Casa González Luna. Autoría compartida

Rafael Urzúa

Casa González Luna. Autoría compartida

– Edición 396

Rafael Urzúa

Hito de la arquitectura en Jalisco y en México, la Casa ITESO-Clavigero, antes conocida como Casa González Luna, es una de las obras emblemáticas de Luis Barragán. Sin embargo, como aventura el autor del presente artículo, hay elementos para considerar que otro arquitecto, el también jalisciense Rafael Urzúa, haya tenido una participación decisiva en el proyecto.

El espíritu que me motivó a realizar la investigación de la obra de Rafael Urzúa en Jalisco fue la esperanza de cooperar para que el patrimonio histórico del estado no siguiera siendo devastado de manera inmisericorde y sin justificación alguna, convencido de que sólo, y a través del conocimiento de las obras de quienes nos han antecedido, aprenderemos a valorar lo que hoy somos.


La investigación, editada en 2000, incluye más de cien obras de este arquitecto oriundo de Concepción de Buenos Aires, Jalisco, de las cuales resalta la Casa González Luna, atribuida a Luis Barragán, declarada el pasado mayo Patrimonio Artístico por la Secretaría de Educación Pública, por conducto del Instituto Nacional de Bellas Artes.


Respecto a esta finca, contra lo que yo mismo consideraba en cuanto a que fue un proyecto exclusivo de Luis Barragán, expondré las razones que me hacen pensar que estaba equivocado. Que en realidad la autoría intelectual de esta obra —y otras más de la época, como la Casa Aguilar, ya demolida— pertenece, en forma compartida, a Barragán y a Urzúa como producto de una sociedad que, aunque obligada por las circunstancias, fue afortunada y se mantuvo unida en lo espiritual y en los propósitos de la arquitectura, lo cual se refleja en cada rincón de la legendaria casa. Por una parte, es evidente el funcionalismo de los espacios de Barragán; y por otra, influenciado por Ferdinad Bac, el barroquismo de Urzúa en los detalles de la misma casa, manifiesto especialmente en el pabellón y la espadaña ya desaparecida, de la cual don Rafael me dijo en una ocasión que fue “lo único de la obra que no le gustó a Barragán, quien me hizo demolerla”. Pese a la contrariedad de Urzúa, creo que fue una decisión acertada.


Sin embargo, esa declaración de Urzúa contradice a otras hechas por él mismo, como en la que expresó que en la Casa González Luna se había limitado a “colocar los ladrillos engredados de color verde en el fondo del espejo de agua del pabellón ubicado en la parte trasera de la casa, y a ultimar detalles inconclusos, pues cuando ingresé a trabajar con Luis Barragán el pabellón ya existía”, lo que me resulta inaceptable.



CONGRUENCIA Y LEALTAD
No obstante, tal afirmación es comprensible, conociendo la lealtad que Urzúa tenía a su maestro Barragán; su pensamiento acerca de la amistad y su desinterés en obtener reconocimientos y aplausos, virtudes que mostró a lo largo de su vida. Con esta actitud Urzúa estaba siendo congruente consigo mismo. Empero, frente a mi cuestionamiento, en varias ocasiones su mirada y sonrisa picarescas y su insistencia en que la obra completa era de Barragán, tuve la sensación de que estaba escuchando una mentira en favor del maestro, con lo que se acrecentó mi admiración por Urzúa y se disiparon mis dudas sobre la autoría compartida de la obra.


Cabe aclarar que Urzúa empezó a construir un par de años antes que Barragán, lo cual, por citar una de las obras, se demuestra con una pequeña casa diseñada en 1927 para su padre, el señor Hilario Urzúa, en la calle Tolsá, donde podemos observar el diseño de los pretiles con ladrillo vidriado —que Barragán usaría en la Casa Robles Castillo hasta 1928—, además de la utilización de amplios paños de muros para los pretiles que le dan a la obra una imagen modestamente masiva. La influencia de las formas utilizadas por Urzúa en esta obra se observa en las construcciones de la época que realizó en asociación con Barragán, lo que se puede constatar en el álbum fotográfico personal de aquél.


