Augusto Monterroso: ante el Gran Hombre
José Israel Carranza – Edición 433
Monterroso es un clásico justo por lo que afirmaba Italo Calvino acerca de los clásicos: sus libros, cada que los abrimos, nos dicen algo siempre inesperadamente nuevo e indispensable.
Todo cuanto conforma las rutinas de Eduardo Torres obedece al cumplimiento de la misión que tiene en esta vida: aprovechar hasta la última migaja de su talento como hombre de letras para seguir siendo la brújula intelectual y moral de su tierra (San Blas, San Blas). No hay quien le dispute ese lugar: sus conciudadanos y él —pero sobre todo él— están al tanto de que es el sabio máximo del lugar, la gloria viviente cuyas erudición y perspicacia le han granjeado la reverencia de su sociedad y fama en el extranjero: una vez, incluso, un puñado de notables trató de convencerlo de que se lanzara como candidato al gobierno de su “sufrida entidad”, pero él los despachó con humilde displicencia: más allá de las vanidades de la cosa pública, sus miras estaban en el trato cotidiano con los clásicos (él, desde luego, es un clásico), en las alturas del espíritu. Por eso, sus días transcurren entre los libros que atestan su casa —para desesperación de su mujer, que nunca acaba de sacudirles el polvo—; salta de uno en otro, anota sus agudas observaciones y las ideas creadoras que germinan en sus lecturas; luego da un paseo, siempre con un libro bajo el brazo, toma una siesta, sigue trabajando y no tolera que se le importune, hasta que llega la hora de meterse en la cama y quedarse dormido, siempre con un libro sobre el pecho. Su consagración al conocimiento no le impide entrar en contacto con los mortales: es parroquiano de una cantina donde, desde luego, el trabajo no tiene por qué detenerse (ahí ha llegado a fraguar aforismos brillantes: “Sólo los abstemios piensan que beber es bueno”, “La inteligencia comete tonterías que sólo la tontería puede corregir”), y también sobrelleva resignadamente una activa vida social que no hace distinciones: recibe en casa a sus pares locales, a principiantes que se acercan a ser iluminados por su resplandor, a periodistas que lo entrevistan a propósito de cualquier tema, a visitantes que llegan a San Blas con el solo fin de conocerlo, y participa en las actividades culturales más conspicuas de su medio (como cierto Congreso de Escritores de Todo el Continente que se efectuó ahí y para el que presentó la ponencia más celebrada, aquella que comenzaba: “Se declara que deben establecerse urgentemente mejores relaciones entre el escritor y la escritora”).
De Torres sabemos gracias al libro Lo demás es silencio, que recoge algunos pasajes selectos de sus obras: la ponencia ya mencionada, un “Decálogo del Escritor”, con todos sus doce mandamientos, un ensayo crítico sobre El Quijote, una muestra de aforismos y máximas, el comentario implacable sobre un soneto satírico titulado “El burro de San Blas”, el soneto mismo (quizá, no está claro, de la propia autoría de Torres), un comentario (también de dudosa autoría) sobre el comentario sobre el soneto, un ensayo acerca del arte de la traducción, algunos dibujitos. Esos pasajes están antecedidos por varios testimonios invaluables de personajes muy cercanos al Gran Hombre: un admirador que se esconde tras las cortinas; el hermano de Torres, que brinda el relato de la infancia; su valet-criado-secretario, que tuvo acceso a la correspondencia amorosa del autor, y —el testimonio más precioso— su esposa, quien accedió a ser entrevistada para el libro: “…una se da cuenta cada día de que tal gran hombre no existe sino que lo que sucede es que tiene deslumbrado a medio mundo”.
Lo demás es silencio. La vida y la obra de Eduardo Torres está firmado por Augusto Monterroso (Tegucigalpa, 1921-Ciudad de México, 2003), quien se dio a la tarea de armar este retrato minucioso e implacable de un gran escritor que en el fondo es espejo de todos los grandes escritores. Puede tomarse como una mordaz crítica de los extremos a que puede conducir la presunción desmesurada, la vanagloria del mundo literario, el provincianismo que priva en nuestro medio, y en ese sentido es una obra maestra de la sátira; también puede verse como una admirable pieza de ficción narrativa en la que destellan las mayores virtudes de un autor cuya obra entera está caracterizada por el rigor estilístico en la procuración de la expresión justísima y por la originalidad suprema en sus asuntos. Célebre por sus brevedades (suyo es el legendario cuento más corto del mundo) y porque redescubrió para la literatura en español las posibilidades de la fábula, Monterroso es un clásico —él sí, no como Torres— justo por lo que afirmaba Italo Calvino acerca de los clásicos: porque sus libros, cada que los abrimos, nos dicen algo siempre inesperadamente nuevo e indispensable. m