Cristina Rivera Garza y el lenguaje de la justicia
Eugenia Coppel – Edición 483
Treinta años después del feminicidio de su hermana menor, la escritora mexicana publica El invencible verano de Liliana, un libro íntimo y doloroso acerca de la huella de las violencias machistas, pero también un homenaje a la vida de una joven brillante y audaz que se preparaba para ser arquitecta. Junto a la propia voz de Liliana y las de otros que la amaron, la narrativa de Cristina Rivera Garza abre para su hermana una nueva forma de existencia
Una sola palabra puede detonar una revolución. La que da origen a esta historia tiene cinco letras y Cristina Rivera Garza la leyó en un correo electrónico durante un viaje a Mérida, recién llegada a su cuarto de hotel. La escritora investigaba en ese momento la experiencia migratoria de sus cuatro abuelos en el norte de México, muy cerca de la frontera, asociada a un breve periodo de bonanza por la producción de algodón. El ejercicio de mirar hacia atrás implicaba hablar también de una diversidad de violencias: desde aquella a la que le temía la autora al visitar los lugares que habitaron sus ancestros, hasta las violencias estructurales que sufrieron las mujeres en las primeras décadas del siglo XX.
En ese libro acerca del linaje de Rivera Garza en el México posrevolucionario, Autobiografía del algodón (Random House, 2020), está narrado de forma breve el día en que una palabra removió todo el pasado de la escritora. A su bandeja de entrada había llegado una copia del acta de matrimonio de los padres de su padre, José María Rivera Doñez y Petra Peña, donde se registró que se casaron el 27 de junio de 1927 frente a un juez civil y un comandante de la policía, y que el novio estaba acusado de rapto de la novia. Rapto: un sinónimo de secuestro en un país que hoy suma más de 85 mil desaparecidos; la evocación de un atentado contra la libertad de su abuela en el México de las diez asesinadas al día.
Ante ese hallazgo, y por primera vez en más de tres décadas de escribir y publicar novelas, cuentos, ensayos, poemas y artículos de opinión, Rivera Garza decidió compartir con sus lectores la tragedia fundacional de su familia: “Mi hermana murió asesinada un 16 de julio de 1990”, escribió en Autobiografía del algodón. “Un depredador, un exnovio celoso que prefirió verla muerta a libre, la asfixió en su cuarto de estudiante en Ciudad de México. He vivido todos estos años con su ausencia. Y su ausencia, a lo largo de todos estos años, se ha vuelto compañía y protección, pero también remordimiento y culpa. Coraje. Irresolución”.
La complejidad emocional de una sobreviviente se dejaba ver ya en ese primer libro sobre su familia: “Lo que la palabra rapto confirmaba ahí, frente a mis ojos, era nuestra culpa. La mía. Venía de una estirpe de agresores, criminales, malhechores. La falta estaba ahí, al inicio de la historia. Sola y atroz. Fulminante. El mundo se la había cobrado en el cuerpo de mi hermana”.
En entrevista desde su casa en el sur de Estados Unidos —donde vive desde que emigró para hacer su maestría y su doctorado en Historia—, Rivera Garza recuerda aquel episodio, con un matiz. De forma racional sabe que el rapto fue una estrategia común en el México rural para evadir los costos de una boda; y aunque se usaba como figura legal, muchas veces la pareja se iba a vivir junta de común acuerdo. Pero eso no borra el impacto emocional que tuvo en su momento encontrar el término en su genealogía familiar. Ahora puede decir que fue uno de los factores que la movieron a escribir El invencible verano de Liliana (Random House, 2021), un libro en torno al asesinato de su hermana menor, su única hermana.
