“Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan”
José Miguel Tomasena – Edición 417
Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto y El hombre sin cabeza, propone una ética que se basa en la exposición del mal. ¿Debemos ver imágenes sobre la violencia o, por el contrario, resistir a su exposición mediática?
El autor de Huesos en el desierto y El hombre sin cabeza, crónicas descarnadas sobre la violencia, la impunidad y la corrupción mexicana, propone una ética que se basa en la exposición del mal. ¿Debemos ver imágenes sobre la violencia o, por el contrario, resistir a su exposición mediática?
La reflexión sobre la violencia es una curiosidad mía desde que comencé a leer”, dice Sergio González Rodríguez. “Me recuerdo lector de nota roja cuando era niño. Ya en la etapa preuniversitaria me atrajeron los estudios antropológicos, filosóficos e históricos sobre la violencia y la búsqueda de su explicación en las sociedades contemporáneas. Y leí en forma sistemática a autores como Michel Foucault, Georges Bataille o Leonardo Sciascia”.
Proveniente del mundo de los libros —estudió Letras Modernas en la UNAM—, González Rodríguez se encontró con la pesadilla de Ciudad Juárez cuando era reportero del diario Reforma. Ahí pudo explotar su temprano interés por la violencia a través de una escritura que cruza los registros de la crónica, del ensayo, de la nota roja y del reportaje de investigación —una mezcla que él califica como “literatura en el sentido fuerte de la palabra”—, para escribir uno de los libros fundamentales sobre los feminicidios en ese lugar: Huesos en el desierto, finalista en 2003 del Premio de Reportaje Literario Internacional Lettre/Ulysses en Alemania.
En 2009 retomó el tema de la violencia con la publicación de El hombre sin cabeza, un libro que se ocupa de las decapitaciones perpetradas por el crimen organizado y de su efecto social.
Sergio González Rodríguez se siente más cómodo con la palabra escrita, así es que respondió por correo electrónico las preguntas de MAGIS. La precisión de sus frases revela su voluntad de pensamiento y de rigor.
¿Por qué ha decidido ocuparse de la violencia y del narcotráfico en sus trabajos como cronista?
El tema de la violencia es recurrente en lo que escribo desde años atrás: novelas, relatos, crónicas, reportajes y ensayos. Se trata de un interés intelectual, producto de mi formación de lector literario y de mis estudios universitarios —estudié Letras—, que derivó al interés por la vida civil.
¿Cuál es su visión sobre lo que los escritores/intelectuales deben hacer frente a esta realidad?
Cada escritor/intelectual se propone caminos diversos para estar en la realidad y entenderla. En mi caso, siento proclividad por quienes se plantean ante ésta una postura abierta, crítica, polémica, indagatoria, irreverente y capaz de establecer conexiones múltiples en diversos niveles de comprensión.
Ha sufrido represalias por su trabajo, como muchos otros periodistas que han tenido peor suerte. ¿Por qué lo sigue haciendo?
Mi trabajo periodístico al indagar la corrupción institucional y sus nexos con el crimen organizado ha corrido con suerte, a pesar de amenazas, agresiones, golpizas y obstrucciones diversas. Continúo con esa tarea porque es un deber hacerla. Mientras tanto, también escribo sobre otros temas que nada tienen que ver con aquello. Es la forma que he hallado para contrarrestar la adversidad.
¿Desde qué categorías o perspectivas deberíamos pensar la violencia del narcotráfico?
A mi parecer, tenemos que entender ante todo el problema como una quiebra del Estado de derecho en México. El narcotráfico es algo consustancial al sistema económico y político, no se trata de un agente que esté allá afuera. Por lo tanto, implica asuntos que trascienden la idea de una guerra entre policías y ladrones, como la postura oficial y sus vocingleros quieren hacernos creer.
Su último libro, El hombre sin cabeza, se ocupa de las decapitaciones como rituales. ¿Qué lo hizo elegir este fenómeno para abordar la violencia?
La decapitación es un acto simbólico y la transgresión mayor en términos antropológicos. La degradación institucional en México ha llegado a ser tal que los criminales lograron imponer su imaginario violento con la connivencia de las autoridades, que muchas veces acuden a usos simbólicos de semejante cariz. La violencia en el país debe enfocarse como un drama integral, algo distante del perímetro de la nota roja y su espejo: la propaganda gubernamental que busca encubrir el desastre de sus acciones.
Una de sus hipótesis en este libro es que existe una relación estrecha entre la violencia del narcotráfico y ciertos rituales relacionados con el culto a la Santa Muerte. ¿Qué elementos tiene para probar esta relación?
En mi libro me refiero al caso específico de los sicarios originados en el Cartel del Golfo, denominados Los Zetas. Y refiero testimonios e información de inteligencia a la que tuve acceso. No es “mi hipótesis”: me limito a exponer la información de expertos a los que he consultado. Es un error pedirle al periodista que aporte “pruebas”. Es decir, que reemplace a las autoridades y sus responsabilidades. Por definición, la prueba sólo puede darse mediante un proceso judicial conforme a derecho. El culto a la Santa Muerte en manos de narcotraficantes es un asunto de extrema violencia y crueldad. En mi libro aporto los datos respectivos.
