Carta a Francisco
Dolores Aleixandre RSCJ – Edición 434
Comienzas tu camino en momentos de extrema debilidad de la Iglesia, pues igual que a aquel joven que huyó desnudo en el huerto, a ella le han sido arrancadas las vestiduras con las que se protegía: secretismo, hermetismo, ocultamiento, negación de lo evidente. Pero es precisamente ahora cuando se le presenta una ocasión maravillosa: la de revestirse por fin, únicamente, del manto de la gloria de su Señor.
Hermano Francisco: nunca pensé que me dirigiría así a un papa, pero como en tu saludo inicial no nos llamaste “hijos e hijas” sino “hermanos y hermanas”, siento que tengo permiso para hacerlo. Y me sale también un tú, aunque llenísimo de respeto, porque no me imagino llamando de usted a un hermano de verdad, y el vos argentino no me va a salir.
En el diario La Nación del 14 de marzo he leído que tu elección “ha resultado balsámica” y me ha parecido un adjetivo perfecto para calificar lo que nos está pasando desde que nos saludaste desde el balcón, con aquel tono en el que se mezclaban la timidez y la confianza. Primer efecto balsámico: te vemos distendido y hasta bromista (¡qué maravilla, un papa con sentido del humor!), sin dar en ningún momento la impresión de estar abrumado por el peso de esa responsabilidad agobiante y desmesurada que los papas se han ido echando sobre los hombros, como si les tocara a ellos solos encargarse de toda la Iglesia universal. Como si no existieran los otros pastores, como si el pueblo de Dios fuera un fardo con el que cargar y no una comunidad de hombres y mujeres capaces de iniciativa y con deseos de participar y de colaborar, como soñamos con el Concilio.
Tú, en cambio, estás consiguiendo comunicarnos la convicción de que ese camino que comienzas lo harás acompañado por todos nosotros. Qué manera tan franciscana, por lo sencilla, y tan ignaciana, por su lucidez de señalar un nuevo estilo eclesial. Porque si lo que deseas es que se nos reconozca por la fraternidad, el amor y la confianza, empiezan a sobrar y a estorbar (hace tiempo que a bastantes ya nos estaban sobrando y estorbando…) tantas conductas, prácticas y costumbres en las que se han ido confundiendo la dignidad con la magnificencia y lo solemne con lo suntuoso. Resulta una sorpresa balsámica sentir que ahora te tenemos como cómplice en el deseo de ir cambiando esas usanzas e inercias que nadie se decidía a declarar obsoletas y ante cuya incongruencia habían dejado de dispararse las alarmas. No son cuestiones irrelevantes, son indicadores que revelan una preocupante atrofia de los sensores que tendrían que haber detonado la alerta, hace mucho, de que estaban en contradicción con los usos de Jesús. Así que bienvenida sea esa tarea que emprendes de volver a la frescura del Evangelio y a la radicalidad de sus palabras: ya nos estamos dando cuenta de que, en lo que toca a los pobres, no vas a darnos tregua.
Comienzas tu camino en momentos de extrema debilidad de la Iglesia, pues igual que a aquel joven que huyó desnudo en el huerto, a ella le han sido arrancadas las vestiduras con las que se protegía: secretismo, hermetismo, ocultamiento, negación de lo evidente. Pero es precisamente ahora, cuando aparece desnuda y despojada ante la mirada enjuiciadora del mundo, cuando se le presenta inesperadamente una ocasión maravillosa: la de revestirse por fin, únicamente, del manto de la gloria de su Señor.
Nos has confiado la tarea de sostenerte con nuestra oración, y en estos momentos estoy pidiendo para ti unas cuantas cosas: paciencia ante el rastreo que la prensa está haciendo de tu pasado y que es una consecuencia de lo que dijiste a los periodistas: “Habéis trabajado, ¿eh?, habéis trabajado…”. Pues eso, se han crecido y siguen trabajando. También pido que no te agobien más de la cuenta las expectativas descomunales que estás despertando y que te sientas muy libre (y muy hábil también) para elegir a quienes creas que pueden ayudarte en el gobierno de la Iglesia, aunque suponga un ERE1 para la curia.
Vas a encontrar muchas piedras en ese camino: críticas, resistencias y hasta zancadillas, así que, siguiendo la recomendación de tu preciosa homilía el día de San José, trata de custodiarte un poco a ti mismo. Y por si no aciertas del todo, que se ocupen de ello las santas de la Iglesia de Roma: Cecilia, Inés, Domitila, Tatiana, Agripina, Demetria, Martina, Basilisa, Melania, Anastasia, Digna, Emérita, Martina, Sabina.
Han ido a buscarte casi hasta el fin del mundo y ha sido un acierto: gracias por haber aceptado quedarte, sin poder volver a recoger tus cosas. Menos mal que los zapatos que llevas parecen cómodos.
Muchos nos sentimos ahora responsables de rezar por ti, aunque no seamos de tu diócesis, y nos alegra saber que estás también encargado de velar por la Iglesia universal. De pronto está recobrando sentido llamar papa al obispo de Roma.
Que el Señor te bendiga, te guarde y derrame sobre ti el bálsamo de su paz. m
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Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vida Nueva.