“Yo sí creo que esa mención de Liliana contrajo deudas con el mundo; no podía dejarla simplemente como una pequeña nota en un libro porque esencialmente es la historia central de mi vida”, dice Cristina con calma delante de un librero blanco a medio llenar. Su casa ha estado semivacía durante varios meses por una remodelación urgente que la escritora había postergado, como lo cuenta en un texto que escribió para la revista Nexos. Ese espacio sin muebles, con apenas una mesa y poco más, coincidió con un tiempo inusual —el de la pandemia—, y esas condiciones extremas le permitieron terminar un proyecto que muchas veces antes había iniciado sin éxito. “No se escribe un libro como el de Liliana sin transformarte de raíz, y creo que yo necesitaba un bastidor en blanco para poder rehacerme y rehacer mi trabajo de escritura”, comenta.
Una revolución interna se había puesto en marcha. La autora de títulos como los premiados Nadie me verá llorar (1999) o La cresta de Ilión (2002) sabía —y deseaba— que este proyecto iba a cambiar su vida, y ahora comienza a vislumbrar los resultados. “La respuesta tan amplia y generosa que ha tenido el libro, la manera en que las personas que escriben se sienten cercanas a Liliana, cómo la traen al mundo, cómo abren un espacio en el mundo para que ella exista, no sólo me cambia a mí, sino que cambia a mi familia y el modo en que nos relacionamos con la tragedia”, dice la narradora.
Luego agrega que ésta no es la primera vez que experimenta algo así, pues los libros la acostumbraron desde muy joven a las transformaciones radicales: “Mi manera de acercarme a los libros y a la literatura ha sido ésa: estoy ahí porque quiero que me cambien. Si quisiera permanecer igual, seguramente no escribiría y seguramente no leería”.
Coescribir en sororidad
Veintinueve años, tres meses y dos días fue el tiempo transcurrido entre el feminicidio de Liliana Rivera Garza y la decisión de Cristina de contar su historia como una forma de justicia. En el libro están, por supuesto, la rabia de la escritora y de sus padres, el dolor irremediable, la frustración por la impunidad en el sistema judicial, la culpa por no haber detectado a tiempo lo que sucedía. Pero esas páginas son también una celebración de los 20 años de Liliana sobre la Tierra. Están su pasión por la arquitectura, por los libros y la escritura; su sentido del humor, su inteligencia, su búsqueda de libertad; los trabajos en equipo y las fiestas en su departamento en Azcapotzalco, un viaje mochilero a Oaxaca y su enorme habilidad para crear y mantener una entrañable comunidad de amigos.
Para Rivera Garza era necesario evitar dos grandes peligros que acechan cuando se narra la violencia feminicida. Uno es la pornoviolencia, “un tipo de escritura que revictimiza a las víctimas, con una serie de exposiciones sin ningún tipo de consideración a la víctima ni a su círculo familiar”. El segundo es reducir a la mujer a su asesinato y omitir la complejidad de su vida, “retratar a la víctima como una persona pasiva que nunca tuvo agencia”, explica.
Contra ambos extremos, la escritora buscó mantenerse fiel a dos procesos que la han acompañado en la creación de cada uno de sus libros: en primer lugar, una investigación extensa y minuciosa; y, en segundo lugar, el acompañamiento de diversas voces. Hace varios años ya que Rivera Garza sostiene como elemento central de su práctica el hecho de que nunca se escribe en solitario, que siempre se hace comunidad cuando se escribe, ideas sobre las cuales profundiza en su libro de ensayos Los muertos indóciles: necroescrituras y desapropiación (2013).
En este caso escribió con las amigas y los amigos de su hermana, con sus padres y, de forma principal, con la propia Liliana por medio de sus cartas, que permanecieron intactas durante 30 años en un clóset de la casa familiar en Toluca. “Siete cajas de cartón y unos tres o cuatro huacales de color lavanda” sirvieron para almacenar los objetos y documentos que habían pertenecido a Liliana, los que la familia pudo recopilar de su departamento tras la incomprensible noticia de su muerte.
