Delicias Michoacanas
Jaime Lubin – Edición 400
Don Vasco llegó al reino de Michoacán en 1533. Además de su encomienda justiciera frente a los atropellos de Nuño de Guzmán, trajo un regalo de cordialidad, así como la firme voluntad de recuperar la confianza de esas buenas y nobles personas. La empresa fue justa y certera en sus propósitos y de gran alcance en sus resultados.
Tata Vasco conoció la enormidad de las riquezas de ese reino verde y lleno de lagos y ríos maravillosos. En el paraíso de esta tierra y sin mediar tanto protocolo, refundó Pátzcuaro, es decir, lo hizo de lo que ya estaba hecho y dejó que los purépecha siguieran tal cual eran. En los asuntos de la comida, la excelencia de la cocina michoacana es proverbial. Tanto debieron haber comido los conquistadores que se pasmaron con la tripa torcida frente a la frugalidad de los indígenas. Lo que uno solo de los españoles comía en un día, era suficiente para una semana de pitanza en una familia. Pero así fueron esos primeros tiempos de crisol y molcajete. Y los chiles con su presencia dominante que siguen vengando a Moctezuma frente a los invasores. Todo eso conoció el Tata Vasco, que también fue llamado Tatá, como doble forma verbal de la paternidad no sólo natural sino emotiva.
Todo esto expliqué a los invitados españoles que vinieron desde Madrigal de las Altas Torres en Castilla para celebrar la fraternidad de las ciudades en las que Tata Vasco nació y murió. Con sus manos enredadas de tortillas incomprensibles aprendieron a rolar un taco y sus rostros se pusieron colorados por la gloria de unas acumaras bien sazonadas. Los frijoles refritos les parecieron dignos de un emperador: lo son sin duda, y el mezcal, el tequila y la zebadina aparecieron para que no se fueran a empachar. Seguían mirando los platos rebosantes de lo que debe de haber comido su paisano tan nuestro y sólo atinaban a dejar rodar alguna lágrima nacida de las enchiladas, pechugas y salsas de magnitud atómica.
Se dijeron discursos, se agitaron banderitas, se aplaudió y se disfrutó de la obra viva de un gran peninsular que, con dulcísimas voces recordó a las eraris, que son las princesas y doncellas, mientras cantaban pirecuas frente a la efigie de Tata Vasco, al tiempo que las mayordomías colocaban miles de flores en la pequeñísima capilla de Nuestra Señora de la Purísima Concepción, allá en Santa Fe de la Laguna, donde las olas niñas se visten de tornasol en la tarde-noche.