Tal vez el mejor testimonio de lo que afirmo son las palabras que, con motivo del homenaje que le brindó la Fundación Utopía en 1998 le expresara con emoción el arquitecto Ignacio Díaz Morales: “después, durante 1943 y 1944, Urzúa se fue de Guadalajara a Concepción de Buenos Aires, dejándonos una colección de obras de las cuales, desgraciadamente, nos quedan pocas, entre ellas, la Casa González Luna, cuyo proyecto, según parece, se debe a Rafael”.


Lamentablemente, poco tiempo después, ante la fuerza que cobraban sus propias palabras en el ámbito profesional tapatío —el cual considera que para ser mexicano se debe no solamente ser católico y guadalupano sino también barraganesco—, invadido de un temor incomprensible, Díaz Morales pidió a Rafael Urzúa que firmara una carta donde este último niega su participación en el proyecto (algo similar hizo Díaz Morales con respecto a Mathias Goeritz con la paternidad de las torres de Ciudad Satélite, intentando, salomónicamente, acabar con la histórica controversia). Ése fue uno de los últimos gestos de amistad y respeto que tuvo Urzúa para con su amigo Nacho, poco antes de morir el fundador de la Escuela de Arquitectura. Acceder a su petición era algo intrascendente para quien había hecho de la arquitectura, durante más de 60 años, un oficio compartido.



INTELIGENCIAS PARALELAS
Estas reflexiones me parecen ociosas y divertidas, dada la intrascendencia de este tema para los interesados en la arquitectura. Sin embargo, considero oportuno hacerlas ante el fundamentalismo barraganesco existente en nuestro medio, el cual no acepta la participación de una inteligencia paralela en la creación y construcción de las obras tempranas de Luis Barragán, lo que curiosamente es aceptado con bombo y platillos en las obras de su etapa madura —la más trascendente—, donde participó, por ejemplo, Andrés Casillas. Al fin y al cabo, la arquitectura es un producto colectivo, siempre sujeto a la voluntad de las diversas partes que coinciden e inciden en ella y ésta es una característica fundamental que la aleja de ser un arte a la manera en que tradicionalmente lo consideramos, esto es, de la relación obra-artista-autor. Así que si nos empeñamos en considerar la arquitectura como arte, ésta tendrá que ser un arte social en el que las limitaciones de diversa índole y la participación compartida, tanto de las ideas como de las acciones, estarán presentes invariablemente en cada obra. Y esto es lo que ocurrió, así de sencillo, entre don Rafael y don Luis.


Estoy seguro de que mi punto de vista es compartido por muchas personas y que su aceptación no demerita al arquitecto Barragán, quien seguramente también estaría de acuerdo con él: su calidad humana y su sentido de la justicia, demostrados durante su vida, me permiten suponerlo. Este reconocimiento sería el mejor de los homenajes que con justicia podríamos hacer a don Rafael Urzúa, in memoriam, los arquitectos de Jalisco.


Existen sobrados motivos para entender la participación de Urzúa en esta obra. Por ejemplo, la existencia de dos pabellones ubicados sobre la plaza del Mercado de San Juan de Dios diseñado por Pedro Castellanos antes de 1928, cuyos dibujos se deben a Rafael Urzúa. Ello me ha permitido reafirmar mi convicción acerca de la coautoría de Urzúa sobre la casa González Luna: ciertamente, en la vida una cosa es ser padre biológico y otra muy distinta es ser padre adoptivo. Mejor aún: una cosa es engendrar un hijo y otra muy distinta formar al biennacido. Pero no sólo eso: los archivos de Ignacio Díaz Morales, escudriñados a raíz de su muerte, lo involucran también con esta obra. Así que, contagiándome del humor de don Rafael y, por qué no, en su honor, todo parece indicar que la niña de los adobes no tuvo madre, aunque sí tres padres enfrascados en una fantástica trilogía amorosa, algo por lo que debemos felicitarnos los interesados en la arquitectura local. Digna de celebración es, igualmente, la decisión del ITESO, de haberse decidido, en el año 2000, a apadrinar y bautizar a la niña con el extraño nombre de Clavigero y ser su tutor hasta el fin de los tiempos. Lo cual emprendió la institución con una intervención inteligente en la estructura y los detalles del inmueble; suerte con la que no ha corrido la gran mayoría de las obras de don Rafael, lo que amerita una última reflexión.


