De cuando el mole descendió de los cielos…. y se quedó para la mayor gloria de Dios
Jaime Lubin – Edición 402
La comida mexicana siempre se ha distinguido por su aroma y sabor tradicional, por las manos que la laboran. El mole es una de esas comidas, de la cual se habla a continuación.
PARA SER LEÍDO A TEMPO DE GALLARDA
Cuando don Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes y marqués de la Laguna, avanzó ceremonioso en la catedral de México, todavía le revoloteaban en la peluca y los bigotes, que vaya que tenía, los sabores que le obsequiaron las piadosas monjitas del convento de dominicas de Santa Rosa, en Puebla de los Ángeles. El órgano de la catedral tronaba con el Te Deum, y la misa revuelta de inciensos y copal causaba mareos a las damas que habían venido desde España para acompañar a tan circunspecto personaje en sus asuntos palaciegos. La luz que se filtraba entre los humos densos dibujaba líneas celestiales que iluminaban sus pálidos rubores y chapetes y pechugas. Todos esos circunloquios y sermones tardaban más de lo debido, y a don Antonio se le iba el tiempo pensando en aquellos platos que prepararon en su honor y que pronto probaría otra vez. De uno en uno, los más dilectos oradores, jesuitas, dominicos, franciscanos y agustinos subieron al púlpito para crear una retórica voluptuosa y emplumada, interminable y llena de retruécanos que, más que halagar, enfadaba a la concurrencia de muy alto copete.
Todos querían la fiesta, pero había que merecerla, y con el abanico desplegado se espantaban las palabras piadosas como si fueran tábanos y moscas. Afuera, en la gran plaza, los danzantes giraban y giraban en honor de Tláloc y Huitzilopochtli bajo los grandes arcos floridos y alegóricos para celebrar la llegada del virrey. La Guadalupana miraba a sus hijos emplumados y alegres y sonreía entre nopales y lunas y angelitos con las alas de colores.
Por fin, la bendición acabó con la impaciencia, y alegres salieron a recibir el sol con toda su fuerza y calentura. En la verbena popular todos disfrutaron de aguas de frutas, nieve de sabores, tacos, sopes, pozole, carnes y verduras, como si se fuera a acabar el mundo conocido y por conocer. Y mole en cantidades prodigiosas. Cientos de ollas grandes, de barro y adornadas con papel picado exhibían tal prodigio gastronómico. Producto muy querido entre el pueblo, ya que el mole existía desde antes, cuando Moctezuma era emperador.
El virrey se fue pronto a su palacio. Ahí le esperaba otra ceremonia sin tanta ceremonia, y es que le urgía la fiesta. Los músicos rasgaron las guitarras, las jaranas, los sacabuches, las arpas y los violines, y al compás de unos canarios, jácaras, folías y marizapalos, las danzas cortesanas arrancaron con su pie enfundado en medias blancas y zapatillas de seda y raso. La marquesa miró aquello por un rato y ordenó a los mayordomos que llamaran a la mesa. En el centro, las cazuelas decoradas, unas de mayólica, otras de talavera y las más de Tonalá y Oaxaca, pintadas con pájaros y flores y rellenas del mole que tanto les gustó. En la cocina las monjas esperaban. El virrey danzó su último fandango y se sentó. El silencio se hizo grande, los suspiros se cortaron y la música se abrió al “¡Ah!” de su grata complacencia.
Como la Santísima Trinidad, los moles canónicos son cuatro: mole rojo o poblano, mole negro de Oaxaca, mole verde de pepitas de calabaza y mole amarillo. Pero como en esto de los moles no hay apologética que valga, las variedades son a una escala celestial. Se dice que “cada maestrillo tiene su librillo” y si de cazuelas y fogones se trata, esto es una verdad incuestionable. Dejemos un ratito al virrey y a Sor Juana, para ver de cerca algunas consideraciones sobre el barroco que se come. El mole y no hay más.
Los retablos comenzaban y el oro y la plata mexicanos llenaban las adoraciones doradas de los santos que gemían de dolor, de éxtasis o de espanto. Las imágenes recamadas de esmeraldas y diamantes, las Once Mil Vírgenes en nichos y peanas y guirnaldas encima de estípites de oro de hoja con todos los arcángeles, ángeles, serafines, querubines, glorias, tronos y potestades, además de las bichas aderezadas con pelo natural, donado por las novicias que apenas profesaban.
Cirios y velas encendidas, incienso y copal, rezos, letanías y jaculatorias que todavía resuenan. Pasos arrastrados y tacones en silencio amarrados por los salmos del coro alto, donde las monjas glorificaban con sus cantos a su Esposo Celestial. Y, tras estas ceremonias, las sabrosas cocinas donde los pretiles paren grandes viandas, ciencia de las ciencias y sabores nunca antes sospechados. En la faena cotidiana, el abasto de alacenas es de gran importancia. Todo fresco y del día, aun en los conventos de monjas pobres, pero no menos humildes que las jerónimas mundanas o las delicadas dominicas. Y ellas, entre rezo y rezo, junto con todas las madres, hermanas, primas y abuelas, crearon esta parte de la inefable comida mexicana. El mole es la nave insignia de esa Armada Invencible. Lo acompañan las infinitas variedades regionales, más de medio millar documentadas.
Regresemos a la fiesta para oír los cuchicheos de las damas y las grandes risotadas de los ventrudos principales de la Muy Magnífica Nueva España. Sor Juana, citando a Hermes Trismegisto, le dice a la duquesa: “Mi querida Lisi, la música no es sino el orden secreto que rige las cosas”. La virreyna la mira, y como sólo su silencio la salva, prefiere pedirle la receta de su mole: el clemole de Sor Juana. Por favor tomen nota de esta maravilla:
Para una cazuela de a medio, un puño de cilantro tostado, cuatro dientes de ajo asado, cinco clavos, seis granitos de pimienta, clavo de canela y chiles anchos o pasilla. Luego se echa la carne de cerdo, chorizo o gallina. Los chiles van tostados en la manteca y luego se agrega ajonjolí tostado.
Mole y clemole son lo mismo, tanto como el tapatío, el alteño y el abajeño, el de chipotle, el guatzmole, el chichilo, el chilposo o chilposonti, el de cadera para muchos, el chirmole, el de chito, el de hormigas y gusanos, el negro, el mulato, el prieto y el verde de pepita, el tlatonile, el coloradito y el pichomole, el papanteco, el de matuma o de ladrillo, y sin dejar fuera al michoacano, el huasteco, el fronterizo, el jarocho, el mixteco, el oaxaqueño y el ranchero. Y en el lugar de honor, el clásico poblano. Ante toda esta galaxia, es menester la astronomía de la gastronomía.
La fiesta siguió, y Sor Juana se fue a su convento a escribir sobre tantas ciencias que las paciencias las dejaba en la cocina, ya que fue una enorme cocinera. Sus libros de recetas sólo contienen las indicaciones crípticas para que los iniciados intenten el encuentro del mole filosofal. Es tanto como una Kircheer de cazuelas, barroca y atrevida.
De don Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes y marqués de la Laguna, la historia se hace cargo y la cocina cuida su memoria por el mole y la mancerina para beber su chocolatl sin mojarse los bigotes. Sor María Asunción se quedó con las cazuelas, y los ángeles, al no poder alzar el vuelo por tanto mole que comieron, decidieron quedarse en Puebla a reposar la siesta.
La música siguió y hasta la fecha, si se acercan muy cerquita a un retablo mexicano, alcanzarán a escuchar desde el fondo de oro, las folías gallegas, tarantelas y gallardas. Mayor gloria es imposible en nuestro corazón americano.