Ayotzinapa, un año después: ¿Qué hemos hecho?
Daniela Pastrana – Edición 448
Tras la desaparición de 43 normalistas el 26 de septiembre de 2014, en México se levantó una oleada de indignación que pronto recorrió el mundo. Parecía que se había llegado a un colmo. Pero ante la actuación titubeante de un Estado cada vez más debilitado y distante de la sociedad, ésta ha visto cómo ese colmo no fue tal: la violencia persiste, así como la corrupción y la impunidad que la hacen posible; la economía nacional pierde piso y el gobierno se obstina en políticas erráticas. No obstante, los jóvenes han recuperado un papel protagónico: acaso en su actuación esté lo único rescatable del año transcurrido desde aquella noche
Era el 29 de mayo de 2015. Habían pasado ocho meses desde el ataque en Iguala a los normalistas de Ayotzinapa y faltaba una semana para las elecciones intermedias. Dirigentes sociales, magisteriales y padres de los jóvenes desaparecidos habían llamado a un boicot electoral, a modo de protesta.
En medio de la tensión provocada por la elección, el Instituto Nacional Electoral acreditó como observadora a la activista maya quiché Rigoberta Menchú. Por ese trabajo, la fundación que preside la premio Nobel de la Paz recibió 10 mil dólares del gobierno mexicano.
Ese viernes 29, en Acapulco, Menchú fue la invitada estelar en la toma de protesta de los presidentes de casilla en Guerrero y, en un mensaje breve en el que habló de la urgencia de la cultura de paz, recordó a los estudiantes desaparecidos.
“Les pido y les suplico un minuto de silencio para conmemorar la vida de los 43 estudiantes de la Normal que están desaparecidos…”.
En el público estaba una joven, productora y gestora cultural, invitada en su papel de coordinadora regional de una red de promotoras para combatir la violencia de género en comunidades indígenas y afrodescendientes. Pidió la palabra, en un momento de silencio mientras llegaba el reconocimiento para la invitada. Nadie la pudo detener.
De figura menuda, con camisola de manufactura indígena y su mochila en la espalda, tomó el micrófono y en dos minutos desnudó al evento de su máscara de civilidad.
Anna Gatica durante la conferencia magistral Democracia y Cultura de la Paz, a cargo de Rigoberta Menchú.
“Tengo 27 años, y desde el 26 de octubre de 2012 hasta el 30 de mayo de 2015 puedo contar 50 desaparecidos, jóvenes. La primera, hija de mi prima, Gabriela Itzel Eladio Vázquez, de 15 años; el último, Gilberto Abundiz, de 30 años. Lo levantaron afuera de su casa cuando estaba regando las plantas. Estudiaba en la escuela popular de Bellas Artes. Apareció el 27 de mayo. Le quitaron la cabeza. Su cuerpo estaba en descomposición absoluta y lo reconocimos por un tatuaje en su espalda. ¿Cómo, señor gobernador —dijo, dirigiéndose a Rogelio Ortega, sentado en primera fila—, me puede llamar a votar? ¿Cómo, partidos políticos del estado de Guerrero, nos pueden pedir a los jóvenes, que somos el más numeroso índice de población en México, nos pueden llamar al voto?.
”Señora Rigoberta Menchú: la indignación y la rabia no se pueden acabar. Sé que usted lo entiende: no podemos seguir pidiendo un minuto de silencio por los desaparecidos, porque pedir un minuto de silencio por cada desaparecido y por cada asesinado en nuestro país es quedarnos callados eternamente”.
El video se hizo viral en las redes sociales en pocas horas. Anna Gatica, la protagonista, acababa de llegar de Argentina, donde estaba montando una obra de teatro. Dejó ese trabajo en cuanto le avisaron que habían encontrado el cuerpo decapitado de su amigo Gilberto y que la Procuraduría General de la República entregaría a la familia los resultados de las pruebas de ADN.
