Confianza espiritual
Alexander Zatyrka, SJ – Edición 450
No es lo mismo ser confiado que iluso. La sana confianza debe estar construida sobre datos de realidad y no sobre meras especulaciones o ilusiones. La historia está llena de “confianzas” ingenuas y sus desastrosas consecuencias
Confianza es la actitud de tener fe en alguien o en algo; fiarse de que lo que esa persona o realidad es, dice o promete, es muy probable que sea (o llegue a ser) verdad. La confianza es fundamental para el funcionamiento de las personas en particular y de la sociedad en general. Somos seres gregarios y complementarios. Nadie puede existir solo y sin la ayuda de los demás. Para poder sobrevivir necesitamos relaciones de mutualidad en las que la confianza es imprescindible.
Muchos ejercitamos cotidianamente la confianza sin darnos cuenta, de manera automática. Por ejemplo, cuando, al subirnos a cualquier medio de transporte público, consciente o inconscientemente ponemos nuestra vida en manos de quien conduce ese vehículo. Lo mismo cuando confiamos en un médico y seguimos sus instrucciones o aceptamos que nos intervenga quirúrgicamente. Y qué decir de tantos datos de información que aprendemos en la escuela, de los medios de comunicación o de otras personas, y que damos por ciertos aunque no tengamos manera de corroborarlos personalmente (o precisamente por eso). Si tuviésemos que detenernos para cerciorarnos de todo, o pretendiéramos hacer todo por nuestra cuenta, la vida simplemente se haría imposible. La confianza es un ingrediente básico de la condición humana.
Sin embargo, no es lo mismo ser confiado que iluso. La sana confianza debe estar construida sobre datos de realidad y no sobre meras especulaciones o ilusiones. La historia está llena de “confianzas” ingenuas y sus desastrosas consecuencias, que han enseñado a la humanidad a buscar elementos constatables sobre los cuales construir, o no, la confianza. En la sociedad contemporánea ha desaparecido la “autoridad de oficio” que otorgaba confianza a las personas meramente por el papel que desempeñaban (profesora, sacerdote, presidente, etcétera). Ahora sólo aceptamos la que podríamos llamar “autoridad moral”, es decir, aquella que se gana con un testimonio de congruencia entre lo que se dice y lo que se hace. La primera sería una confianza ingenua, esta última sería una confianza adulta.
Por siglos, los cristianos se han sentido identificados con la frase atribuida a Pablo: “Yo sé en quién tengo puesta mi confianza” (2 Tim 1:12b). Para ellos, Jesús ha demostrado ser digno de confianza porque su decir y su vivir fueron coherentes con el ideal de humanidad que anunció. También confían en él porque verifican, en el concreto de sus vidas, que sus enseñanzas y su continua presencia efectivamente los conducen a una vida más fraterna, plena y humana. Karl Rahner, sj, dijo que el cristiano del siglo xxi sería místico o no sería cristiano. Apuntaba al fin del “cristianismo convencional”, en el que los “creyentes” adoptaban la fe porque era la moda o la costumbre social. Este cristianismo estaba a menudo basado en una confianza ingenua y hasta mágica. Con bases tan precarias, el testimonio de estos cristianos por costumbre era necesariamente débil y hasta contradictorio. En la actualidad, en un medio social indiferente y hasta hostil a la propuesta cristiana, se vive y confiesa cristiano sólo quien ha comprobado personalmente que Jesús y su Buena Noticia son dignos de crédito. Por eso su testimonio tiende a ser más coherente, más confiable. m.