En El hombre sin cabeza aborda también los efectos de la violencia mediada por la imagen (videos en YouTube, fotografías, narcomantas). ¿Cuál es el papel que tienen estos dispositivos en la sociedad?, ¿se trata de un elemento que amplifica la violencia o está implicado intrínsecamente en ella, al grado de ser violencia?
Susan Sontag decía que debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. Hay que exponer el horror para combatirlo. Y añadir el contexto, las explicaciones, la información y las interpretaciones debidas bajo el principio de lograr la mayor exactitud posible. Sin lo anterior, corremos el riesgo de caer en la amnesia o en el adormecimiento, la trivialidad y la indiferencia.
¿Qué impresión tiene de la cobertura que los medios de comunicación hacen sobre el narcotráfico?
Me parece en general una cobertura dominada por los medios electrónicos, que en México desde tiempo atrás han dejado de informar y de investigar (si acaso alguna vez lo hicieron, subrayo la ironía). La prensa todavía busca hacer el trabajo duro al respecto. En cuanto a las nuevas tecnologías y las redes sociales, el asunto es distinto: se desplazan en su propio espacio transmediático en el que abundan el ruido, la carencia de criterio editorial y de fuentes fiables. Sin embargo, su dinamismo y su utilidad son necesarios.
¿Qué espera de los medios de comunicación frente al narcotráfico? ¿Qué le gustaría leer en la prensa o ver en la televisión?
Me gustaría que la prensa dispusiera de mayor espacio para desplegar otros géneros periodísticos aparte de la noticia y la opinión. Por ejemplo, más reportajes de investigación, más entrevistas, más crónicas, más debates de calidad. En México, los medios electrónicos siempre han sido un área más de la comunicación gubernamental. La versión oficial y su estadística falseada son su principal materia. Reducir el proceso comunicativo a un asunto de generar “percepciones”, no sólo es un disparate sino una estupidez. De risa loca.
Héctor Aguilar Camín ha publicado algunos artículos en los que acusa a los medios de amplificar los efectos de la violencia y de construir una percepción ciudadana que no se corresponde con las estadísticas. ¿Qué piensa de este argumento?
A nadie le importa eso. A mí, mucho menos.
En caso de que comparta la crítica, ¿qué deberían hacer los medios?
Lo que usted refiere está lejos de ser una postura crítica, sino lo contrario: una adhesión a la versión oficial. Un homenaje a los tiempos del presidencialismo autoritario. Comprenderá que no comparto tal punto de vista ni acepto que se le denomine “crítica”.
Pareciera que vivimos ciertos hechos violentos (una decapitación, por ejemplo) con actitud esquizofrénica: por un lado los evadimos, como si no existieran; por otro, los buscamos con morbo. ¿Cómo explica estas contradicciones entre ver o no ver el horror?
La ambigüedad ante la violencia extrema es parte de la condición humana. Hay que recordar la idea nietzscheana de Walter Benjamin: detrás de cada documento cultural se encuentra la barbarie.
En El hombre sin cabeza usted es crítico con “la ideología de lo indecible” frente a hechos horrorosos como Auschwitz. ¿Por qué piensa, por el contrario, que hay que mostrar el mal?
La esfera pública en México suele ser pudibunda y timorata cuando se enfrenta a la violencia extrema, los actos de barbarie. Hay una hipocresía en nuestra vida colectiva que viene un poco del tronco católico y otro tanto del laicismo que, en nombre de los valores patrios y la defensa de las instituciones, quiere obligar al mandato de “ocúpate de lo tuyo” y déjanos a las autoridades (de todo tipo) resolver los problemas. El mal está en nosotros mismos, y considero un grave error negarnos a verlo. No ver es más cómodo. Y hasta bonito, se nos dice.
¿No se corre el riesgo de banalizar el mal o de despertar una violenta reacción de alejamiento (vacuna) que impida la comprensión?
La exposición de la violencia por morbo o sensacionalismo tiende a trivializarla, pero nunca logrará hacerlo por completo. La obligación de quienes tenemos responsabilidades comunicativas es ahondar en los fenómenos, estudiarlos, compartir con el público nuestras apreciaciones. Eso impedirá el efecto vacuna: la memoria es imprescindible hacia la construcción de un presente y un futuro mejores.
¿Qué le ha dejado la convivencia directa con personas que han hecho cosas espantosas, como el decapitador al que entrevista?, ¿cómo vive estos hechos?, ¿qué le han enseñado sobre el ser humano, sobre el mal, sobre aquello que algunos llaman “la condición humana”?
La literatura siempre se ha nutrido de los contrastes de la vida humana. En mi caso decidí seguir el ejemplo del reverso de Juan Rulfo y su “texto fantástico”, que diría Jorge Luis Borges al aludir a Pedro Páramo: Jorge Ibargüengoitia. Aproximarme a las realidades profundas de nuestro país en su vitalismo inmediato. El decapitador y otros criminales viven en un mundo que nada tiene que ver con el del resto de nosotros. Esta coexistencia en el mismo tiempo y espacio de seres en radical diferencia resulta apasionante y aleccionadora. Atisbar el mal es una experiencia mayor, siempre y cuando uno sepa que el mal lo atisba a su vez a uno. Comprenderá usted que esto nada tiene que ver con la nota roja y la visión vulgar que se tenga del periodismo, o del trabajo intelectual o la comunicación entendida como simple propaganda en favor de la gente de poder. m.