Anna es originaria de la comunidad nahua de Acatlán, en el municipio de Chilapa. Cuando era niña soñaba con estudiar en Ayotzinapa. Pasaba por ahí cuando iba de Chilpancingo a su casa, porque la Normal está entre Chilapa y la capital. Su papá tardó en hacerla entender que no podía porque era niña y en esa escuela sólo estudian niños.
Gilberto nació en la cabecera municipal de Chilapa y se conocían de toda la vida, pero su relación se volvió más cercana cuando ambos decidieron ir a estudiar a la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Ella Teatro y él Artes Visuales. Cuando terminaron la carrera, ella se fue a Sudamérica y Gilberto regresó a Chilapa a realizar, junto con otros dos compañeros, una serie de cortos documentales acerca de los oficios tradicionales que durante el siglo pasado le grangearon a este municipio de comerciantes el mote de La Atenas del Sur. El 30 de marzo, unos hombres se lo llevaron de su casa, a plena luz del día. Tres semanas antes había desaparecido Héctor Jaimes, otro de los documentalistas.
Foto: AP
Anna decidió ir al acto protocolario de Acapulco en el último momento, atraída por la figura de Menchú y para reactivar su participación en la red de defensoras. Pero la parafernalia y el derroche que vio, así como el lejano mensaje de la guatemalteca, fueron demasiado para el dolor que traía cargando.
—Lo de los 43 fue un golpe muy fuerte… y luego lo de Gilberto… Tenía que regresar —dice ahora, en una larga entrevista que se lleva a cabo en Morelia, mientras se suma a los preparativos de una exposición de la obra gráfica y plástica de Gilberto, que dará inicio a unas jornadas culturales de la Facultad de Bellas Artes en honor de su alumno.
Desde su encuentro con Menchú, hace cuatro meses, Anna ha pagado su osadía: primero, el gobernador pidió hablar con ella, para decirle… “nada”; luego, una mensajera del pri le ofreció “apoyo” para sus actividades culturales a cambio de participar en el cierre de campaña y una conocida le propuso un trabajo en un área cultural del gobierno con un salario mensual de más de 50 mil pesos; después recibió un aviso, por medio de terceros, de que la iban a desaparecer, y tuvo que dejar su casa en Acatlán.
La denuncia pública le quitó a su familia la poca tranquilidad que le quedaba. Anna vive mudándose de un lado a otro.
—¿Por qué sigues aquí? ¿Por qué no regresaste a Sudamérica?
—Porque nos están matando, a los jóvenes, y porque me parece importante nombrar las cosas, para que no se olviden. Porque es importante la memoria. No podemos normalizar esto.
México, en la atención del mundo
La historia ha dado la vuelta al mundo: el 26 de septiembre de 2014, estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, ubicada en Ayotzinapa, fueron a Iguala a conseguir autobuses para la marcha del 2 de octubre. No pensaban entrar a Iguala —según se sabe ahora gracias a la ardua investigación de un grupo de expertos nombrados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)—, pero un incidente con un chofer los hizo entrar a la estación de autobuses y a una trampa mortal. Salieron en cinco camiones de la central y poco después fueron alcanzados por policías municipales de Iguala y Cocula. Les dispararon. El ataque se prolongó más de tres horas, en nueve escenarios distintos, y fue subiendo de intensidad. Hubo una acción concertada en la que participaron, o al menos estuvieron presentes, militares y policías federales y estatales. Los municipales ejecutaron a dos, uno más fue torturado y su cuerpo tirado en una colonia cercana. También asesinaron a otros tres civiles y dejaron heridas a 40 personas. Se llevaron a 43, la mayoría estudiantes del primer año. Un año después, sólo se han identificado los restos de dos —el segundo, apenas unos días antes del aniversario—, cuyas cenizas, de acuerdo con la versión oficial, fueron localizadas en una bolsa de plástico tirada en un río. De los demás no hay rastros.
La familia de José Eduardo Bartolo Tlatempa, uno de los 43 normalistas, posa con un retrato del estudiante en su casa, en Tixtla, Guerrero. Foto: AFP
Pocos días antes, la prensa internacional había puesto los reflectores sobre el Ejército Mexicano, al documentar, con testigos, que un supuesto enfrentamiento ocurrido el 30 de junio de 2014 en la comunidad rural de San Pedro Limón, en el municipio de Tlatlaya, Estado de México, consistió en realidad en la ejecución de 22 presuntos delincuentes en una bodega improvisada como paredón.
