En opinión de Jorge Rocha, director del programa institucional de derechos humanos y paz del ITESO, estos seis casos que se narraran a continuación reflejan una descomposición grave del sistema económico y político, al igual que nos dan una idea actual en materia de los derechos humanos en Jalisco.
Por Andrés Villa, Rafael del Río y Paula Silva
La madrugada del domingo 26 de noviembre de 2006, Christian Arias de la Torre y Xavier Álvarez del Castillo Íñiguez circulaban por la avenida Vallarta “aprovechando la sincronía de los semáforos”. Christian conducía una RAM; Xavier un Jetta. Presumiblemente, jugaban carreritas. Veloces. Valientes. Alcoholizados. Al mismo tiempo, Néstor Rodríguez Licea manejaba su “vocho” de regreso a casa por la avenida Enrique Díaz de León. A cinco cuadras de su destino, en la intersección de las avenidas, los dos coches, que se habían pasado el alto según varios testigos, lo chocaron y lo aventaron contra un poste de concreto.
Néstor murió instantáneamente.
Pero hay algo más en esta historia: ocho horas. Las ocho horas que las autoridades tardaron en notificar a los padres de Néstor. Las ocho horas en las que Néstor estuvo solo en la plancha del Semefo, y que su cartera permaneció perdida.
Unos minutos tardó Fernando Arias Pérez, padre de Christian y vocero del entonces gobernador Francisco Ramírez Acuña, en llegar al lugar del accidente, mientras su hijo y su amigo —nieto del ex gobernador Enrique Álvarez del Castillo— recibían atención médica en hospitales privados. También tuvieron ocho horas para recoger los fierros torcidos del Volkswagen y para ponerse de acuerdo: iban a ochenta kilómetros por hora (el límite de velocidad que marca la ley para que no haya responsabilidad por homicidio culposo).
Ha pasado más de un año. Néstor y Mónica, los padres del joven fallecido, han levantado un permanente aparato de difusión para buscar justicia: blogs, chats, contactos con la prensa, volantes, medios audiovisuales, manifestaciones… Una red ciudadana cuya única tarea es evitar que otra familia viva lo que ellos han tenido que sufrir.
El 31 de marzo de 2007, cuatro meses después de la muerte de Néstor, Xavier Álvarez del Castillo fue detenido por segunda vez por manejar en tercer grado de ebriedad.
La noticia se ha repetido en la tele, en los periódicos, en la radio: el 13 de febrero de 2008 Miguel Ángel López, de 8 años de edad, murió después de caer al Río Santiago y de estar en coma durante 18 días.
Durante las dos semanas que Miguel permaneció en el hospital, las autoridades dijeron que el coma del niño se debía a que consumía drogas, a que se había golpeado en la cabeza o incluso, a que sufría abuso sexual. Después se comprobó que los médicos del Hospital General de Occidente le aplicaban un tratamiento para intoxicación por metales pesados y que habían encontrado restos de arsénico en su cuerpo.
Sin embargo, semanas después de la muerte del niño, el Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses dictaminó que la causa de la muerte había sido una bacteria. El arsénico que encontraron en el cuerpo se encontraba dentro de los parámetros tolerables, aseguró el doctor Mario Rivas Souza, director del Semefo.
Pero la historia tiene antecedentes. El 1 de mayo 2005, Ricardo García, ladrillero y habitante de Juanacatlán, descendió al pozo de su familia a recuperar un sombrero que se le había caído. Momentos después, se desplomó. Al ver que no salía del pozo, su hijo Humberto intentó rescatarlo, pero tampoco pudo salir. Dos hombres más, Baltazar Buendía y Gabriel Vázquez, acudieron a auxiliarlos y corrieron la misma suerte. Los cuatro murieron intoxicados. “Los pulmones les explotaron. Eso fue lo que nos dijeron”, relata María Guadalupe Tavares, quien perdió a su padre, a su hermano y a su esposo Baltazar. En agosto del año anterior, el río Santiago se había desbordado y sus aguas contaminadas se mezclaron con las del pozo.
