El hecho de que nuestras relaciones estén a tal grado mediadas por las conexiones que nos facilita la tecnología ha tenido como efecto la proliferación de nuestro aislamiento. Pero, felizmente, también es posible lo contrario. E inevitable
La figura del individuo que va por la calle absorto en la pantalla de su celular entraña una paradoja sintomática de nuestro tiempo: podemos vivir permanentemente conectados, por ejemplo a un servicio de mensajería instantánea, a una red social, a la música en streaming que oímos, a lo que sea, y, al mismo tiempo, desconectados: de la gente que va por donde vamos, del paisaje que atravesamos, del mundo que no registramos —y que antes se llamaba realidad—, de nuestro propio silencio.
El hecho de que nuestras relaciones estén a tal grado mediadas por las conexiones que nos facilita la tecnología ha tenido como efecto la proliferación de nuestro aislamiento. Pero también es posible, felizmente, lo contrario. E inevitable, todavía más felizmente: que nos encontremos de nuevo con quienes están a nuestro alrededor. Acaso a veces lo olvidemos, sumergidos como vamos en esa parte de nuestras vidas que transcurre en las pantallas. Pero basta con alzar la vista para ver que el mundo seguirá donde lo dejamos, con todos los demás, que ahí nos esperan. m.