Desde entonces, México no ha dejado las portadas de la prensa internacional. En noviembre fue el escándalo por la millonaria casa de la esposa del presidente Enrique Peña Nieto, que reveló conflictos de interés del mandatario con el Grupo Higa, empresa favorita de su administración.
En abril de 2015, otra investigación periodística reconstruyó, con base en fotografías, videos y 39 testimonios, la ejecución de al menos 16 civiles, integrantes de las Fuerzas Rurales creadas por el gobierno federal en Apatzingán, Michoacán, la madrugada del 6 de enero. Los atacantes fueron policías federales. A eso se sumó el ataque, el 22 de mayo, de federales a supuestos sicarios en el rancho El Sol, en Tanhuato, Michoacán, que dejó 42 hombres asesinados. Las imágenes subidas a las redes sociales registran a jóvenes sin camisa, con muestras de tortura.
El proceso electoral de junio de este año, que tuvo una atención mediática parecida a la de una elección presidencial y que terminó con actos de represión en la capital de Oaxaca y en Tlapa, Guerrero, también ocupó espacios en la prensa internacional.
La nota predominante de México, sin embargo, no han sido las violaciones graves a los derechos humanos, sino la demostración de poder de los grupos criminales. Primero, con la acción secuencial y organizada del emergente Cártel Jalisco Nueva Generación, que el 1 de mayo pasado cerró arterias de comunicación en Jalisco, Colima, Guanajuato y Michoacán. En la capital de Jalisco hubo 39 narcobloqueos, 11 bancos y cinco gasolinerías incendiados; y en Villa Purificación, al sur del estado, derribaron un helicóptero militar. El impacto de esas imágenes sólo fue superado por la espectacular e increíble fuga de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, líder del Cártel de Sinaloa y considerado el mayor criminal del mundo, por un túnel de un kilómetro y medio de longitud, según la versión oficial. Guzmán Loera había sido capturado en febrero de 2014 y era una de las mayores medallas del gobierno de Enrique Peña Nieto. Las autoridades mexicanas habían rechazado las solicitudes de extraditarlo a Estados Unidos, y se fugó mientras el presidente viajaba a París con una comitiva de 141 funcionarios.
Camión incendiado en las inmediaciones de guadalajara durante los narcobloqueos del 1 de mayo de 2015. Foto: AP/Bruno González
La última noticia importante de México para el mundo, antes de que el pasado 6 de septiembre el grupo de expertos de la CIDH presentara su informe sobre Ayotzinapa, fue el brutal asesinato de cinco personas en la colonia Narvarte, en la ciudad de México, entre ellas la activista Nadia Vera y el fotógrafo Rubén Espinosa Becerril, que se había autoexiliado de Veracruz y se convirtió en el decimocuarto periodista asesinado durante la administración de Javier Duarte en ese estado.
“Luego de un año plagado por el escándalo y la controversia, los índices de aprobación (de Enrique Peña Nieto) han caído, y los mexicanos incrementan su desilusión con elementos clave de su ambiciosa agenda”, dice un estudio difundido en septiembre por el Centro de Investigación Pew, con sede en Washington.
Muy lejana se siente la edición de febrero de 2014 de la revista Time, que dedicó su portada al presidente mexicano con el título: “Salvando a México. Cómo las reformas radicales de Enrique Peña Nieto han cambiado la narrativa en su nación manchada por el narco”.
Portada de la edición del 24 de febrero de 2014 de la revista Time.
(No) fue el Estado
En los días posteriores al ataque contra los normalistas, Peña Nieto atribuyó las manifestaciones a intentos de “desestabilizar” su gobierno y convocó a los guerrerenses a “superar el dolor”. Tres meses después, en enero de 2015, el procurador Jesús Murillo Karam, responsable de la investigación —hoy ya removido de su cargo—, presentó una tesis que llamó “verdad histórica”, según la cual los estudiantes desaparecidos habrían sido llevados por miembros del crimen organizado al basurero de Cocula, colindante con Iguala, para ser cremados a la intemperie.