Sabemos que el común de la arquitectura se transforma inevitable y cotidianamente, a pesar de sus autores. Se trata de un destino incuestionable por natural, sujeto al arbitrio del propietario del inmueble, en tanto que propiedad privada, con base en la ley y los reglamentos urbanos y de construcción vigentes, lo que comparto en principio.


No obstante, cuando una obra de arquitectura —ya sea de origen público o privado— alcanza el rango de patrimonio cultural, las cosas toman un rumbo distinto: en este caso, es evidente que toda intervención que se pretenda llevar a cabo tendrá como premisas fundamentales preservar, en lo posible, la estructura original del edificio, sus valores, contenidos y significados, y resarcir o restaurar el daño que le fue ocasionado por diversos agentes, ya sea por causa natural o de manera intencionada. Dicho con otras palabras, una vez reconocido el valor cultural de un inmueble éste pierde su condición de simple arquitectura para obtener la jerarquía de monumento, transformándose en una “obra digna de pasar a la posteridad”, según se lee en el diccionario. Acepción que también se aplica a todos aquellos “edificios antiguos que conviene conservar a causa de los recuerdos que con ellos se relacionan o de su valor artístico”, lo que implica para su propietario, la sociedad y muy especialmente para quienes tendrán el privilegio de intervenir la obra, una responsabilidad social trascendente. Debido a su nuevo estatus, el inmueble de origen privado adquiere el carácter de obra pública pasando con ello a “pertenecer o a ser propiedad”, de manera simbólica por supuesto, de toda la comunidad en la que se encuentra inserta. De otra forma, no tendría sentido hablar del patrimonio cultural de los pueblos.


Y es precisamente dentro de la categoría de monumento que se incrusta no sólo la Casa ITESO-Clavigero, una de las más significativas en la historia de la arquitectura de Jalisco del siglo XX, sino todos aquellos inmuebles del siglo pasado que, aunque considerados de valor artístico relevante por parte de las propias autoridades, no cuentan con el reconocimiento oficial, lo que los hace aún más vulnerables ante los intereses mercantilistas, generalmente desprovistos de compromiso social, creatividad y talento, y permite la discrecionalidad oficial en las decisiones acerca de su destino.


POLÌTICA Y ARQUITECTURA
Intervenir una obra patrimonial es, ante todo, un acto de amor, de conciencia y humildad personal y social; un acto de reconocimiento al trabajo de quienes nos han antecedido. Se trata, también, del deseo de compartir con y proteger para la sociedad una obra significativa de la que nos sintamos orgullosos y nos dé identidad. Implica, asimismo, desprendimiento y, en cierta medida, un sacrificio no exento de las justas utilidades propias de todo negocio honorable. La intervención de una obra cultural exige de quienes intervendrán en ella la capacidad de despojarse de sus riquezas personales —ya sean espirituales o materiales—, abrazar el anonimato y pensar en los demás; virtudes que caracterizan al ser ciudadano. Ése, y no otro, es el verdadero desafío.


Sin embargo, como lo hemos visto al paso de los años, todo indica que el tema de la conservación del patrimonio cultural de Jalisco, y en general, continúa, en muchos de los casos, sin ser comprendido a cabalidad en nuestro medio y el país, lo que pone en serio riesgo las obras relevantes de arquitectura edificadas de 1900 a la fecha. Ello sería —es— una lástima. La intervención desinformada y egoísta en esta clase de obras refleja la anarquía en la que vivimos hoy en todos los ámbitos de desarrollo del país. Y también la falta de apropiación de la ciudad por parte de la sociedad, asunto en el que el gobierno, los arquitectos y los ciudadanos debemos trabajar con perseverancia y responsabilidad. Las estrategias para la defensa del patrimonio deben cambiar de fondo. Se podría empezar por asumir, especialmente los arquitectos, que la política, y no el arte, es el ámbito natural de la arquitectura. De otra forma nuestro patrimonio será demolido a golpes de legalidad e inmoralidad, como fueron demolidos el pensamiento y el espíritu políticos de don Efraín, primer propietario de la Casa ITESO-Clavigero, por sus propios correligionarios. Monumento que, de forma paradójica, une providencialmente la política con la arquitectura. m. 

MAGIS, año LX, No. 501, septiembre-octubre 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de septiembre de 2024.

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