Audacia de navegar el mundo
Juan Nepote – Edición 498
La genuina audacia de navegar el mundo surgió de una combinación entre valentía, literatura, determinación y desparpajo, materializados en una mujer: Elizabeth Cochran
A Emily Dickinson, botánica poeta y viajera inmóvil, le debemos una de las opiniones más osadas acerca del mundo: “Para viajar lejos no hay mejor nave que un libro”. Una buena evidencia de ello es el conjunto de libros que, agrupados como Viajes extraordinarios, publicó Julio Verne en los mismos años en que Dickinson mantuvo el atrevimiento de nunca más salir de su habitación herbaria, y que nos transportan en globos aerostáticos, submarinos o cohetes, desde el centro del planeta hasta la Luna, cruzando la profundidad del océano. En 1869, Verne, Dickinson y el resto de la humanidad atestiguaron la realización de una de las más temerarias empresas hasta ese momento: la inauguración del canal de Suez, magistral pieza de ingeniería que, con sus casi 200 kilómetros de largo, aligeraba la posibilidad de recorrer el mundo al unir Europa con Oriente, excusando a los viajeros de la obligación de bordear el continente africano. Este atajo representaba un considerable ahorro de tiempo y de recursos, así que Julio Verne tuvo el atrevimiento de inventarse una historia que mezclaba aplomo y desfachatez, con cinismo y energía, para narrar la determinación con la que un sujeto llamado Phileas Fogg, junto con su ayudante Jean Passepartout, acepta el imprudente desafío de recorrer el mundo entero en poco más de dos meses y medio (79 días, para ser exactos). La vuelta al mundo en 80 días conoció un tremendo éxito entre los lectores que, a partir de la publicación de sus primeras entregas, a finales de 1872, iban devorando
ansiosamente las aventuras de los audaces viajeros imaginados por Verne. Pero, como ya se sabe, la realidad suele ser más asombrosa que la imaginación: en julio de 1870 —es decir, antes que Verne—, un millonario de nombre George Francis Train había intentado dar la vuelta al mundo en menos de 80 días.
Sin embargo, la genuina audacia de navegar el mundo surgió de una combinación entre valentía, literatura, determinación y desparpajo, materializados en una mujer: Elizabeth Cochran, estadounidense como Emily Dickinson y nacida en el estado de Pensilvania en 1864. Osada, intrépida, resuelta, innovadora, cambió su nombre por el de Nellie Bly y se convirtió en la periodista más importante del siglo XIX. Fundadora del “periodismo encubierto de investigación” y del “periodismo de inmersión”, en 1889 se propuso superar la ficción popular dando vuelta al mundo en menos de 80 días. Bly no tenía dinero ilimitado, como George Francis Train, ni era hombre, como el ficticio Phileas Fogg. Ella se embarcó sola, sin más equipaje que un mínimo maletín de mano y, presumiendo un admirable sentido de la estética y la mercadotecnia, una larga gabardina que le otorgaba cierto aire detectivesco y un sombrero absolutamente inolvidables: sus fotografías alrededor del planeta inundaron la prensa e, incluso, alguien ideó un juego de mesa que reproducía la hazaña navegante de Nellie Bly, quien, audaz e imparable, dio la vuelta al mundo en solamente 72 días, y aun se regaló el gusto de detenerse un poco en Francia para visitar a Julio Verne.
“Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”, escribiría poco después Fernando Pessoa.