El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), designado por la CIDH en acuerdo con el Estado mexicano y los representantes de las víctimas, descartó esta posibilidad y, luego de seis meses de trabajo, concluyó que en el expediente hay hechos no investigados, evidencias destruidas, inconsistencias en las declaraciones de testigos, evidencias de tortura, inexistencia de hipótesis de búsqueda fundamentada en hechos y desconexión en las investigaciones del momento de la agresión y el destino final de los estudiantes. “Debe darse un replanteamiento general de la investigación”, concluye el español Carlos Beristáin, uno de los cinco integrantes del GIEI.
Aunque la discusión mediática se ha centrado en el basurero de Cocula y en un quinto autobús que abriría una línea de investigación relacionada con el tráfico de heroína entre Iguala y Chicago (conforme a esta hipótesis, los estudiantes habrían tomado, sin saber, un autobús “cargado”), lo que la investigación puso sobre la mesa fue que se trató de un ataque simultáneo, que duró al menos tres horas en nueve escenarios distintos y en el que participaron (o al menos estuvieron enteradas) todas las fuerzas del Estado, incluido el presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca.
Una de las principales dudas en torno al caso de los normalistas es el papel que jugó el ejército mexicano. En la imagen, tomada durante una protesta en enero de este año, una manifestante hace evidente este cuestionamiento. Foto: Reuters
“El nivel de intervención de diferentes policías y escenarios […] da cuenta de la coordinación y mando existente para llevar a cabo dicha acción”, indica el informe.
La búsqueda de los estudiantes desaparecidos abrió, además, otra cloaca: la de los otros desaparecidos de la región, cuyas familias habían callado por miedo, pero que empezaron a llegar espontáneamente a la iglesia de San Gerardo, en Iguala, apenas supieron que, buscando a los estudiantes, se habían encontrado restos de otras personas en los cerros cercanos.
Lideradas por Miguel Ángel Jiménez, de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, brigadas de familiares comenzaron a recorrer los cerros y a marcar posibles fosas, para luego dejar la tarea de la excavación a la Procuraduría General de la República. Luego de 11 meses, estos familiares han encontrado 104 cuerpos, de los cuales nueve ya fueron identificados. La base de datos del comité, que se reúne cada martes en la iglesia, suma ya 350 personas desaparecidas. En el comedor de la iglesia se puede ver una larga hilera de fotografías de los ausentes, a la que cada semana se suman más. Jiménez, el promotor de esa búsqueda, fue asesinado el 8 de agosto de 2015 en su comunidad, Xaltiango, mientras trabajaba en su taxi. No hay ningún responsable.
“Tenemos que dejar de decir que fue el Estado, porque eso es decir que no fue nadie”, reflexiona el activista y académico Pietro Ameglio, uno de los pilares del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. “No fue el Estado, fueron gobiernos, funcionarios con nombres y apellidos, y tienen que ser sancionados”.
Los jóvenes, de la indignación a la acción
La solidaridad que se produjo tras el asesinato y la desaparición forzada de los normalistas se manifestó en decenas de países del mundo en las primeras semanas: en Ámsterdam, durante el partido de futbol entre Holanda y México; en la entrega de los Premios Grammy, con un mensaje de Residente, integrante de Calle 13; en América, Europa, Asia y Oceanía, con velas prendidas, pupitres vacíos, el número 43 en mantas y pintas.
Ayotzinapa provocó el apoyo de movimientos tan heterogéneos como las Abuelas de Plaza de Mayo, en Argentina, o la hinchada del equipo The Strongest, en Bolivia, y aglutinó a colectivos de gente indignada o concernida por la violencia en América Latina. En las manifestaciones participaron también muchas de las redes de las revueltas globales y diferentes momentos históricos, como el #15M español u Occupy Wall Street.