Estas dos tragedias son sólo la parte visible de un problema histórico y complejo: durante más de 30 años, las aguas negras de la Zona Metropolitana de Guadalajara y los desechos tóxicos de varias empresas de El Salto se han vertido al río Santiago. Un marco legal laxo, la irresponsabilidad de las empresas y la negligencia de las autoridades han agravado el problema.
¿De dónde salen el arsénico y el plomo que envenenan las aguas del río? Nadie ha sido sancionado por ello. ¿Por qué las autoridades federales y estatales no han invertido en plantas para tratar las aguas negras de la ciudad?, ¿por qué se aprueba la construcción de fraccionamientos con cinco mil casas a 200 metros de su cauce?
“En la noche no puedes dormir, porque rasca y rasca y huele muy feo”, dice la señora Rosario Chávez, vecina del lugar, en el blog limpiemoselsalto.blogspot.com. “Aquí no se puede tomar leche ni queso, ni comer carne porque las vacas andan por el río. Tampoco verduras porque riegan con el agua del Santiago”.
Hoy, la contaminación es evidente. No es necesario tomarse un buche de agua para darse cuenta; basta con pasar un día en Juanacatlán para que las fosas nasales se irriten y sangren. El olor es insoportable. Cadáveres de perros y aves de corral se pudren en las orillas.
A pocos metros del lugar en el que Miguel Ángel cayó, algunos niños siguen jugando.
Apenas amanece, el frío es intenso y entre los surcos ya caminan decenas de mujeres. En los bolsos de sus abrigos llevan lazos de distintos colores. Así distinguen las etapas en las que se encuentran las coles: “El rojo es para cosecharla en una semana”.
No han pasado ni dos horas y el frío se ha convertido en sofocante calor. Los gruesos abrigos caen y sólo queda el paliacate, inútil protección contra el sol.
Generaciones de mujeres trabajadoras en Sayula han creado una tradición difícil de cuestionar. María, jornalera, está conforme con su trabajo: “Nos dejan trabajar. Aquí cada quien decide cuánto quiere ganar”, dice. Ella forma parte de una cuadrilla de puras mujeres. Asegura que así están mejor, porque antes, cuando eran supervisadas por hombres, les pedían su “mochada”: “Una vez, cuando todavía éramos grupos mixtos, un compañero me dijo: ‘el jefe de cuadrilla se fijó en ti. Y para beneficio de todo el equipo deberías de ofrecerte’. ¿Y por qué no vas y te ofreces tú?, le dije”.
Trabajan más de diez horas diarias, seis días a la semana, encorvadas sobre el surco, bajo el sol. Ganan poco más de cien pesos. Entre 700 y 900 pesos semanales; 2,800 al mes.
No hay conflicto. Los abusos que sufren por parte de las empresas que las contratan les parecen condiciones aceptables: “Nos dejan trabajar”. Sus madres así vivieron. Y las mamás de sus mamás también.
Hace 200 años, en la isla de Mezcala, 400 indígenas cocas se enfrentaron a 8,000 elementos del Ejercito Real Español. La disputa era por la tierra. Los invasores no pasaron. Dos siglos después la situación se repite. Despojo, invasión de terrenos comunales y un plan de desarrollo turístico amenazan a esta comunidad.
El gobierno del estado ha iniciado un proyecto de explotación turística para la isla de Mezcala. Se pretende declarar patrimonio histórico y cultural a la antigua penal que corona la isla, y crear un fideicomiso que excluye a la comunidad. Los habitantes de Mezcala no quieren seguir los pasos de sus vecinos de Chapala y Ajijic. Temen que su comunidad se convierta en pasarela folclórica al servicio de los extranjeros: “Ya llegó el progreso a Mezcala, eso nos dicen”, comenta Rocío Moreno, vocera de los comuneros. “Que los chayoteros y pescadores tendrán que dejar sus tierras pero podrán vender agüitas y refrescos. O ser vigilantes o jardineros.”
Los comuneros tienen un título virreinal de 1668 que demuestra la propiedad comunal de sus tierras, y una Resolución presidencial de 1974 que legaliza su ejido. Estos documentos prohiben la venta de tierras a particulares. Sin embargo, se han construido casas de recreo para familias de Guadalajara.
