¿Competir? No: mejor compartir
José Miguel Tomasena – Edición 429
¿Qué pasaría si, en lugar de competir, Ezequiel y Jeremías sumaran sus talentos? Más aún: ¿qué tal si le preguntaran a Ruth qué necesita y la incluyeran en el proceso de diseño y producción de sus zapatos? Si su interés fuera el lucro, podrían compartir las ganancias y quizá les iría mejor.
Dice el credo de la economía liberal que si dos agentes producen lo mismo —supongamos que se llaman Ezequiel y Jeremías, y que producen zapatos—, el consumidor saldrá beneficiado porque aquéllos competirán entre sí. La teoría dice también que la motivación egoísta de Ezequiel y de Jeremías, al entrar en un mercado abierto, produce un mecanismo que beneficia a todos. Entonces Ruth —nuestra imaginaria consumidora— podrá comprar mejores zapatos a menor precio.
Aunque esto pueda ser verdad y, en algunos casos, urgente —pensemos en la concentración de telecomunicaciones en México—, la competencia no funciona para todos y en toda circunstancia. Basta con que Ezequiel y Jeremías se pongan de acuerdo para mantener los precios altos (¿hacen falta ejemplos?), o que, al verse forzados a mantener precios competitivos, sacrifiquen la calidad de los materiales. Ruth tendrá entonces la libertad de comprar zapatos feos, caros o chafas.
¿Pero qué pasaría si, en lugar de competir, Ezequiel y Jeremías sumaran sus talentos? Más aún: ¿qué tal si le preguntaran a Ruth qué necesita y la incluyeran en el proceso de diseño y producción de sus zapatos? Si su interés fuera el lucro, podrían compartir las ganancias y quizá les iría mejor; si su motivación fuera altruista —diseñar y producir zapatos para los niños descalzos, por ejemplo—, también se potenciaría.
Afortunadamente, las posibilidades de la colaboración no son una especulación vacía, sino la constatación de una nueva cultura de innovación, potenciada por la tecnología —especialmente internet. Existen muchos Ezequieles, Ruths y Jeremías que editan Wikipedia, desarrollan software libre —como Drupal, la plataforma en la que está programado el sitio web de Magis—, hacen start-ups, difunden videos en YouTube, reseñan productos de Amazon, hacen remixes de canciones y videos, comparten sus pensamientos en Twitter. Incluso Google, la empresa emblemática del nuevo milenio, comparte gratuitamente la mayoría de sus servicios. ¿Qué tienen en común? Que todos se organizan en sistemas abiertos basados en la colaboración. En mayo de 2009, la portada de la revista Wired bautizó provocativamente a este fenómeno como “El nuevo socialismo”.
Esta cultura implica nuevas formas de hacer negocios, nuevos marcos legales —como las licencias creative commons—, nuevas nociones sobre el valor y la originalidad (“¿Un tipo que hace una silla muy buena le debe dinero a los que hicieron una antes?”, increpa el personaje de Mark Zuckerberg a los gemelos Winklevoss en la célebre cinta La red social, sobre la fundación de Facebook).
Pero esto no lo inventó la tecnología; sólo lo potenció. Basta mirar a nuestro alrededor para constatar cuántas personas trabajan sobre una base colaborativa para producir, compartir, difundir y organizarse: colectivos de artistas, amantes de los animales, diseñadores, músicos, empresarios, cicilistas, el Movimiento #YoSoy132. Es muy curioso que los nuevos Jeremías, Ruths y Ezequieles digan que se sienten mucho más felices cuando comparten que cuando compiten por su propio beneficio. m
Libros
:: Y Google, ¿cómo lo haría? (Gestión 2000, 2010), y Public Parts (Simon & Schuster, 2011), de Jeff Jarvis.
:: Free Culture, de Lawrence Lessig (descargable aquí).
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