“La explosión de la indignación tras la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa supuso un parteaguas en las luchas sociales mexicanas y una intensa expansión global. A la sincronización de diferentes ecosistemas sociales mexicanos (zapatismo, huelgas estudiantiles de 1999, #YoSoy132) habría que sumarle una solidaridad trasnacional que provocó diálogo de luchas muy dispares y el surgimiento de nuevos nodos auto-organizados en todo el mundo”, dice el avance la investigación #tecnopolíticalatam, realizada para Oxfampor Bernardo Gutiérrez a partir de los trabajos de Alejandro González (Colectivo Outliers) y Alberto Escorcia (YoSoyRed).
El estudio analiza más de un millón 300 mil tuits de los hashtags más usados con este tema: #Atenco, #TodosSomosPolitecnico, #Ayotzinapa, #Ayotzinapa43, #AccionGlobalPorAyotzinapa, #YaMeCanse, #AyotzinapaSomosTodos, #Ayotzinapa7meses, #Eurocaravana43, #caravana43, #caravana43Sudamerica. Y concluye que “a pesar de la empatía emocional provocada por el caso de Ayotzinapa y de las nuevas conexiones comunicativas y organizacionales ocurridas a partir del mismo”, todavía es pronto para saber si el proceso desembocará en un nuevo movimiento o paradigma político. “La fuerza de las conexiones aún es débil, pudiendo quedarse apenas en un grito unánime que reclama justicia”.
Aspecto de una manifestación en la ciudad de México, en diciembre de 2014, para exigir la aparición de los 43 normalistas. Foto: AFP
En México, la manifestación más multitudinaria fue la del 20 de noviembre de 2014. Después, los padres de los estudiantes dividieron sus actividades entre las caravanas por Estados Unidos, Europa y Sudamérica, y dos que recorrieron el país (una a los estados del norte y otra a los del sur) en la primera semana de agosto.
“Pero las más importantes fueron las de las colonias populares en el Distrito Federal. No tuvieron atención mediática, pero hubo una respuesta fenomenal para los muchachos en estas colonias”, cuenta Luis Hernández Navarro, estudioso concienzudo de los movimientos sociales.
Quizás así sea. Quizá lo mejor de las múltiples y diversas movilizaciones que ha dejado el reclamo de justicia por Ayotzinapa sea este reconocimiento de “los otros” entre los jóvenes mexicanos. Como le ocurrió a Celia Guerrero, una joven periodista que participó en el proyecto Periodistas con Ayotzinapa, una apuesta por la memoria en la que participó medio centenar de periodistas y fotógrafos.
“¿Qué puedo saber yo, una estudiante de una escuela privada, de esa lucha eterna? ¿De causas, circunstancias, vidas aquí en esta Normal Rural? ¿Qué sé del dengue? ¿Qué sé de Esperanza escrita con mayúsculas?”, dice el texto que Celia escribió para el blog.
En una improvisada charla con los jóvenes del Colectivo Nurite Gráfico, que montaron la exposición de la obra de Gilberto Abundiz en la Nicolaíta, siete jóvenes michoacanos que antes del año pasado no sabían nada de Ayotzinapa, tratan de explicar los motivos de su propio memorial.
La iniciativa Ilustradores con Ayotzinapa convocó a artistas gráficos para que se sumaran a la exigencia de localización de los 43 normalistas.
“De pronto te das cuenta de que cualquiera de ellos puedes ser tú. Y me pesa mucho. A veces pienso si realmente vale la pena tratar de humanizar al ser humano por medio del arte; pero ¿qué más puedo hacer? ¿Una revolución? Mejor hago dibujitos, que levantar un rifle”, dice uno de ellos.
“México no tiene memoria. Hay demasiada indiferencia, demasiada ignorancia, demasiados problemas. Pero no podemos quedarnos callados. Y esto es nuestra forma de gritar”, dice otro.
Presente en la reunión, Anna Gatica sonríe por fin. “Al final de cuentas no somos ajenos a lo que está pasando”, dice. “Quizá no va a cambiar nada, pero el arte es un medio que puede generar confianza, como pretexto que nos reúne y nos convoca para hacer estas redes”. m.