las ciencias: de más de 30 mil aspirantes a entrar a la universidad pública de Jalisco, sólo 55 eligieron Filosofía, 32 Sociología, 31 Antropología y apenas ocho Geografía (¡hace menos de 10 años se registraron 250 en Geografía!). En las ciencias básicas hay un desinterés semejante: si comparamos los datos de 2020 con los de 2025, detectamos 20 por ciento menos de inscritos en Biología, 47 por ciento menos en Física y 54 por ciento menos en Matemáticas.
Ante los desafíos de nuestra realidad vertiginosa y desafiante, que oscila entre el florecimiento de las noticias falsas y el refinamiento de poderosas herramientas informáticas —como las inteligencias artificiales—, pasando por el resurgimiento de políticas e ideologías que aplastan los derechos humanos, se antoja combatir el miedo y la falta de imaginación con una conciencia ética como la que hace más de medio siglo nos proponía Frank Oppenheimer: “Si las personas llegan a sentir que comprenden el mundo a su alrededor, o cuando menos, si tienen la convicción de que podrían entenderlo si lo quisieran, entonces y sólo entonces serán capaces de creer que, mediante sus decisiones y acciones, pueden hacer una diferencia. Sin este convencimiento, las personas viven sintiendo que son eternamente empujadas por circunstancias y fuerzas ajenas a ellas mismas”.