La formación de historiadora de Rivera Garza la había llevado en casi cada proyecto de escritura a investigar en archivos. El más evidente, aunque no el único, es Nadie me verá llorar, un libro que fue descrito por Carlos Fuentes como “una de las obras de ficción más notables de la literatura, no sólo mexicana, sino en castellano, de la vuelta de siglo”. Su punto de partida fue el archivo del manicomio mexicano La Castañeda, donde la autora encontró el expediente médico, las fotografías y las cartas escritas por Matilde Burgos, quien luego se convirtió en la protagonista de su novela.
Pero acercarse al archivo personal de su hermana fue una experiencia por completo distinta, emotiva y reveladora, una forma de reconocer a la muchacha que fue. La escritora ha contado que su intención inicial al abrir esas cajas era encontrar alguna pista para contactar con los amigos de la universidad de Liliana. No esperaba encontrar tantas cartas que su hermana había re-escrito y recibido, sus libretas escolares con notas personales, la transcripción de poemas de José Emilio Pacheco y Rosario Castellanos, ni los múltiples mensajes o pensamientos que conservó en papelitos sueltos. Los documentos más significativos de ese archivo están en el libro con un trazo casi idéntico al original, gracias al diseño tipográfico que hizo un amigo de Liliana para el proyecto.
“La tentación de reconstruir la vida de Liliana como una víctima inerme ante el poder del macho fue grande. Por eso he preferido que hable ella misma”, escribe Rivera Garza sobre su decisión narrativa. En un artículo para la revista Este País vuelve sobre este argumento: “Si la sociedad patriarcal insistió en contar su asesinato en la clave machista de crimen pasional, que intrínsecamente culpaba a la víctima y exoneraba al agresor, mi hermana contó una historia distinta”.
La justicia en términos legales es un asunto que aún preocupa a la narradora, pues sin ella, dice, “no hay alivio, ni paz ni olvido”. Por eso, en el libro nombra repetidas veces al feminicida Ángel González Ramos, e incluye una fotografía de su rostro fugitivo que también ha compartido en su cuenta de Twitter. Ángel era un muchacho fortachón de piel blanca y ojos claros, que solía vestir con una chamarra de cuero y tenía actitud de chico malo. Para la familia Rivera Garza, nunca fue más que un novio pasajero de la preparatoria. Liliana lo mencionó en sus notas por primera vez en junio de 1984: “Me gusta. Me gusta mucho; y no creo que parezca cursi que diga que lo quiero”. Seis años después murió asfixiada por él.
Adquirir el lenguaje
Dice Cristina Rivera Garza que uno de sus mayores orgullos es haber fundado el primer doctorado en escritura creativa en español en Estados Unidos. En especial por el momento en el que esto ocurrió: en los inicios de la era Trump, mientras desaparecía la versión en español de la página web de la Casa Blanca. El programa se ofrece en la Universidad de Houston, Texas, la misma donde ella obtuvo su doctorado en Historia Latinoamericana y que años más tarde le otorgó un doctorado Honoris causa y la nombró profesora distinguida.
Entre otros premios literarios, ha ganado dos veces el Sor Juana (2009 y 2011) y el francés Roger Caillois (2013). En 2020 fue una de las elegidas por la McArthur Fellowship, conocida como el “premio de los genios”, que otorga 625 mil dólares sin pedir nada a cambio a 21 personas de diversos sectores, “extraordinariamente creativas e inspiradoras”. En un video de la fundación, Rivera Garza menciona en inglés que toda su obra creativa la ha escrito en español desde Estados Unidos, y que le interesa explorar la relación entre cuerpo y territorio, así como los dramas humanos y no-humanos. “Si hubiera estado cómoda con el mundo en el que vivía, nunca hubiera escrito una palabra”, afirma. “La escritura llegó como resultado de tener que explicarme el enigma que el mundo era para mí”.