Estos mujeres y hombres se mantienen firmes y dicen que, al igual que hace dos siglos, los invasores no pasarán.
Hace 200 años eran 400. Hoy son más de 14,000.
Iris conoció a Manuel en la fábrica de componentes electrónicos en la que trabajaban: “Lo conocí como un hombre trabajador y sin vicios, muy amable. No tomaba, no fumaba, no salía de parranda”. Vivieron cinco años como pareja y tuvieron dos hijos.
El cierre de la fábrica y el despido inició la pesadilla. Primero fueron celos: “Me decía: ‘ya no te voy a ver todos los días, a dónde vas, qué haces, con quién hablas…”. Luego, envidia. Iris encontaba trabajo con más facilidad y mejor pagado. “El decía: ‘¿por qué entra primero ella si yo soy el hombre?”.
Después comenzaron los abusos, las amenazas contra su familia: “Uno a uno van a caer. Y tú serás la última”, le decía. Le siguieron empujones, sometimiento, abuso sexual. Iris trató de proteger a sus hijos; cuando él la maltrataba físicamente, fingía que era un juego para que los niños no sufrieran. No funcionó.
Después de una golpiza, Iris decidió demandarlo. Acudió a la Cruz Verde por un parte médico. Lo obtuvo, pero le dijeron que “hacían falta otros dos para proceder con la demanda”. No le dieron comprobante: “Ven y con tu puro nombre te lo checo aquí en la computadora”. En la Procuraduría de Justicia no la trataron mejor: fichas, colas, trámites: “Me sentí sola. Me sentí como un número. Somos un expediente… no somos personas”.
Aguantó. Esperó. Finalmente decidió: se iría con sus hijos a un lugar seguro. Pero Manuel se enteró antes. “Todo fue muy rápido”, relata Iris. “Sacó la pistola y le disparó a mi niña en la cabeza…”
Manuel mató a sus tres hijos, a su suegra y después se suicidó. Sobrevivió un bebé de ocho meses de gestación.
Ahora sí, todos preguntan. Ahora sí, todos quieren saber.
El sol se esconde y la luz apenas rebasa los techos de las bodegas junto a las vías. Un grupo de hombres descansa en un improvisado “día de campo” sobre las afiladas piedras. Nos acercamos. Saludan con un fallido intento de acento local. Nos invitan a sentarnos. Les hablamos de nuestra intención. Les mostramos el número anterior de MAGIS.
—Tú tienes camioneta del año —responde uno de ellos, que no se anima a dar su nombre pero pide que le llamen Vico. Ustedes los ricos no entienden. ¿Quieren hacer un reportaje chingón? Súbanse con nosotros. Desde Coatzacoalcos hasta la frontera.
Finalmente aceptan hablar con la promesa de que podrían ver sus retratos en la versión web de la revista. Si tienen suerte, será desde un ciber en San Diego, Nueva York o Los Ángeles. Si no, desde Honduras o Guatemala.
La charla es agradable pero el miedo no es fácil de ocultar. Los que viajan por primera vez lo llevan marcado en el rostro: 17, 19, 22 años.
Los problemas del viaje son muchos: el frío, los guardias, los mismos compañeros, la migra, los robos. No viajan con dinero porque se lo roban. Ese día, dicen, caminaron como 40 kilómetros porque se perdieron en la ciudad. Se encontraron con la policía y se echaron a correr.
Cuentan que han visto morir bajo las ruedas del tren a mujeres con niños (“la Bestia”, “el Trenzudo”, “el Demoledor”, “el Diablo”, “la Bestia de Acero”).
—¿Por qué? —le pregunto a Vico.
—Tú no tienes hijos, ¿verdad? Tú no sabes lo que es que tu niña te pida hojas pa’ la escuela y no tengas con qué.
A lo lejos se oye el tren. Recortados contra la luz de la locomotora surgen muchos más. Anónimos.
Vagón a vagón, la oportunidad se escapa. m.