En nuestra charla comparte que ser profesora es una de sus actividades centrales: “No sólo me permite y exige estar en contacto con el lado teórico de la escritura, sino también es parte de mi activismo.Siempre tratamos de ligar lo que hacemos en la universidad con lo que hacemos como parte de las comunidades que hablamos español”. El lenguaje es su herramienta principal en todas sus facetas, y cuestionarlo continuamente, su forma de estar en el mundo. “La narrativa es importante porque afecta de manera material nuestras vidas”, dice en otro momento. “A través de la escritura nos hacemos con otros, y la forma de contar las historias nos afecta”.
En El invencible verano de Liliana reflexiona una y otra vez acerca de la adquisición gradual de un lenguaje colectivo que le permitió escribir sobre el asesinato de su hermana. En las décadas de 1980 y 1990 era muy raro que se hablara de violencia de género o de violencia doméstica, mucho menos de violencia en el noviazgo. Los feminismos aún no eran masivos y los productos de la cultura popular, como muchas canciones, normalizaban las violencias machistas. Faltaban las palabras precisas, argumenta la escritora, para identificar, reconocer y detectar las micro y macro violencias ejercidas de forma sistemática contra las mujeres. “Llamar a las cosas por su nombre requiere, a menudo, inventar nuevos nombres. Hostigamiento laboral. Discriminación. Violencia sexual”.
El feminicidio se tipificó en México en junio de 2012, cuando el Código Penal Federal lo definió como el delito de matar a una mujer por el hecho de serlo. Rivera Garza escribe: “A gran parte de los feminicidios que se cometieron antes esa fecha se les llamó crímenes de pasión. Se le llamó ‘andaba en malos pasos’. Se le llamó ‘¿para qué se viste así?’. Se le llamó ‘una mujer siempre tiene que darse su lugar’. Se le llamó ‘algo debió de haber hecho para acabar de esta forma’. Se le llamó ‘sus padres la descuidaron’. Se le llamó ‘la chica que toma una mala decisión’. Se le llamó, incluso, ‘se lo merecía’. La falta de lenguaje es apabullante. La falta de lenguaje nos maniata, nos sofoca, nos estrangula, nos dispara, nos desuella, nos cercena, nos condena”.
La escritora se dice agradecida con los movimientos feministas porque sabe que el libro de Liliana no hubiera sido posible sin las que lucharon antes y las que lo hacen ahora. “Sin todo ese trabajo colectivo de solidaridad, de cuidado, un trabajo también cruzado por la rabia, yo no habría tenido el lenguaje para escribirlo ni el acompañamiento tan necesario”, asegura. Ella misma comenzó a describirse como feminista desde sus años de estudiante de Sociología en la UNAM. Pero cuenta que la furia por las inequidades entre los sexos surgió en su interior varios años antes, a partir de los comentarios misóginos de un maestro de la secundaria.
Ahora, al compartir la historia de su hermana, Cristina Rivera Garza contribuye a una sensibilización necesaria sobre la causa más urgente de las luchas feministas. La riqueza de su lenguaje, la estética de su prosa y un posicionamiento siempre crítico transmiten la rabia y el dolor de una pérdida tan sentida. Leerla es una forma de dimensionar el drama que se vive en México, donde cada día hay diez familias rotas por la violencia feminicida.
Cuando Cristina Rivera Garza fue a recoger las pertenencias de Liliana a su departamento de Azcapotzalco, encontró en su restirador una hoja de papel que con letras muy cuidadas reproducía un poema de Albert Camus: “En lo más profundo del invierno aprendí al fin que había en mí un invencible verano”. Desde ese momento se convirtió para ella en una frase fundamental, pues le recuerda que Liliana, cuando fue asesinada, ya estaba tratando de escapar de su depredador. “Los feminicidas quieren borrar, callar a las mujeres, hacer que nadie las vea; es una forma de posesión completa y absoluta”, reflexiona Rivera Garza. “Quiero pensar que verla en todos lados es una forma de decirle al feminicida: ‘No ganaste, ella es más fuerte que tú’”. .